martes, 9 de agosto de 2016

G 20, o la lucha de la política por recuperar el control

En setiembre próximo se reunirá en China el grupo que integran los países desarrollados con los que se ubican en el escalón más industrializados de los “en desarrollo”. La Argentina pertenece a ese privilegiado espacio de diseño global desde su formación, en el 2008.

Lejos ya de la posibilidad de ser expulsada del grupo –decisión que estuvo a punto de ser tomada en 2009, a raíz de las continuas provocaciones de la ex presidenta Fernández de Kirchner-, avanza la propuesta de aceptar el pedido del presidente Macri de atribuir a nuestro país la presidencia por dos años, a partir del 2018, fecha en la que está previsto que la reunión bianual se realice en Argentina.

El significado del G 20 no es menor. El enorme desequilibrio de poder que ha generado como contrapartida un creciente “desmadre” de tendencias globales decisivas, tanto en lo financiero como en los espacios cercanos a la violencia, el delito internacional y las migraciones, requiere la formación de un espacio de gobernabilidad global que lo ponga en caja.

A diferencia de las iniciativas del mundo pre-globalizado, en los que claramente existía un pequeño grupo de países con fuerte diferencia en poder –económico, militar y político- con el resto del planeta, la característica hoy es la de actores extra-estatales que han logrado una dimensión superior a muchos Estados y llegan a poner en jaque hasta a los países más importantes.

Alcanza para ejemplificar esta realidad una muy rápida observación al sector “simbólico” de las finanzas. Mientras la relación entre el Producto Global anual de todo el planeta y las operaciones financieras alcanzaba una relación de paridad hacia mediados del siglo XX, una vez lanzado el proceso globalizador desde la década de los años 70 del siglo pasado el desequilibrio ha sido constante y crecientemente acelerado.

A comienzos del siglo XXI, la relación era ya de 4 a 1. En la actualidad, frente a un estimado PB global de 70 billones de dólares, que suma todos los bienes y servicios producidos en el planeta entero durante un año completo, se encuentra un mundo de transacciones virtuales diarias que asciende a diez veces más en su valor: 700 billones, o sea una relación de 10 a 1. 

En el plano económico, el mundo ha adoptado la forma de una pirámide invertida, apoyada en una pequeña base económica-productiva que soporta un gigantesco edificio financiero, o, invirtiendo la imagen, es parecido a una enorme montaña de nieve en la que en cualquier momento un simple copo de más puede provocar una mega-avalancha de consecuencias absolutamente impredecibles.

Es un ejemplo, que sin embargo podría replicarse al campo de la seguridad –en el que billones de dólares en armamentos no pueden garantizar la vida a oficinistas en el centro de Nueva York, o a turistas en una playa francesa, o a familias destrozadas por el narcotráfico en nuestros pagos-. O en el campo ambiental, en el que el desmadre ha desatado un deterioro generalizado del aire respirable y amenaza con convertir al planeta en un páramo inhabitable en algunas décadas.

En otros tiempos, los Estados Nacionales contenían la tensión virtuosa entre las fuerzas de la economía y la racionalidad humana, que intentaba expresar la política. La globalización, inexorable e irreversible, ha superado las fronteras de los Estados, impotentes para garantizar un hábitat saludable a sus ciudadanos, pero que además ya no limitan transferencias de riquezas, ni el desplazamiento de personas, ni la organización del terrorismo, ni la persecución de la corrupción.

Hay que organizar una gobernanza planetaria en condiciones de contener las deformaciones que llegaron como consecuencias no deseadas de la globalización. Ésta sacó de la pobreza ancestral a cientos de millones de seres humanos en China, en India, en diversos países de Asia, en Brasil, y lo está haciendo en África. Fue su gran aporte positivo. Pero a la vez, fue acompañada de todos esos fenómenos que amenazan la convivencia universal y que es necesario contener.

El G 20 es el intento de construir una política planetaria. Está lejos de ser un foro para discutir el pasado: su objetivo es pararse en el presente y mirar al futuro. Alcanza para advertirlo dar una hojeada a su documento más “programático”, firmado en Londres en 2009, que constituyó un compromiso adoptado por todos sus integrantes como metas del grupo. Expresa implícitamente las miradas más avanzadas de los pensadores que conforman el “cutting edge” de la inteligencia mundial, desde neomarxistas como Ulrich Beck hasta futuristas del post-capitalismo, como Jeremy Rifkin o futuristas como Ray Kurzwail.

Una asociación que busque reconstruir una política útil, que custodie la preservación del planeta, logre la vigencia real de los derechos humanos para todos los congéneres sin dobles estándares ni conveniencias políticas, ponga en caja a las finanzas, erradique la pobreza, garantice la seguridad y consolide una convivencia en paz y libertad, es el lugar natural de los argentinos.

El camino no es lineal. Está sembrado de obstáculos montados en fuertes intereses económicos, en fuerzas terroristas, en ladrones de guante blanco, en mecanismos de lavado y corrupción, en líderes políticos de relatos y prácticas discriminantes, integristas, violentas y chauvinistas. Sin embargo, es el rumbo que la humanidad debe tomar y está tomando para hacer mejor su vida. A pesar de los Trump, los Erdogan, los ISIS, los Maduro y sus socios latioamericanos ya en desgracia, viejos rivales de otros tiempos se asocian para bucear las chances del futuro.

Para los argentinos, esta etapa en la que le tocará presidir el organismo –si los planes logran concretarse- podrá significar su reingreso a la consideración global con su imagen fundacional: la de la convocatoria “a todos los hombres del mundo” a convivir en una sociedad abierta, democrática, pujante y solidaria, ahora de dimensión planetaria.


Ricardo Lafferriere


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