La situación de Argentina, compleja y cuasi terminal, obliga a incorporar al análisis una mirada abarcativa e integral. No es sólo lo económico: el momento muestra crisis política, cultural, ética. Esa crisis polifacética necesariamente requiere una comprensión multidimensional.
Cien años de caída no son gratis. Dejan cicatrices en la capacidad
de comprensión, acostumbran a lo que debiera ser excepcional y extienden la
resignación. En los grupos más activos y convencidos, endurece las posiciones
respectivas quitando flexibilidad a unos y otros. Eso daña aún más la
convivencia y hace más complicado acordar salidas. Cada uno suele ver en el
otro sus perfiles más negativos y endurece la intransigencia de las propias
miradas.
La historia muestra que en estos casos, no hay soluciones
puras. Ni las ortodoxias económicas, ni las políticas, ni las culturales, ni
las éticas. Lo que puede sonar horroroso en tiempo normales, deja de serlo cuando
se llega al borde de la propia existencia.
Difícilmente pueda salirse de una crisis multidimensional
como la argentina sin la preeminencia de un liderazgo político -impuesto o
electo- en condiciones de disciplinar y alinear a los actores. Si algo conserva
aún la Argentina es el rito recuperado de elegir liderazgos en procesos
electivos. No es un logro menor, habida cuenta de los atajos autoritarios a que
recurrido en su historia.
Sin embargo, el deterioro de las fuerzas políticas les ha
impedido cumplir con su cometido más importante: generar liderazgos
democráticos. La presión corporativa, la declinación ético-cultural y la propia
inercia decadente esterilizó estos almácigos dirigenciales que debieran ser los
partidos políticos, aplastando a sus brotes más sanos por la inmisericorde
presión de las malezas.
Los liderazgos surgentes, entonces, carecen del “cursus
honorum” exigidos por las democracias estables y virtuosas. Es un dato, frente
al que poco puede hacerse sino tomarlo como una inexorabilidad.
Nos queda, en un extremo, la necesidad de conducción que
evite la anarquía a la que conduce la caída sin freno. En el otro, liderazgos que
no nacen de procesos maduros de experiencia, estudio, compromiso y virtudes,
sino de la angustiante necesidad del cuerpo social, cercana a la desesperación,
de frenar la decadencia y reordenar la convivencia para retomar la marcha.
En el proceso, valiosos reclamos y miradas prudentes suelen
ser desplazados frente a las urgencias críticas. Ahí quedarán, para tiempos
posteriores, conservando su esencial justicia para cuando esa justicia sea
posible. El torrente ordenancista arrastrará lo que encuentre a su paso, con el
respaldo en gran medida irreflexivo de mayorías angustiadas.
Las exigencias de madurez institucional, de matices en la
economía, de proporcionalidad en las medidas, de rigor ético, siguen existiendo
y condimentando el proceso social, pero cediendo por la fuerza de los hechos
ante la gravedad que no tolera “medias tintas”, tal vez justas pero sin espacio
y sin tiempo.
Si el proceso resulta ser virtuoso, el liderazgo aprenderá sobre
la marcha a separar lo principal de lo accesorio, a comprender a los sectores, a
moderar las urgencias y matizar sus discursos. Si por el contrario, es vicioso,
la caída o el retroceso volverá con más fuerza, tal vez para una etapa
terminal.
No hay forma de conocer el futuro, de ahí la angustia de
quienes tienen convicciones diferentes y discrepan total o parcialmente con el
rumbo adoptado. Quizás el mejor aporte que puedan hacer es expresar sus recelos
sin tono de trinchera, aceptando con humildad que la mayoría -supremo juez de
una convivencia democrática- ha fijado un rumbo diferente, y dejando con buena
fe y mejor talante su opinión y consejo, sin ponerse frente al torrente que terminará
aplastándolo. Mucho menos tratar de frenarlo. “Vox populi, vox Dei”...
No significa dejar valores de lado: al contrario, significa
sublimarlos e insertarlos en la tolerancia democrática, preservándose para tomar
eventualmente el timón ante un fracaso y preparándose para aportar lo mejor
para perfeccionar y emprolijar el resultado, si fuera exitoso pero
insuficiente. Al final, todo en la vida es insuficiente y siempre quedan cosas
por hacer.
Lo que tal vez menos sirva sea impostar errores de forma,
volverse intransigentes frente a minucias, asumir actitudes arrogantes o hasta
no comprender que verdades que consideraba ya incorporadas a la cultura
colectiva, esa misma cultura colectiva no las adopta como centrales; y que será
necesario retomar la prédica, el trabajo, la lucha tesonera, para que vuelvan a
ser valores incorporados a la conciencia ético-política de la mayoría para
cuando elija sus futuros liderazgos.
Como que robar no está bien, que la ley está para ser
respetada, que los delitos -grandes y chicos- deben ser sancionados, que no existe
convivencia cualitativamente superior al estado de derecho y que lo que une a
una sociedad por encima de las distintas visiones y creencias de sus miembros
es la solidaridad nacional, o sea el patriotismo.
Ricardo Lafferriere
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