Sin embargo, fue más precisamente un par de años después del
golpe de 1966 que el relato guerrillero comenzó a instalarse en el debate
político.
Quienes fuimos jóvenes en esos tiempos recordamos las
interminables discusiones con los grupos “ultras”, que con diversos matices se
desarrollaron principalmente en las Universidades.
Las causas fueron diversas y concatenadas. No hubo sólo una.
La interrupción constitucional de 1966 fue, sin dudas, un hito decisivo, que
dejó varios saldos. El primero fue la sensación de que un proceso democrático
era endeble si no se encontraba sostenido por una fuerte base que superara las
tradicionales divisiones agonales de la política argentina.
Era imposible sostener un sistema democrático si un sector
importante de la política conspiraba contra él. En ese caso, fue gran parte del
peronismo, con las burocracias gremiales y el propio jefe del movimiento
peronista sumado a la conspiración. Tal vez era explicable: discusiones al
margen sobre la situación de la democracia republicana en 1955, lo cierto es
que la oposición en bloque –radicales, socialistas, comunistas, conservadores,
Iglesia- se había sumado a la Revolución Libertadora que terminó con el gobierno
peronista y las heridas estaban aún abiertas.
Luego de esos años de fuerte inestabilidad que
transcurrieron de 1955 a 1966, quedó claro que el resentimiento y la división,
fuere o no justificada, no era funcional a la reconstrucción democrática en el
país. Y comenzó a gestarse en las universidades y en las calles una gran
confluencia sostenida por los estudiantes reformistas en el primer caso, y por
la “CGT de los argentinos” en el segundo, hasta que logró llegar a las conducciones
en 1970 y desembocar en la conformación de “La Hora del Pueblo”, que juntó por
primera vez en quince años a los derrocados en 1955, los derrocados en 1962 y
los derrocados en 1966 en una confluencia democrática que posibilitó la salida
constitucional de 1973.
El período peronista fue, sin embargo, teñido de aquellas
semillas que se habían sembrado en los años anteriores. El relato violento,
acicateado por el fuerte ideologismo reflejo del mundo bipolar, se instaló con
fuerza agrediendo al propio gobierno democrático de Perón y su muerte precipitó
la crisis.
La lucha por el poder se hizo sangrienta. La sociedad quedó en el
medio de un fuego cruzado que enfrentó a la “Triple A” y el gobierno de Isabel
Perón con la insurgencia armada expresada por las formaciones guerrilleras.
Todo, sin embargo, había empezado con el relato violento de
años anteriores. Es que esa prédica de la muerte como consigna se instala muy fácil
cuando la democracia está ausente y con más razón lo hizo al ser acicateada por
fuerzas que tenían al mundo entero como teatro de batalla.
Así llegó 1976, donde todas las barreras éticas se rompieron
y el país vivió la orgía de sangre cuyos coletazos aún hoy sentimos.
Muchos, en esos tiempos, nos negamos a sumarnos al jolgorio
de la muerte. Seguimos levantando las banderas democráticas sin rendirnos,
sufriendo el fuego cruzado junto a la mayoría de nuestro pueblo. A la dictadura
le reclamábamos elecciones, y resistíamos a los grupos insurgentes en los
espacios militantes en los que era posible, con diferente suerte. Es que el
populismo violento es seductor, pero a la postre es impotente. Así lo
demostraron los hechos.
Esa militancia fue la base que permitió a Raúl Alfonsín
liderar un gigantesco proceso movilizador que expulsó a la Dictadura y aisló a
la guerrilla. Fue la reacción de un pueblo en marcha, despreciando los caminos
sin salida que le ofrecían los “combatientes” cuyo mensaje sólo conducía a un
enfrentamiento eterno y sangriento.
El recuerdo hoy no es casual. Está renaciendo en la
sociedad, alimentada por quienes pretenden utilizar el escudo protector de la
ideología para defenderse de delitos vergonzosos, una prédica violenta que ya
ni siquiera se esconde.
Es minoritaria, pero tiene su objetivo claro –como en los
años 70-: mimetizarse con sectores del peronismo, que mayoritariamente está
sumado al escenario democrático y quiere respaldarlo para disputar en su
momento el gobierno, porque se siente y es un partido de poder. Como cualquier
partido de poder, no le interesa que las cosas marchen mal sino lo mejor
posible, para eventualmente tener una herencia positiva sobre la que continuar
la marcha. Una profundización de la crisis afectaría, además, a los numerosos
espacios de gestión que conserva, que la sufrirían como todo el país.
No es ese, sin embargo, el propósito del relato violento:
desea acentuar la tensión, impedir el dialogo, sabotear cualquier camino
superador de los lascerantes problemas que dejaron y hundir al país en una
etapa de odio, enfrentamiento y, si fuera posible, nuevamente sangre en la
calle.
El gobierno conforma una coalición amplia, tolerante y
plural. Sin embargo, aislar a la violencia no es una tarea que pueda ni deba
emprender solo. Es el peronismo maduro, el del Perón de su último tiempo, el de
La Hora del Pueblo, el gran jugador de este proceso. En su seno se está
instalando una tensión: la de la mirada chiquita y la acción oportunista, que
confunde la lucha política con el sabotaje al gobierno para que fracase, y la
de la mirada estratégica, patriótica y superior, de convertirse en el otro gran
soporte –junto a Cambiemos, su “rival” pero también su “socio”- en la
reconstrucción de la convivencia madura de un país lanzado, con alternancia
democrática, a conquistar su futuro en paz y convivencia fructífera.
El gobierno y la oposición madura tal vez debieran
profundizar sus espacios de dialogo. El mundo no es el de hace cuatro décadas,
no hay más guerra fría ni escenario bipolar, ni “Tricontinental de La Habana”
ni “Plan Cóndor”. Tenemos una democracia vibrante y libre, con justicia independiente,
parlamento plural y una sociedad civil cada vez más sofisticada.
Pero el mundo
está muy inestable, la violencia se está extendiendo como mancha de aceite en
forma anárquica –como lo vemos en el Oriente Medio, en Europa, en México, en los
propios Estados Unidos- y daríamos una ingenua ventaja si dejamos espacio para
que los violentos de estos pagos puedan terminar abriendo sucursales del
populismo terrorista, como lo hicieron antes, abriendo una brecha de
intolerancia en nuestra sana convivencia.
Afortunadamente, no tenemos aún por acá a los Trump, los “ISIS”,
los Erdogan o los Maduro. No les dejemos espacios para que se acerquen.
Ricardo Lafferriere
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