Luego de los últimos acontecimientos cambiarios, han resurgido con
diversa fuerza críticas del “día después”, sosteniendo que el gobierno de
Cambiemos ha “fracasado” porque no se tomaron otros caminos. Hasta pareciera
haberse vuelto un lugar común hablar del “Fracaso económico de Macri”, con
indisimulada satisfacción y como si el eventual fracaso del gobierno no
alcanzara más que a su propia gestión, sin afectar la vida de millones de
personas y el futuro del país como conjunto.
Las críticas -se puede observar- son centralmente dos. Una proviene del
kirchnerismo residual, coincidente con gran parte de la cultura política
tradicional argentina que aún vive en el mundo del siglo XX, es que debió
volverse a la Argentina cerrada y autónoma. Justo es reconocer que no todos se
refieren a la megacorrupción, sólo defendida por el kirchnerismo duro, sino,
marginada ésta de la reflexión, reclaman intentar nuevamente la estrategia de
un desarrollo “hacia adentro”.
No tiene mucho sentido, a esta altura, insistir en rebatir
conceptualmente la deriva inexorable de este rumbo hacia un callejón sin
salida, tipo Venezuela. El mundo ya no es lo que era, y aunque los equipos del
Frente Renovador insistan en él más que nada como una estrategia de
acercamiento y reagrupamiento al viejo PJ, los que hablan de corrido saben que
en el actual escenario global esa senda es inviable. Cerrar el acceso a
mercados externos, renunciar al financiamiento internacional, condenar a
nuestra producción a los límites del pequeño mercado nacional, o creer que el
mundo es un camino de una sola vía -que nos permitiría venderle aunque
prohibamos comprarle; aceptar sus dólares prestados, diciendo que no los
devolveremos; pedirles inversiones, pero prohibirles ganancias- es ingenuo. O
mentiroso.
No cabría mayor debate si no fuera porque lo que desde algún tiempo he
caracterizado en mis notas como “Corporación de la Decadencia” parece retomar
bríos ante los barquinazos que el país sufrió con las últimas conmociones
cambiarias, cuyas causas principales, en última instancia, se derivan de vivir
en este mundo, y convivir en un país que ha congelado su reflexión estratégica
además de abandonar su solidaridad nacional. Las vacías invocaciones a
“alternativas de crecimiento” frente al “ajuste salvaje”, o a “defender la
clase media” frente a las “abruptas subas de tarifas” no son más que aullidos a
la luna. En función de gobierno, no tienen consistencia. Quienes las pronuncian
lo saben.
El otro reproche llega desde el ala tradicional del pensamiento
económico criollo: la ortodoxia. Desde esa perspectiva, sostenida desde el
primer momento del cambio de gobierno, la administración de Cambiemos falló en
no expresar en plenitud la dimensión del desastre en que se encontraba el país
a finales del 2015. El nuevo gobierno -sostienen- debió provocar un shock
inmediato, de efectos conmocionantes al incluir la eliminación de planes
sociales, el despido “de un millón de empleados públicos” y poner en práctica
las tradicionales recetas ordenancistas incluyendo el arancelamiento educativo,
la reducción de la coparticipación a provincias e incluso la reducción del
gasto previsional que -no olvidemos- es el principal “debe” de las cuentas
públicas, aún hoy.
Si la primera alternativa olvidaba el escenario global, la segunda hacía
caso omiso del escenario nacional. Con una, el rumbo era llegar inexorablemente
a lo que hoy sufre Venezuela. Con el otro, ignorar las limitaciones políticas e
institucionales del nuevo gobierno -menos de un tercio del Congreso, apenas
cinco gobernaciones y una justicia dominada por la Corporación de la
Decadencia, “anque” la corrupción-. Es sencillo hablar con el diario del lunes,
olvidando que el triunfo de Cambiemos fue apenas por menos de dos puntos, y que
la fuerza política desalojada del poder mantenía resortes claves en sus manos,
que había utilizado sin escrúpulo alguno y amenazaba con seguir haciéndolo
desde la oposición. Incluso aunque hubiera tenido el poder suficiente, si
existía una mínima alternativa de evitar a nuestra gente momentos de dolor y zozobra,
era necesario tomarla.
Ante esas alternativas, la estrategia de Cambiemos fue clara: reordenar
la relación con el mundo, resolver los gigantes desequilibrios provocados por
la década kirchnerista -fundamentalmente el energético, en el que de una balanza
superavitaria de 6.000 millones de dólares pasamos a un déficit de 7.000-,
reconstruir la infraestructura destruida y crear nuevas vertientes de
crecimiento, democratizadoras de la economía. Mientras esto se hacía -y se está
haciendo- con la perspectiva de un país en pleno crecimiento antes de un
lustro, se propuso financiar la transición con endeudamiento, como única forma
de mantener el gasto social, sostener el sistema previsional y evitar una mayor
presión fiscal que el kirchnerismo había convertido en la más alta del mundo en
desarrollo.
Para ello, claro, era necesario tener quien nos preste. Caso contrario,
el financiamiento no existe. Conseguir acreedores dispuestos conlleva
contrapartidas no sólo económicas sino políticas. En este sentido, la existencia
de un peronismo en vías de renovación, incorporado al objetivo de la
modernización económica sin perjuicio de sus aspiraciones de poder, eran
centrales. Los efectos del viaje a Davos en el que el “líder renovador
peronista” Sergio Massa acompañaba al presidente fue una imagen excelente,
contracara del comportamiento irracional de Cristina Kirchner y sus seguidores.
Si cambiaba el gobierno, se respetarían los acuerdos. La Argentina se volvía
confiable.
Conseguimos financiamiento. Gracias a él fue posible seguir pagando los
planes, mantener en pie el sistema jubilatorio y avanzar en la reforma del
Estado gradualmente, sin provocar grandes conmociones sociales e injusticia.
Este proceso desembocaba en la maduración de las medidas energéticas -que incluyen
una verdadera revolución en las renovables y un impulso acelerado a Vaca
Muerta-, para llegar a comienzos de la década del 2020 con un claro superávit
en la balanza comercial luego de haber recuperado nuestra condición
exportadora, y con una economía modernizada vía turismo, economías regionales y
emprendimientos reemplazando a la anterior economía rentista, estancada y
obsoleta, disfuncional con las características de la economía global del siglo
XXI. En síntesis, terminar con la Corporación de la Decadencia y sembrar las
semillas de una Argentina exitosa en el siglo XXI. En un lustro, finalizaría la
necesidad de nueva deuda y comenzaría a pagarse la existente.
Había dinero en el mundo -lo hay hoy- que permitía esa estrategia, y la
novedad de un país que lograba escaparse del populismo por la vía electoral,
sin el dramatismo que sufre hoy Venezuela o la impotencia de Nicaragua o la
propia Cuba ayudaban e inspiraban a creer en la Argentina.
Lamentablemente, duró poco. La Corporación de la Decadencia supo
rearmarse rápidamente y su meta obsesiva en estos años ha sido golpear en la
línea de flotación de la transición: el financiamiento del Estado. Y a pocos
meses de instalado el nuevo gobierno profundizó el ataque, siguiendo la línea
que había comenzado la propia Corte el día de asunción del nuevo Presidente
obligando al Estado Nacional a devolver a las provincias lo retenido durante la
administración menemista -y sostenida por las que la sucedieron- para financiar
el déficit previsional. Lo de la Corte pudo haber sido justo, pero agregó un
componente dramático al desequilibrio fiscal, que la nueva administración salvó
con artesanal habilidad.
Llegó el proyecto de reforma impositiva, impulsado por el propio Sergio
Massa. Un nuevo ataque al financiamiento estatal, que golpeaba a la capacidad
de repago de la deuda contraída. También pudo ser sorteado con éxito. Sin
embargo, los golpes continuaron. El proyecto de reforma previsional, diseñado
para cumplir con la sanción de la Corte devolviendo recursos a las provincias,
encontró a la oposición peronista atacando sin cuartel al único camino posible
para mantener el financiamiento estatal en niveles compatibles con el
endeudamiento, devolviendo autonomía a las provincias. Esta vez fue en alianza
con la izquierda populista extrema, atacando al Congreso y provocando
agresiones y violencia descontrolada contra las fuerzas de seguridad.
Sin embargo, el hito terminante para romper definitivamente con la
credibilidad nacional fue la unión de todo el peronismo detrás de una ley que
daba el golpe de gracia al programa de reordenamiento fiscal: la derogación de
las actualizaciones tarifarias y vuelta a los “subsidios estatales”.
El proyecto, que el propio presidente del bloque peronista “serio” del
Senado calificó duramente pero igual sostuvo, volvía al sistema kirchnerista de
desfinanciar a las empresas prestadoras de servicios públicos retrotrayendo el
país al tiempo de los cortes diarios de electricidad, el deterioro terminal del
transporte ferroviario, la falta de agua potable en millones de hogares y la
paralización de las obras de distribución de gas. Fue el golpe de gracia a la
credibilidad del país ante el mundo acreedor. El financiamiento se “enrareció”
y se encareció.
¿Podría decirse que Cambiemos fue el responsable? Tal vez en parte, al
no haber recurrido al financiamiento público internacional (FMI) desde el
comienzo, en lugar de apostar al mercado de capitales. Es otro juicio de valor
fácil con el “diario del lunes”. En el país el FMI tiene mala prensa y aunque
hoy funcione en forma opuesta a su historia y sea en los hechos casi un
apéndice del G-20, eso no es percibido así por el gran público. Lo cierto es
que ese debate no se dio y tal vez el país no estaba en condiciones de darlo en
el 2015. Pero también podríamos decir, con los mismos diarios del lunes, que si
la oposición no hubiera insistido en golpear una y otra vez la sustentabilidad
del financiamiento estatal en estos años nada más que por finalidades políticas
secundarias, otro hubiera sido el comportamiento de los acreedores en la última
crisis y no hubiera sido necesario recurrir al FMI ni siquiera ahora.
Para agravar la situación, la última ofensiva desfinanciadora del Estado
-la de las tarifas- llegó justo en un momento de enrarecimiento del clima
internacional, la suba de tasas en EEUU., la sequía más grande del siglo -que
redujo en 10.000 millones de dólares las exportaciones del país- y el
fortalecimiento del dólar. Así estamos. La desaparición del financiamiento hizo
estallar el gradualismo. La marcha de la transición tendrá más durezas. Habrá
que acelerar la marcha para llegar a puerto más rápido.
Frente a esto, hoy renace la Corporación de la Decadencia. Ni siquiera
actualiza su mirada. Vacías invocaciones al “crecimiento” y al “mercado
interno”, sin decir cómo los financiará y qué grado de sustentabilidad podrían
tener empresas encerradas en los límites del país en un mundo con escasísima
ganancia por unidad de producto -salvo la “protección” indiscriminada, con un
Secretario de Comercio estilo Moreno, explotando salvajemente a los
consumidores argentinos con productos malos y precios caros-. Robando empresas,
corrompiendo a todos, anestesiando a la opinión pública con un relato falsario
que ya no existe en ningún lado. Y si es necesario, matando fiscales.
Es el debate del poder. En la sociedad se reciben los ecos de estas
peleas, se trabaja, se sufre y se vive. Esos argentinos tendrían derecho a otra
actitud de su política. No la ven. Pero intuyen la veracidad o mendacidad de
los discursos, por la trayectoria de quienes los pronuncian. Les gustaría,
seguramente, mayor información y claridad sobre el puerto de llegada, que
intuyen pero no la ven comunicada adecuadamente desde el poder, tal vez por
otra falencia importante que se ha imputado repetidas veces a Cambiemos: el
reduccionismo de sus herramientas comunicacionales, limitando la voz y apagando
los tradicionales espacios de esclarecimiento y debate público.
Las redes y la segmentación informativa son excelentes herramientas,
pero fragmentan el entendimiento ciudadano sobre el conjunto de las políticas y
el propio sentido de solidaridad nacional. Reforzar con un poco de sangre en
las venas y una mejor articulación política al bloque de gobierno no sería mala
idea. Tampoco que la oposición siguiera un camino parecido, para darle reales
opciones a la democracia con alternativas no disruptivas sino mejoradoras,
buscando la recuperación de la confianza en el país.
El viejo camino, conservador y arcaico, está agotado. Las
investigaciones sobre la corrupción están mostrando la profundidad que tenían
los vínculos espurios de la Corporación de la Decadencia: Presidentes,
Ministros, Secretarios de Estado, empresarios -grandes, medianos y chicos-,
jueces, comunicadores, gobernadores, intendentes… hasta carteles de
narcotráfico, choferes, jardineros y secretarias.
Del otro lado, las semillas de la Argentina exitosa, progresista y
moderna. Buscando afanosamente, aún con medidas fallidas que deben corregirse y
se corrigen, que las cosas salgan bien, trabajando tenazmente desde las
iniciativas particulares como en tiempos en que se hizo el progreso del país.
Invirtiendo y apurando la maduración de los grandes proyectos energéticos.
Modernizando aceleradamente la infraestructura social y productiva. Sosteniendo
a pesar de la crisis el mayor gasto social de la historia argentina. Y mientras
tanto, dialogando, aún con los más tenaces rivales.
Simplemente, porque aunque puedan existir otros equipos de gobierno u
otros partidos gestionando el poder -y así debe entenderse la democracia- y
aunque todas las medidas de gobierno sean mejorables -que seguramente lo son-,
en el rumbo grande del país no existen otras alternativas.
Ricardo Lafferriere
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