El método de las contradicciones es ya escasamente utilizado
en los análisis sociopolíticos. La llegada de la posmodernidad, licuando las
fronteras entre clases y fragmentándolas casi hasta el infinito, derrumbó
epistemológicamente lo que aún podría brindar para orientar la interpretación
de los problemas sociales. Sin embargo, si algo de él pudiera utilizarse para
indagar los choques sociales de la Argentina actual, está muy claro que muy
pocas similitudes existen, en términos de “clases” y “contradicciones” entre el
país que vivimos al promediar la segunda década del siglo XXI con el que
existía en 1983, en 1995 o incluso en 2002. Ni hablar de la Argentina de la
primera mitad del siglo XX, con el mundo atravesando las grandes guerras o la
segunda mitad, con la bipolaridad marcando las características de la dinámica
global –y gran parte de la nacional-.
Hoy la realidad muestra en todo caso un gran contencioso
diferente. La modernización del país no tiene como rivales a los sectores
agropecuarios, al movimiento obrero, los
militares o los partidos políticos –aún el peronismo-. En estos pocos meses
transcurridos con la nueva gestión, en los que se han producido cambios
radicales en las bases económicas y políticas del país, estos sectores han sido
protagonistas de acuerdos plurales, expresos y tácitos, que alcanzaron al gobierno,
los gobernadores, los bloques legislativos –en los que la oposición tiene clara
mayoría-, los sindicatos y hasta los vínculos externos dinámicos de la
economía.
No ha sido ni es de ellos desde donde ha surgido la mayor oposición
al cambio. Al contrario, con una pluralidad admirable han convivido en el campo
del progreso, poniendo sufridamente el hombro en la búsqueda de un país mejor.
Han ayudado a aprobar leyes, a designar jueces, a arreglar los mecanismos de la
deuda y hasta a trabajar para aislar a los violentos, aún a costa de precios
políticos ineludibles ante el diferente ritmo entre la realidad que sale a la
luz inexorable y la toma de conciencia mayoritaria sobre ella.
Es otro el campo reaccionario, y en él se notan dos grandes
agregados: los que perdieron el botín y los que están perdiendo las prebendas. Sobre
los primeros, avanza la justicia. Sobre los segundos, el desmantelamiento de
sus prácticas oligopólicas y casi mafiosas. Ninguno de ambos está feliz y, por
el contrario, dan una lucha feroz y por momentos salvaje e inmisericorde.
Junto a ellos crujen los entrelazados corporativos y
delictivos que conformaron el país corrupto y estancado de la decadencia. Las
redes policiales, políticas, judiciales y hasta empresariales del narcotráfico
y el delito organizado, los empresarios “protegidos” que cooptaron los
escalones públicos, entre los cuales las obras públicas y la Aduana son centrales,
los acuerdos oligopólicos internos escondidos tras falsas banderas
proteccionistas, las estructuras políticas corrompidas en simbiosis con los
agentes locales de lo peor del mundo, ocultos tras los estandartes de algunos –pocos-
movimientos sociales, las mafias policiales en simbiosis con el delito
organizado, esos son –en la realidad- quienes buscan desesperadamente frenar el
torrente del cambio.
El gobierno se encuentra hoy, por esos albures de la
historia, con la responsabilidad de liderar este proceso. No debiera caer en la
tentación de confundir lo grande con lo pequeño. Lo grande, lo que espera la
sociedad, es consolidar el espacio del cambio, que no se agota –ni mucho menos-
en Cambiemos, entendiendo la dinámica de la democracia y que ella exige
tolerancia y disposición, incluso, a perder el gobierno en el momento en que
los ciudadanos lo decidan. Lo pequeño sería creer que el poder es propio –al estilo
K- y convertir al país en una lucha de sectas entre un oficialismo encerrado en
su carozo peleando solo contra su contrapartida del pasado, que no se reduce al
kirchnerismo residual en vías de desaparición sino que tiene una potencia aún
considerable y no siempre “en la superficie”, porque tiene una gran capacidad
para la mimetización y el “camouflage”.
Por eso es saludable el trascendido de la gran convocatoria
presidencial que filtró algún diario del fin de semana. Ya llegará el momento
de disputar electoralmente y seguramente ahí las novedades de la nueva política
nos ofrecerán un saludable espectáculo de nuevas tecnologías y formas
participativas adecuadas a los tiempos para las “luchas festivas” que son los
comicios. Pero mientras tanto, hay que gobernar y para ello el gobierno tiene
la responsabilidad de articular un bloque de cambio gigantesco, en condiciones
de superar las anclas del atraso en todos sus frentes y proyectarse en el
tiempo, continúe o no en la gestión del poder.
El piso es el estado de derecho, al que de a poco todos deben
acomodarse. No sólo debe “meter la política en la Constitución”, sino que
también debe hacerlo la justicia, los empresarios, los trabajadores, y, en fin,
la totalidad de los ciudadanos que convivimos en este país. Esta es la etapa
del “patriotismo constitucional”, que permitió a países como Alemania salir de
su dura situación de posguerra y edificar una nación exitosa, solidaria,
democrática, libre y hasta señera.
No más, entonces, “Federales y unitarios”, “radicales o
conservadores”, “peronistas o gorilas”, “alfonsinistas o golpistas”. Son ésas
las contradicciones de la historia, saldadas en su momento con mayor o menor
éxito. Las del hoy y del mañana son y serán por un tiempo la del “estado de
derecho, republicano y democrático o estado autoritario, anómico y excluyente”,
“Justicia independiente o justicia adocenada”, “ley para todos o convivencia en
la selva”. Y por debajo, estancamiento o modernidad, paz o violencia, leyes o
discrecionalidad. En suma, un país de ciudadanos, cada vez más autónomos frente
a las “clases” y las viejas divisas.
La Argentina está resolviendo su vieja agenda y recibiendo
la nueva. Tiene frente a sí decisiones similares a las que ocupan la reflexión
global: garantizar los derechos humanos antiguos y “nuevos”, proteger el ambiente,
abrir a todos posibilidades similares en la lucha por la vida, establecer un
piso de dignidad humana con independencia de la situación económica y social, articular
la agregación tecnológica y producción automatizada con necesarios ingresos
democratizados aún a pesar de la reducción del trabajo estable inherente a la
modernidad, respaldar el esfuerzo personal potenciando el “emprendedurismo”
como herramienta económico-social sostén de la democracia que viene, erradicar
el delito organizado, anular los espacios del terrorismo y la violencia, y
lograr el paso hacia el “estado de justicia”, estadio superador firmemente
asentado en su cimiento ineludible, el estado de derecho.
El pueblo argentino está dando un gran ejemplo. Está
acompañando. Tiene derecho a no ser tratado como menor de edad, a conocer todo
lo que pasa, bueno y malo y a ser informado acabadamente de los motivos de cada
decisión pública. Está sufriendo los efectos del cambio de paradigma consciente
de que existen precios dolorosos, pero también sabiendo que al final del camino
el país que viene será entusiasmante.
El maremágnum ofrecido por “el escenario”
no debe asustar. Decía Yrigoyen que “todo taller de forja parece un mundo que
se derrumba” y algo de eso hay en los estertores del viejo entramado que
resiste el cambio. Muchos argentinos lo intuyen y muchos lo saben.
Se trata, ni más ni menos, que de confiar en ellos. En un
mundo que no es ya el de las contradicciones ni el de los Estados
todopoderosos, gobernar es informar, es transparencia, es apertura, es
humildad. Al fin y al cabo, el país son sus ciudadanos, cada uno de nosotros.
Ricardo Lafferriere
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