martes, 11 de septiembre de 2018

Como si hubiera otras alternativas...


Luego de los últimos acontecimientos cambiarios, han resurgido con diversa fuerza críticas del “día después”, sosteniendo que el gobierno de Cambiemos ha “fracasado” porque no se tomaron otros caminos. Hasta pareciera haberse vuelto un lugar común hablar del “Fracaso económico de Macri”, con indisimulada satisfacción y como si el eventual fracaso del gobierno no alcanzara más que a su propia gestión, sin afectar la vida de millones de personas y el futuro del país como conjunto.

Las críticas -se puede observar- son centralmente dos. Una proviene del kirchnerismo residual, coincidente con gran parte de la cultura política tradicional argentina que aún vive en el mundo del siglo XX, es que debió volverse a la Argentina cerrada y autónoma. Justo es reconocer que no todos se refieren a la megacorrupción, sólo defendida por el kirchnerismo duro, sino, marginada ésta de la reflexión, reclaman intentar nuevamente la estrategia de un desarrollo “hacia adentro”.

No tiene mucho sentido, a esta altura, insistir en rebatir conceptualmente la deriva inexorable de este rumbo hacia un callejón sin salida, tipo Venezuela. El mundo ya no es lo que era, y aunque los equipos del Frente Renovador insistan en él más que nada como una estrategia de acercamiento y reagrupamiento al viejo PJ, los que hablan de corrido saben que en el actual escenario global esa senda es inviable. Cerrar el acceso a mercados externos, renunciar al financiamiento internacional, condenar a nuestra producción a los límites del pequeño mercado nacional, o creer que el mundo es un camino de una sola vía -que nos permitiría venderle aunque prohibamos comprarle; aceptar sus dólares prestados, diciendo que no los devolveremos; pedirles inversiones, pero prohibirles ganancias- es ingenuo. O mentiroso.

No cabría mayor debate si no fuera porque lo que desde algún tiempo he caracterizado en mis notas como “Corporación de la Decadencia” parece retomar bríos ante los barquinazos que el país sufrió con las últimas conmociones cambiarias, cuyas causas principales, en última instancia, se derivan de vivir en este mundo, y convivir en un país que ha congelado su reflexión estratégica además de abandonar su solidaridad nacional. Las vacías invocaciones a “alternativas de crecimiento” frente al “ajuste salvaje”, o a “defender la clase media” frente a las “abruptas subas de tarifas” no son más que aullidos a la luna. En función de gobierno, no tienen consistencia. Quienes las pronuncian lo saben.

El otro reproche llega desde el ala tradicional del pensamiento económico criollo: la ortodoxia. Desde esa perspectiva, sostenida desde el primer momento del cambio de gobierno, la administración de Cambiemos falló en no expresar en plenitud la dimensión del desastre en que se encontraba el país a finales del 2015. El nuevo gobierno -sostienen- debió provocar un shock inmediato, de efectos conmocionantes al incluir la eliminación de planes sociales, el despido “de un millón de empleados públicos” y poner en práctica las tradicionales recetas ordenancistas incluyendo el arancelamiento educativo, la reducción de la coparticipación a provincias e incluso la reducción del gasto previsional que -no olvidemos- es el principal “debe” de las cuentas públicas, aún hoy.

Si la primera alternativa olvidaba el escenario global, la segunda hacía caso omiso del escenario nacional. Con una, el rumbo era llegar inexorablemente a lo que hoy sufre Venezuela. Con el otro, ignorar las limitaciones políticas e institucionales del nuevo gobierno -menos de un tercio del Congreso, apenas cinco gobernaciones y una justicia dominada por la Corporación de la Decadencia, “anque” la corrupción-. Es sencillo hablar con el diario del lunes, olvidando que el triunfo de Cambiemos fue apenas por menos de dos puntos, y que la fuerza política desalojada del poder mantenía resortes claves en sus manos, que había utilizado sin escrúpulo alguno y amenazaba con seguir haciéndolo desde la oposición. Incluso aunque hubiera tenido el poder suficiente, si existía una mínima alternativa de evitar a nuestra gente momentos de dolor y zozobra, era necesario tomarla.

Ante esas alternativas, la estrategia de Cambiemos fue clara: reordenar la relación con el mundo, resolver los gigantes desequilibrios provocados por la década kirchnerista -fundamentalmente el energético, en el que de una balanza superavitaria de 6.000 millones de dólares pasamos a un déficit de 7.000-, reconstruir la infraestructura destruida y crear nuevas vertientes de crecimiento, democratizadoras de la economía. Mientras esto se hacía -y se está haciendo- con la perspectiva de un país en pleno crecimiento antes de un lustro, se propuso financiar la transición con endeudamiento, como única forma de mantener el gasto social, sostener el sistema previsional y evitar una mayor presión fiscal que el kirchnerismo había convertido en la más alta del mundo en desarrollo.

Para ello, claro, era necesario tener quien nos preste. Caso contrario, el financiamiento no existe. Conseguir acreedores dispuestos conlleva contrapartidas no sólo económicas sino políticas. En este sentido, la existencia de un peronismo en vías de renovación, incorporado al objetivo de la modernización económica sin perjuicio de sus aspiraciones de poder, eran centrales. Los efectos del viaje a Davos en el que el “líder renovador peronista” Sergio Massa acompañaba al presidente fue una imagen excelente, contracara del comportamiento irracional de Cristina Kirchner y sus seguidores. Si cambiaba el gobierno, se respetarían los acuerdos. La Argentina se volvía confiable.

Conseguimos financiamiento. Gracias a él fue posible seguir pagando los planes, mantener en pie el sistema jubilatorio y avanzar en la reforma del Estado gradualmente, sin provocar grandes conmociones sociales e injusticia. Este proceso desembocaba en la maduración de las medidas energéticas -que incluyen una verdadera revolución en las renovables y un impulso acelerado a Vaca Muerta-, para llegar a comienzos de la década del 2020 con un claro superávit en la balanza comercial luego de haber recuperado nuestra condición exportadora, y con una economía modernizada vía turismo, economías regionales y emprendimientos reemplazando a la anterior economía rentista, estancada y obsoleta, disfuncional con las características de la economía global del siglo XXI. En síntesis, terminar con la Corporación de la Decadencia y sembrar las semillas de una Argentina exitosa en el siglo XXI. En un lustro, finalizaría la necesidad de nueva deuda y comenzaría a pagarse la existente.

Había dinero en el mundo -lo hay hoy- que permitía esa estrategia, y la novedad de un país que lograba escaparse del populismo por la vía electoral, sin el dramatismo que sufre hoy Venezuela o la impotencia de Nicaragua o la propia Cuba ayudaban e inspiraban a creer en la Argentina.

Lamentablemente, duró poco. La Corporación de la Decadencia supo rearmarse rápidamente y su meta obsesiva en estos años ha sido golpear en la línea de flotación de la transición: el financiamiento del Estado. Y a pocos meses de instalado el nuevo gobierno profundizó el ataque, siguiendo la línea que había comenzado la propia Corte el día de asunción del nuevo Presidente obligando al Estado Nacional a devolver a las provincias lo retenido durante la administración menemista -y sostenida por las que la sucedieron- para financiar el déficit previsional. Lo de la Corte pudo haber sido justo, pero agregó un componente dramático al desequilibrio fiscal, que la nueva administración salvó con artesanal habilidad.

Llegó el proyecto de reforma impositiva, impulsado por el propio Sergio Massa. Un nuevo ataque al financiamiento estatal, que golpeaba a la capacidad de repago de la deuda contraída. También pudo ser sorteado con éxito. Sin embargo, los golpes continuaron. El proyecto de reforma previsional, diseñado para cumplir con la sanción de la Corte devolviendo recursos a las provincias, encontró a la oposición peronista atacando sin cuartel al único camino posible para mantener el financiamiento estatal en niveles compatibles con el endeudamiento, devolviendo autonomía a las provincias. Esta vez fue en alianza con la izquierda populista extrema, atacando al Congreso y provocando agresiones y violencia descontrolada contra las fuerzas de seguridad.

Sin embargo, el hito terminante para romper definitivamente con la credibilidad nacional fue la unión de todo el peronismo detrás de una ley que daba el golpe de gracia al programa de reordenamiento fiscal: la derogación de las actualizaciones tarifarias y vuelta a los “subsidios estatales”.

El proyecto, que el propio presidente del bloque peronista “serio” del Senado calificó duramente pero igual sostuvo, volvía al sistema kirchnerista de desfinanciar a las empresas prestadoras de servicios públicos retrotrayendo el país al tiempo de los cortes diarios de electricidad, el deterioro terminal del transporte ferroviario, la falta de agua potable en millones de hogares y la paralización de las obras de distribución de gas. Fue el golpe de gracia a la credibilidad del país ante el mundo acreedor. El financiamiento se “enrareció” y se encareció.

¿Podría decirse que Cambiemos fue el responsable? Tal vez en parte, al no haber recurrido al financiamiento público internacional (FMI) desde el comienzo, en lugar de apostar al mercado de capitales. Es otro juicio de valor fácil con el “diario del lunes”. En el país el FMI tiene mala prensa y aunque hoy funcione en forma opuesta a su historia y sea en los hechos casi un apéndice del G-20, eso no es percibido así por el gran público. Lo cierto es que ese debate no se dio y tal vez el país no estaba en condiciones de darlo en el 2015. Pero también podríamos decir, con los mismos diarios del lunes, que si la oposición no hubiera insistido en golpear una y otra vez la sustentabilidad del financiamiento estatal en estos años nada más que por finalidades políticas secundarias, otro hubiera sido el comportamiento de los acreedores en la última crisis y no hubiera sido necesario recurrir al FMI ni siquiera ahora.

Para agravar la situación, la última ofensiva desfinanciadora del Estado -la de las tarifas- llegó justo en un momento de enrarecimiento del clima internacional, la suba de tasas en EEUU., la sequía más grande del siglo -que redujo en 10.000 millones de dólares las exportaciones del país- y el fortalecimiento del dólar. Así estamos. La desaparición del financiamiento hizo estallar el gradualismo. La marcha de la transición tendrá más durezas. Habrá que acelerar la marcha para llegar a puerto más rápido.

Frente a esto, hoy renace la Corporación de la Decadencia. Ni siquiera actualiza su mirada. Vacías invocaciones al “crecimiento” y al “mercado interno”, sin decir cómo los financiará y qué grado de sustentabilidad podrían tener empresas encerradas en los límites del país en un mundo con escasísima ganancia por unidad de producto -salvo la “protección” indiscriminada, con un Secretario de Comercio estilo Moreno, explotando salvajemente a los consumidores argentinos con productos malos y precios caros-. Robando empresas, corrompiendo a todos, anestesiando a la opinión pública con un relato falsario que ya no existe en ningún lado. Y si es necesario, matando fiscales.

Es el debate del poder. En la sociedad se reciben los ecos de estas peleas, se trabaja, se sufre y se vive. Esos argentinos tendrían derecho a otra actitud de su política. No la ven. Pero intuyen la veracidad o mendacidad de los discursos, por la trayectoria de quienes los pronuncian. Les gustaría, seguramente, mayor información y claridad sobre el puerto de llegada, que intuyen pero no la ven comunicada adecuadamente desde el poder, tal vez por otra falencia importante que se ha imputado repetidas veces a Cambiemos: el reduccionismo de sus herramientas comunicacionales, limitando la voz y apagando los tradicionales espacios de esclarecimiento y debate público.

Las redes y la segmentación informativa son excelentes herramientas, pero fragmentan el entendimiento ciudadano sobre el conjunto de las políticas y el propio sentido de solidaridad nacional. Reforzar con un poco de sangre en las venas y una mejor articulación política al bloque de gobierno no sería mala idea. Tampoco que la oposición siguiera un camino parecido, para darle reales opciones a la democracia con alternativas no disruptivas sino mejoradoras, buscando la recuperación de la confianza en el país.

El viejo camino, conservador y arcaico, está agotado. Las investigaciones sobre la corrupción están mostrando la profundidad que tenían los vínculos espurios de la Corporación de la Decadencia: Presidentes, Ministros, Secretarios de Estado, empresarios -grandes, medianos y chicos-, jueces, comunicadores, gobernadores, intendentes… hasta carteles de narcotráfico, choferes, jardineros y secretarias.

Del otro lado, las semillas de la Argentina exitosa, progresista y moderna. Buscando afanosamente, aún con medidas fallidas que deben corregirse y se corrigen, que las cosas salgan bien, trabajando tenazmente desde las iniciativas particulares como en tiempos en que se hizo el progreso del país. Invirtiendo y apurando la maduración de los grandes proyectos energéticos. Modernizando aceleradamente la infraestructura social y productiva. Sosteniendo a pesar de la crisis el mayor gasto social de la historia argentina. Y mientras tanto, dialogando, aún con los más tenaces rivales.

Simplemente, porque aunque puedan existir otros equipos de gobierno u otros partidos gestionando el poder -y así debe entenderse la democracia- y aunque todas las medidas de gobierno sean mejorables -que seguramente lo son-, en el rumbo grande del país no existen otras alternativas.

Ricardo Lafferriere

lunes, 3 de septiembre de 2018

¿El único a la altura?

No había terminado de hablar el presidente. Mucho menos se había escuchado el desmenuzamiento técnico del ministro Dujovne.

Sin embargo, estalló la jauría. Sin haberse tomado siquiera cinco minutos para analizar las propuestas, y sin evaluar en lo más mínimo la corrección de las medidas.

Estallaron para disputar la primacía televisiva y comunicacional. “Es un discurso de autoayuda”, espetó un ex gobernador de Buenos Aires, ex menemista, ex duhaldista, ex kirchnerista y hasta ex macrista y hoy sumado al Club del Helicóptero.

“No estoy para nada de acuerdo” exclamó otro lanzado a la carrera presidencial, que matizó con su esperanza de que las cosas, de todas maneras, salieran bien.

“No aprobaremos ningún presupuesto. Los mercados le han cerrado las puertas al gobierno”, lanzó eufórico el inefable presidente del bloque del FPV, olvidando que la oposición, a pesar de sus enormes diferencias, jamás dejó de facilitar la aprobación de los presupuestos de Néstor y Cristina Kirchner. Y antes, de Carlos Menem. Y entre ellos, del propio Duhalde.

Abajo, las batallas seguían y siguen inmisericordes. Los tenedores de bonos en pesos, presionando para que el Banco Central vendiera los dólares necesarios -aunque fueren todos- para que el valor de sus anteriores apuestas financieras no decayera o se pusiera en riesgo. Los tenedores de deuda en dólares, exigiendo que el Banco Central no vendiera ni un dólar, aunque se fuera a las nubes, para blindar sus acreencias en divisas. Unos y otros, haciendo fuertes “lobbys” y tomando medidas financieras diversas incomprensibles para el “gran público” para presionar en uno u otro sentido.

Dirigentes políticos que mantuvieron casi una década congeladas las jubilaciones bajando su valor real a menos de la mitad y que luego expropiaron los ahorros previsionales de los argentinos, rasgándose las vestiduras porque los haberes previsionales pueden sufrir entre un cinco y un diez por ciento en este año.

Dirigentes rurales que sufrieron lo que sufrieron en la década salvaje y fueron favorecidos por políticas que aprovecharon en bien propio y del país potenciando fuertemente la producción, luego de una devaluación del 100 % en nueve meses, retacean hoy el mínimo esfuerzo que el país necesita de ellos, para evitar que la reducción de gastos sociales -único lugar que podría continuar la reducción del gasto público luego de la degradación de la mitad del gabinete, el congelamiento salarial del sector público y la reducción al mínimo de los planteles políticos en el Poder Ejecutivo- convirtiere a la Argentina en un campo de batalla.

Dirigentes que han convertido a la Cámara superior del federalismo en un aguantadero de delincuentes, han insinuado -según trascendidos periodísticos no desmentidos- que estarían dispuestos a ayudar con la condición de que “se pare la mano con los cuadernos”, o sea, que el gobierno presione a la justicia para limitar las investigaciones de corrupción de la década salvaje.

Y hasta la ex presidenta, rodeada de procesamientos por diversos jueces -nombrados por ella-, cada vez más cercada por las pruebas de su mega corrupción y de su pésima gestión de gobierno que le costó al país más de 200.000 millones de dólares, se atreve cínicamente a sugerir “que se dediquen a gobernar” en lugar de perseguirla por sus delitos. Sin sonrojarse, ni ofrecer devolver el dinero y sin “arrepentirse de nada”.

Economistas de diverso pelaje toman posiciones según las empresas que conforman su clientela, reemplazando los análisis objetivos por reclamos sesgados lanzados a voz de cuello, tras los cuales se oculta el pequeño -o gran- interés del sector o la empresa que representan, pero sin decirlo. Hablan en nombre de sus “consultoras”.

El coro comunicacional con síndrome de abstinencia de pauta, por su parte, se desloma en análisis que recuerdan a los “monos sabios” de que hablaba el recordado César Jaroslavsky, cada uno levantando el dedito acusador sin vergüenza ninguna y sin mantener la mínima coherencia entre lo sostenido por ellos mismos meses atrás, semanas atrás, días atrás u horas atrás. Gracias a Dios y al destino que en el propio seno del periodismo se está insinuando y avanza una línea ética cuya mayor expresión es hoy Diego Cabot, ejemplo de un comportamiento patriótico y democrático para todos los ciudadanos y -sería bueno- también para sus colegas.

Otros, para ser justos, en el propio espacio de gobierno, vencidos por sus egos, retacean el apoyo en un momento en que ante la lucha en soledad en que la ha dejado la oposición política, la coalición de gobierno debiera soldarse más que nunca alrededor del presidente, que en un momento de extrema sensibilidad como la que atravesamos debería contar con las manos libres para tomar las decisiones que necesita.

Frotándose las manos, el equipo del 2002 fogonea el derrumbe reclamando un “gobierno de transición”, votado por nadie. Con él, el dólar no se iría a 40 sino a 200. Suspendería las relaciones con el mundo, tal vez con un nuevo default y otra década salvaje bañada en el barro de la corrupción. Funcionarios estilo Moreno recibirían con el revólver en la mesa a los empresarios que necesitaran importar alguna máquina o insumo y no quisiera pagar coimas o regalarle su empresa. Empresarios del cartel de la obra pública volverían a asegurarse obras, compartiendo los sobreprecios con los funcionarios que se las adjudicaran. 

Los jubilados sufrirían seguramente otra década de congelamiento en sus haberes. Eso sí: los “empresarios” protegidos podrían recomenzar su importación de chucherías que, pasadas por “nacionales”, les permitirían las superganancias a costa de la explotación de los consumidores. Las provincias volverían a depender de las decisiones nacionales, sin autonomía ninguna. Volveríamos en poco tiempo a no tener más ni rutas en condiciones, ni electricidad, ni gas. Apagones, cortes eternos, y al final, algún Maduro Nac & Pop daría las puntadas finales. 

Y para coronar: terminaría la persecución sin cuartel al narcotráfico, tal vez el mayor cambio protagonizado por Cambiemos frente a las complicidades múltiples de la administración kirchnerista.

Mientras tanto, con todas las dudas que derivan de su propia condición humana, el presidente pareciera ser el único a la altura. No sé si la propuesta que hace será la adecuada pero no hay dudas que ha analizado todas las alternativas posibles, como lo han reconocido importantes analistas. Su mayor error fue creer que presidiría un país en el que era posible volver a crecer sin que los más necesitados fueran el “pato de la boda” durante la transición, con una transición gradual y sostenida por todos. 

La jauría que grita tapándose los oídos, sin ningún interés por escuchar, y a la que no le importa eso en lo más mínimo, ha emponzoñado tanto el ambiente y el debate que ya trasciende la escena nacional. En ocasiones pienso si un funcionario internacional, un inversor externo o un fondo de inversión podría estar tentado de dar una mano o venir a arriesgar en un país sin el mínimo de solidaridad nacional ni comportamiento no ya maduro, sino simplemente cuerdo. Mucho más cuando los propios argentinos han llegado a tal nivel de desconfianza sobre sí mismos que no se creen unos a otros y mucho menos a lo que debiera ser el símbolo de su identidad y soberanía: su propia moneda. La jauría forzó el fin del gradualismo, y los que sufrirán esos gritos destemplados no serán ellos, sino los compatriotas más necesitados. Tampoco les importa.

Es de esperar, con sinceridad, que las enormes reservas con sentido patriótico que tiene la Argentina, alejadas del “escenario” que grita sin escuchar, muestren al mundo que el país merece una oportunidad, pesar de los rudimentos de su gobernanza. Que es un pueblo capaz de mostrar gestas de producción, de iniciativa, de inteligencia, de solidaridad, de mano tendida. 

Y que esa mayoría de los argentinos, casi siempre callada y alejada del debate, muestre una vez más su apoyo al camino iniciado en el 2008 con las gigantescas movilizaciones republicanas que pusieron límite al autoritarismo ladrón y populista y pudo recuperar para el país la dignidad que hoy se intenta una vez más violentar.

Ricardo Lafferriere




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