En su libro “Principios para enfrentarse al Nuevo Orden Mundial”, Ray Dalio -prestigioso inversionista titular de la firma “Bridgewater Associates”- realiza un magistral abordaje a las diferencias de estilo entre la práctica norteamericana y la china. Luego de sostener que ese contencioso está marcando y marcará por varios lustros el ritmo de la evolución global, expresa las dos formas de trabajo en que los liderazgos políticos enfrentan su gestión. Cualquiera de ambos tiene atractivos para los inversores, a condición de conocer y seguir sus reglas.
En el caso americano, el individualismo no
sólo impregna su Constitución y sus creencias más profundas. En ese individualismo
caben todas las maneras de ver el mundo y de actuar en él, donde el “piedra
libre” alcanza desde las corporaciones más grandes hasta las iniciativas más
pequeñas de los emprendedores, muchos de ellos inmigrantes centro (o latino-)
americanos expulsados de sus países y exitosos en el de adopción. Una sociedad
que permite y respeta a las minorías y modas más insólitas, que luego se
extienden a todo el mundo occidental.
En el chino, por el contrario, su estilo es el
del pensamiento a largo plazo, organicista si se quiere, pero privilegiando al
conjunto -la familia, el partido, el país- y planificando objetivos medidos en
décadas, cuando no en siglos. El propio Deng Xiao Ping, iniciador de la
modernización y el “milagro” chino, dejó el liderazgo a sus sucesores fijando,
ya en 1980, las metas para un cuarto de siglo y para mediados del siglo XXI: multiplicar
por cuatro su PBI para fines del siglo XX -lo logró en 1995- y llegar al 2050
con el mismo nivel de vida para toda su población que el de los países
occidentales medianamente desarrollados. Van encaminados.
¿Cuál es nuestro “estilo”? O más sutil aún
¿tenemos un “estilo”?
Como con aguda intuición lo desarrollara hace
un par de décadas Daniel Larriqueta en sus dos libros “La Argentina imperial” y
“La Argentina renegada”, nuestro país no tiene una herencia unívoca sino dos:
la originaria, que él denominaba “tucumanesa”, estamental y organicista, que
fue el resultado del trasplante de los reinos medioevales europeos de tiempos
de los Austria en épocas de la conquista y la colonización temprana y que
terminó haciendo simbiosis con las civilizaciones autocráticas indígenas del
Perú; y la “atlántica”, que llegó con las revoluciones burguesas-liberales-independentistas
de los siglos XVIII y XIX, cuando el absolutismo medioeval fue sucedido por el
tiempo de las leyes, la limitación del poder, las Constituciones, los “códigos”
y, en fin, por la modernidad. La revolución emancipadora -abierta y liberal-
desalojó del poder a la vieja sociedad colonial, cerrada y estamental. La Constitución y luego la llegada de los inmigrantes parecieron marcar el triunfo definitivo de la Argentina atlántica,
pero fue un espejismo que duró hasta el retorno del país cerrado que duraría un
siglo, desde los años 30 del siglo XX hasta hoy.
Esas dos improntas aún conviven como herencias
genéticas en nuestra sociedad, obviamente con impregnaciones recíprocas, pero
predominando ora una, ora otra, sin terminar de definir un “estilo” que pueda
entenderse como caracterizador de la Argentina.
La creatividad popular lo expresa a menudo con
el conocido apotegma que presuntamente nos define: africanos que quieren vivir
como europeos, pagar impuestos como en Burundi pero recibir servicios públicos
como en España, tener la libertad de iniciativa de EEUU pero con un Estado que
regule y controle todo lo que pueda -a los demás...-, admiradores del Che Guevara
pero reclamantes de “mano dura, que ponga orden”, aunque a la vez resistentes a
cualquier autoridad legal, aún las que actúan dentro de sus competencias.
Por no hablar de la inmisericorde calificación
de sus gobiernos. De la Rúa era “estirado, distante, le faltaba calle”. Pero
Milei es un “payaso” que “no respeta la investidura que inviste, como Menem”.
Alfonsín “no sabía nada de economía” -aunque debió soportar 13 paros
generales-... y Macri “un niño bien que no le gustaba trabajar”. A eso suele reducirse la política, donde la
reflexión y el debate sobre los años que vienen -y sobre la comprensión de los
datos de la realidad- suelen estar ausentes de la discusión, impidiendo cualquier
mirada estratégica compartida y dejando en manos del destino lo que pueda
pasar. Mucho menos gestar un consenso estratégico nacional.
Esa calidad del debate -el que se da en lo “público”,
el que encuadra las acciones de quienes deben gobernar, y al que no son ajenos
los diseñadores de escenario mediático- se acerca más al estilo americano que
al chino. El bochornoso tratamiento de la ley de “Bases...”, por unos y otros, muestra
este aquelarre.
¿Es esto bueno o malo, para atraer inversores -en
términos de Dalio- e incluso para convivir? Mi respuesta: es contradictorio y auto
bloqueante. En el estilo americano, individualista, el reclamo al Estado es
mínimo, casi inexistente, mientras que en Argentina el individualismo tiene
frente al Estado una actitud bifronte: quiere que haga todo, pero que no se
meta en nada. Que dé salud pública y seguridad, pero que no cobre impuestos. Que
dé jubilaciones a todos, pero que no recaude aportes. Que garantice la
educación, pero que no exija rigor académico ni docente. Que no tenga déficit
público, pero que no se desprenda de empresas ultra-deficitarias, innecesarias para
la gestión ni limite el gasto. Que respete el federalismo pero que mantenga los
envíos de fondos extra-coparticipables a las provincias. Que frene la
inflación, pero sin bajar gastos ni cobrar más impuestos.
También es contradictorio y auto bloqueante si
lo cotejamos con el estilo chino, que cosecha admiradores por su capacidad de
crecimiento, planificación, fijación de objetivos y eficiencia. Pero que
también -debemos recordarlo- no admite el derecho de huelga, ni la disidencia
política, ni la libertad de opinión alternativa al Partido Comunista de China,
ni el cuestionamiento al poder sea por los ciudadanos de a pie, sea por los
grandes empresarios a los que disciplina en forma hasta grotesca cuando según
su criterio se apartan de los objetivos del gobierno. O sea, una libertad
acotada sólo admisible dentro del sistema, que no afecte las metas definidas
por el poder tanto en lo público como en temas inherentes a la vida privadas.
Puestos a buscar similitudes, los partidos “republicanos”
argentinos -libertarios, radicales, pro, socialistas- se reflejan en el
pluralismo de los partidos occidentales de los países desarrollados, aunque sin
su aceptable disciplina interna, mientras que el justicialismo tiene un “acuerdo
estratégico” con el Partido Comunista de China, firmado hace algún tiempo por
Gildo Insfrán, en su carácter de -entonces- vicepresidente de esa fuerza.
Ninguna de esas afinidades tampoco dice mucho, en ninguno de ambos casos. En el
primero, porque la ortodoxa disciplina económica y política de los partidos
occidentales de todo el arco ideológico es mediatizada hasta el cansancio por
los locales, y en el segundo porque la planificación esencial del modelo chino
no es precisamente una virtud del justicialismo, que a esta altura no tiene
idea -y si la tiene, no la expresa- de las metas y objetivos que postula para
el país para las próximas décadas, o años.
En suma, la Argentina es un misterio
politológico. Y así le va. Sin orientaciones claras en su rumbo estratégico,
marcha a los tumbos administrando coyunturas nada más que para subsistir. Su
política se edifica en consignas infantiles sin conclusiones proyectuales. Su estilo
es inexistente y, en todo caso, también es un misterio hasta cuándo el
conglomerado de personas que vive en su territorio se tolerará recíprocamente formando
un pueblo. Tal es el deterioro que se entusiasma con la novedad de un discurso de
casi dos siglos de antigüedad y un estilo que destila chabacanería, el que sin
embargo es admirado por “popular”, como lo fuera el (¿distinto?) de las
groserías artísticas y “culturales” de la gestión anterior kirchnerista.
Hay voces lúcidas -y muchas- en nuestro país
en su espacio público y aún político. Aún asumiendo la injusticia inherente a
todas las generalizaciones, asombra sin embargo su incapacidad para gestar,
como estamento, un proyecto común de largo plazo. En esa marcha, llega a
nosotros el mundo con su nuevo paradigma, el que supera las lecturas anteriores
y altera la “geografía ideológica” llevando a las viejas izquierdas a alianzas ultramontanas
y las viejas derechas a ser a veces el único refugio de antiguos progresistas.
Nunca el futuro -lejano y cercano- ha sido tan imprevisible.
Ricardo Lafferriere
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