miércoles, 24 de agosto de 2022

LA DEFENSA DE CFK

 



Muy poco se puede agregar a lo ya dicho con respecto al juicio contra la ex presidenta CFK y un grupo de funcionarios y allegados.

La reflexión que sigue está abierta, porque confieso no haber podido comprender la congruencia de los dichos de la Vicepresidenta con los principios que sostiene el estado de derecho. La resistencia de un personaje importante a someterse a la ley y la justicia da por tierra con las construcciones teóricas sobre la naturaleza del poder democrático, la pirámide jurídica y la vigencia de la ley como marco supremo de convivencia en paz.

Es obvio que no se trata de esperar la actitud de Sócrates bebiendo la cicuta aun estando convencido de la injusticia de la sanción, que por cierto no es este caso. La auto eximición es impune, aún en nuestro Código Penal. Nadie puede saber lo que habita en lo profundo de pensamiento y sentimiento de otra persona. Cada delincuente tiene sus motivos, que desde su valores justifican su accionar delictivo. CKF puede estar íntimamente convencida que hizo el bien actuando como actuó y eso es comprensible y hasta respetable.

El problema surge cuando esa convicción choca duramente con lo que la sociedad considera compatible con un comportamiento valioso y, al contrario, opina que esa conducta -autojustificada, como lo son todas las conductas en la convicción de cada delincuente- es perjudicial para la convivencia y debe ser evitada y sancionada.

Las leyes penales -que son islotes de excepción en el principio de la libertad de las personas, definiendo las conductas que no son toleradas por el conjunto- tienen esa misión: hacer posible la convivencia en cualquier orden social.

Hay entonces tres conceptos en juego. El primero es la clara determinación del conjunto social que, a través de las leyes sancionadas por los representantes de los ciudadanos y por el procedimiento que éstas establecen para garantizar los derechos fundamentales de todos, delincuentes o no, define qué actitudes considera disvaliosas y en consecuencia no las tolera y las sanciona.

Cada persona puede considerar a cada ley como injusta y proponer cambiarla -tampoco es este el caso-, pero mientras esté vigente es obligación respetarla si se desea convivir con los demás. De nuevo: Sócrates bebió voluntariamente la cicuta que lo mató, aún a conciencia que su sentencia a muerte era injusta, porque el respeto a las leyes era más importante que su creencia o convicción.

El segundo es el principio de la democracia. Tampoco es un armado rígido y eterno. Las distintas formas que ha adoptado la democracia a través de historia y geografía indica que es nada más que un mecanismo instrumental para definir cómo se ejerce el poder, cuáles son sus límites, cómo se sancionan las normas, cómo se las ejecuta y cómo se las aplica. El valioso diseño de los tres poderes logra este equilibrio para que el sentir y deseo de la mayoría de los ciudadanos defina qué es permitido y qué no lo es, y las formas de sancionar a quienes cometan los hechos que la sociedad no tolera.

El tercero es el de la igualdad de los ciudadanos ante la ley, principio éste que se abrió camino luego de luchas de diversa intensidad hasta nuestros días, en los que su perfeccionamiento motoriza reclamos y afortunadamente ha logrado resultados impensables hasta hace no muchos años: el sufragio libre igualitario, los derechos civiles y luego políticos de la mujer, la prohibición de la discriminación, la igualdad de trato a los diversos géneros, y otras aspiraciones que marchan en el mismo sentido. En su forma más básica, prístina y contundente, está grabado en el art. 16 de nuestra Constitución: en la Nación Argentina “todos sus habitantes son iguales ante la ley”. Y en las estrofas que entonamos desde niños: “Ved el trono a la noble igualdad”.

Los ciudadanos argentinos han sancionado y jurado su Constitución Nacional. Ella determina como son elegidos sus representantes para dictar las leyes, cómo un presidente para que las haga cumplir y cómo a jueces para que sancionen los incumplimientos.

Entre esas leyes están las normas penales, las que ha sido probado en forma pública y contundente haber sido violadas por los imputados.

Los imputados, a su vez, han sido tratados con muchísima más enjundia y cuidadoso cumplimiento de las formalidades legales que a cualquier ciudadano de a pie  y le han sido garantizados sus derechos inalienables, entre los cuales está la presunción de inocencia, el debido proceso, su derecho de defensa y la vigencia de las reglas procesales sancionadas por los  legisladores para que el proceso penal garantice no sólo las aspiraciones de la sociedad a que sus normas sean cumplidas sino también los derechos constitucionales de los imputados.

En consecuencia, la actitud de la imputada CFK está fuera del orden constitucional, fuera de la ley penal y fuera de la ley procesal. La actitud de los magistrados, por el contrario, ha sido impecable, tolerando mucho más de lo que se le hubiera tolerado a cualquier argentino con acusaciones y pruebas parecidas.

Pero aún presumiendo una alteración cognitiva en la principal imputada, tanto o más grave es el comportamiento de otros actores: legisladores, dirigentes, gremialistas e incluso ciudadanos que la han votado y la siguen apoyando. No estamos en la primera mitad del siglo XX, cuando masas irracionales seguían a sus líderes aún a las atrocidades más repudiables. Estamos en el siglo del conocimiento, de la interacción general por las redes sociales, en la reafirmación de la conciencia y la responsabilidad individual y en la reivindicación de los derechos ciudadanos, aún los tradicionalmente negados tras el velo de costumbres ancestrales.

 En este proceso no se discuten ideologías políticas sino comisión de delitos. Las ideologías se discuten en los procesos electorales. En los juicios penales el debate versa sobre hechos delictivos, sus autores y sus eventuales sanciones. No son los dirigentes, ni los gremialistas, ni los ciudadanos de a pie los que participan ni deben participar de estos debates. Es misión de los jueces.

Son campos diversos, que no pueden superponerse so pena de retrotraer la convivencia a tiempos pre-constituyentes, cuando los caudillos con poder decidían sobre vida, muerte y patrimonio de las personas y cuando esos mismos caudillos confundían lo público con lo privado y el presupuesto público con su propio patrimonio.

No queremos volver a eso. Al contrario, queremos avanzar hacia una sociedad más fuerte, con leyes cumplidas por todos, sin privilegios de ninguna índole, en la que rija en plenitud el pacto constituyente y las leyes que se dicten en su ámbito. Y también suturar la profunda herida que sufre el país.

El requisito hacia la oposición es separar “la paja del trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan la convivencia. El país requiere reconstruir espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas reprimidas de la Argentina.

RICARDO LAFFERRIERE

 

jueves, 11 de agosto de 2022

El dólar, curioso símbolo de la impotencia y de la sensatez de los argentinos

 



Desde la perspectiva de las personas comunes, en una economía crecientemente globalizada y con productos fabricados en cadenas globales o que llegan a esos mercados, las tasas de cambio deberían tener un alto grado de estabilidad en el corto plazo como condición para la estabilidad política.

El dinero, en su carácter de reserva de valor, no debería tener oscilaciones que generen incertidumbres en los millones de actores económicos que conforman el gran “mercado”, que son los ciudadanos. Una alteración brusca o una incertidumbre mayor sobre su evolución implica privar a la moneda de su condición de reserva confiable de valor, la que naturalmente será buscada en el bien que sí lo haga. La alternativa que en la concepción de las personas ofrece más esa cualidad es la divisa de mayor transabilidad y percibida como de mayor fortaleza, la que en la Argentina es el dólar americano.

De esta afirmación, confirmada por la realidad, se desprende una consecuencia que obliga a una profunda reflexión sobre los mecanismos tradicionales con que la política económica valoraba el tipo de cambio. En efecto, éste ya no es sólo “uno más de los precios de la economía”.  Tampoco es sólo una moneda de transacciones internacionales, sea para comprar o vender bienes con producción final fuera del país, sea para operaciones financieras que atraviesen las fronteras. Por el contrario, ante una extrema volatilidad del valor de la moneda nacional, despojada ya de su credibilidad y condición de reserva de valor, las personas acuden al mecanismo que más cerca tienen para preservar sus ingresos. Compran dólares. Personalmente he sido testigo de jubilados con la mínima, frente al cajero de un banco al momento de cobrar su jubilación, pidiéndole comprar 10 dólares -que era su ahorro mensual- con los ínfimos pesos que calculaba ahorrar.

¿Es especulación? ¿Es de los grandes, los medianos, los chicos? Tiendo a pensar que es una medida defensiva, y que la efectúan todos. Y que es lógica y defendible, porque defienden su dinero, que es el fruto de su esfuerzo. Otra cosa es convertir la inestabilidad en un arma política, desgraciada práctica que también puede darse cuando quien tiene recursos disponibles en momentos especialmente sensibles del mercado, realiza operaciones desvinculadas de la marcha de la economía, con fines políticos o especulativos. No es imposible. Hasta una moneda tan fuerte como la libra esterlina pudo ser atacada, en un determinado momento, por la decisión de un inversor particular, George Soros, provocando su imprevista devaluación.

Pero el gran público no conoce -ni tiene por qué conocer- las complejas filigranas de los grandes mercados. Simplemente busca preservar su pequeña o gran riqueza, sea su sueldo, su capital transaccional de trabajo, o su ahorro con algún grado de liquidez. De ahí que uno de los principios fundamentales que aplica el “saber ortodoxo” sobre este tema, la “libertad cambiaria total”, es incompatible con el estado de desconfianza que, coyuntural o estructuralmente, sea atribuida a una moneda nacional.

Defender la moneda es entonces una responsabilidad pública central e irrenunciable, porque es defender a cada ciudadano. No sería buena idea aferrarse dogmáticamente a la “flotación libre”, obsesión de los economistas del FMI, como tampoco a la ficción de un valor de la divisa sólo al alcance de quienes el poder decida, ya que una u otra actitud generan distorsiones que termina pagando toda la economía y todos los argentinos. Tanto la discrecionalidad del poder como la volatilidad extrema de la moneda la convierte en inexistente de cara a su función de preservación de valor de la riqueza de los particulares, y por lo tanto no puede dejarse a la deriva de especuladores o de inescrupulosos combatientes por el poder.

Cierto es que cuando hay déficit y deudas contraídas con el mercado global -ahí estamos, por decisión propia y beneficios estratégicos- las reglas de juego no las fija el deudor a su gusto, sino que éste debe cumplir las existentes. Lo cierto es que la última renegociación con el FMI encontró en el organismo internacional una disposición al acuerdo imprevista según sus antecedentes. Las laxas metas son muchísimo más flexibles que cualquiera otorgada a ningún país con anterioridad, y la incapacidad de cumplirlas sería una terrible noticia, no ya para el gobierno sino para la Argentina, con este gobierno o con los que le sigan.

La Constitución Nacional -mediados del siglo XIX- atribuyó al Congreso la potestad de fijar el valor de la moneda, tan importante era como demostración del respeto a la propiedad privada, garantizada en los artículos 17, 14 y otros de su articulado. La norma ha quedado “demodé”, aunque sus resabios aún vigentes siguen manteniéndose simbólicamente en un poder que también se ha ido convirtiendo en cada vez más simbólico, el parlamento. En los hechos, hoy el valor de la moneda es el resultado de muchas variables que no pasan por decisiones directas del poder público y ni siquiera es definida por actores del país.

Hoy se juntan en la Argentina varias vertientes de inestabilidad, pero dos principales. La vertiente global, que a su vez tiene fuerzas “negativas” -la huida de capitales volátiles que ven más seguridad en economías más estables para realizar ganancias de corto plazo-, y positivas: el acceso a un mercado gigante para nuestros productos y la propia acción de la política económica global, que ha tendido una mano de ayuda sustancialmente mayor a la que negó en la crisis del 2001, cuando nos empujó al abismo;  y la vertiente local, que muestra a los argentinos con la necesidad de preservar sus ingresos, ahorros o capitales en un mecanismo de reserva de valor más consistente que su moneda.

Sin embargo, también en este campo hay dos fuerzas opuestas: quienes desean poner en caja las finanzas públicas como forma de defender la moneda nacional ante el ataque y la desconfianza, curiosamente mayoritarios en la oposición, y quienes al contrario desean mantener la inestabilidad y la desconfianza, sea por razones políticas -como el conmocionante episodio de las coimas que avanza judicialmente en forma inexorable hacia su máxima responsable, acercándose ya también a actores institucionales del sector financiero, y la aproximación de las elecciones- o por razones económicas: maximizar las ganancias especulativas aprovechando el río revuelto. La otra curiosidad es que éstos están más cerca del gobierno. Pero también están los miles de compatriotas honestos, gente común que sólo buscan -como está dicho- no ser “licuados” por la lucha entre titanes. Y aunque sea, sobrevivir.

¿Qué puede hacer el país ante esta situación?

Para no buscar inventar la pólvora, tal vez convenga echar una mirada al mundo. No estamos atados -como Grecia- a una moneda internacional que no se devalúe, ni tampoco integramos una economía sólida, como la europea. No tenemos poder para imponer respeto tácita o expresamente respaldado por la fuerza militar, como EEUU. Tenemos un fuerte orgullo nacional, pero ahorramos en la divisa norteamericana, país del que sin embargo somos recelosos por razones culturales. Nuestra experiencia dolarizadora de los 90 no tuvo un final exitoso, al resultar incompatible con el desequilibrio creciente de las finanzas públicas y mantener una extrema rigidez sin válvulas de escape ante la valorización de la moneda americana en esos años, lo que agregó el componente terminal del desequilibrio comercial. El entorno regional nos muestra ejemplos diferentes, con sociedades que no funcionan -ni reaccionan- igual que la nuestra. No somos Chile, ni Brasil, ni Uruguay, ni Paraguay, ni Bolivia, cuyas economías, a pesar del abanico “ideológico” de sus gobiernos, han asumido la importancia estratégica de la ortodoxia fiscal y defensa de su moneda.

En lo profundo de la inestabilidad está la concepción del Estado como botín de guerra e instrumento de lucha política, liberado de molestos controles legales y al acceso de bandas de amigos, esos que tantas veces hemos definido como la “Coalición de la Decadencia”.

El camino que quizás más pueda iluminarnos es buscar una salida hacia un funcionamiento económico bimonetario permitiendo la utilización indistinta de la moneda propia y de la divisa en las transacciones internas, con una equivalencia tranquila asegurada por el equilibrio fiscal y una macroeconomía consistente. Tal vez habría que reflexionar sobre esa alternativa, recordando que la cantidad de activos en dólares en manos de argentinos es hoy más de cuatro veces el equivalente en moneda nacional, permaneciendo inmovilizado o subutilizado. Esos recursos volcados a la dinámica económica productiva nos permitirían dar un gran salto adelante. El desafío es generarle a sus titulares la confianza absoluta que no serán robados.

El peso en Argentina ha quedado reducido a una moneda transaccional, convertido en un campo de batalla de especuladores de ganancia fácil arbitrando entre tasas, bonos y divisa, en el que siempre pierde el salario. Para ahorro, inversión y reserva de valor, los argentinos utilizan abrumadoramente el dólar, en gran medida productivamente inmovilizado. Alcanza con observar el movimiento del mercado inmobiliario, para confirmarlo. No existen valores en otra moneda que el dólar. De cualquier manera, para éste u otro camino, la solvencia fiscal y externa son requisitos ineludibles sobre los cuales construir la confianza que permitirá tomar decisiones de ahorro, inversión y endeudamiento a tasas razonables. Y es justamente la solvencia fiscal la “parte dura” del camino. Para lograrla se requiere profesionalidad en los actores, pero también decisión para poner en caja a quienes reciben los recursos fáciles en todos los escalones sociales: banqueros, empresarios paniaguados, organizaciones piqueteras, planeros y aún las clases medias.

La sociedad necesita también creer en su sistema institucional, que hoy no transmite convicción de solidez, especialmente en la persistencia de la impunidad por gran parte del saqueo. Podría responderse que éste no es un tema económico. Sin embargo, lo es. Quienes compran dólares “minoristas” por incertidumbre sobre lo que puede pasar, moderarían su actitud si se sintieran viviendo en un país en el que los delincuentes fueran tratados como tales -en lugar de protegerse en fueros especiales o someterse a privilegios procesales que terminan cubriendo su impunidad-. Invertirían con mayor entusiasmo y confiarían en su emprendimiento, no sólo los argentinos sino el mundo. Tampoco esto es sencillo. Numerosos políticos, empresarios, gremialistas, comunicadores y hasta jueces que aún forman parte del Poder Judicial y están protegidos por su estabilidad constitucional formaron -o forman aún…- parte de ese entramado mafioso cuya extensión y profundidad no tiene parangón en las sociedades modernas.

El camino no sería tan complicado en una sociedad política con diálogo. La moneda es un campo que en sociedades maduras concita la coincidencia de sus fuerzas políticas más importantes y no un territorio de disputa constante. En nuestro país, aunque el diálogo existe, está contaminado por los coletazos de la gigantesca corrupción, que condiciona la posibilidad de acuerdos entre los sectores más lúcidos de la política, los que se encuentran en una dinámica turbulenta cada uno en su propio espacio limitante de su capacidad de aporte.

Sin embargo, hay aún reservas de patriotismo en todos lados. Son mayoría, especialmente entre las nuevas generaciones, los periodistas, políticos, gremialistas, empresarios y jueces que no tienen complicidad con el pasado que nos avergüenza y quieren comenzar a vivir en un país sano. Por eso, aunque todo parezca complicado, la peor actitud sería la de no conversar entre nosotros, resignarnos o aislarnos.

El requisito hacia la oposición es separar “la paja del trigo”, evitando considerar corrupto a todo el oficialismo. Y el requisito hacia el oficialismo es dejar trabajar a la justicia, terminando con las solidaridades mafiosas que degradan a todos. Ambas actitudes dinamitan el diálogo, imposible si la intolerancia tiene un real fundamento ético. Pero todo lo demás debe encontrar espacios de diálogo, confrontación sana de ideas, esfuerzo intelectual y patriotismo para encontrar los mejores mecanismos para liberar las gigantescas fuerzas productivas de la Argentina.

No estamos “condenados al éxito”, pero tenemos todas las posibilidades de lograrlo si enfrentamos la realidad, nos proponemos una meta y ponemos en ella pasión nacional.

Ricardo Lafferriere