jueves, 20 de junio de 2024

Para la polémica: la historia, la política y Milei.

Empezamos con el hoy: hace décadas que no crecemos, salvo en población y en edad.

Esto significa que con la misma riqueza debemos sostener a casi el doble de población que hace treinta años, y a cada vez más compatriotas mayores. Obviamente, la afirmación tiene la sencillez de lo matemático: la riqueza media de cada argentino es apenas la mitad que hace tres décadas.

Cierto es que muchos han logrado mantener -y aún aumentar- su riqueza disponible. A eso, alguien lo paga para cumplir con otra ley, la del promedio. Lo pagan quienes se han caído y aquellos a los que se les realiza una “mega-extracción” de su riqueza producida, fundamentalmente al campo.

También lo es que algunos se han salvado de esta lógica diabólica. Son los que logran vender su trabajo afuera, emigrando. O los que logran evadir el cerco fatídico impositivo-aduanero-cambiario, vendiendo por ejemplo servicios intangibles, que se acreditan afuera. Y los gestores “nac & pop”, que alguna vez caractericé como la “corporación de la decadencia”, que desde el gobierno o desde la oposición, desde el empresariado protegido hasta la burocracia sindical, manejan el país desde hace décadas, aunque sean los menos. Los más, han caído en la lógica del país cerrado, la resignación a la decadencia y el incremento del clientelismo, directo o disfrazado de empleo público. En cualquier caso, cobran sin aportar riqueza. Y lo saben.

Los que aportan riqueza, cada vez más asfixiados, deben además sufrir el ataque que no es sólo económico sino cultural del ideologismo populista, que parece condenarlos por lo que el mundo -y en otros tiempos, nuestro país- destacaba como un logro: producir, exportar, generar riqueza, crear prosperidad. En suma: progresar.

Puede discutirse cuando empezó la decadencia. Unos y otros marcan la fecha según su simpatía política. Claramente, el ciclo económico ascendente terminó en 1928, con la crisis global. Fue profundizado por la crisis política constante iniciada en 1930, con la primer ruptura constitucional. Los conservadores trataron en la década del 1930 de volver al mundo económicamente idílico iniciado en 1880, que ya no existía, ni siquiera aceptando -y reclamando- ser tratado por la potencia de entonces como “una parte integrante del imperio británico” -que de hecho, en esos tiempos, lo era, ya que si Gran Bretaña dejaba de comprar carnes y granos argentinos limitando sus compras a sólo a sus colonias, como era su proyecto post-crisis de 1928, todo se derrumbaría-

La 2ª guerra abrió una ventana al país, permitiéndole vender esos alimentos, aún al precio de un deterioro mayor de la política interna, la que dejó de ver como virtuosa la constitucionalidad democrática para comenzar a observar brotes simpatizantes de nazis y fascistas, que aunque derrotados en el mundo, habían dejado sembradas semillas escasamente compatibles con la doctrina constitucional argentina. Se cambió entonces la Constitución.

Pero a la vez, se infiltró de a poco en la sociedad una manera de ver la vida, con banderas de una sola faz. Repartir, lo que es justo. Pero sin ningún interés en producir riqueza. A diferencia del marxismo, que propugnaba repartir las ganancias de los burgueses -y por lo tanto, se preocupaba por asegurarse de que esas ganancias previamente existieran-, se asentó en Argentina la idea de que la riqueza nacía de la nada, que era en consecuencia gratis apropiarse de ella y que “ante cada necesidad, surgía un derecho”.

No le preocupaba si ese derecho era sostenible o si simplemente se apoyaba en la apropiación del capital nacional acumulado, público y privado. La magnificación del Estado al que se le permitía y se le exigía todo, junto a la renuncia al compromiso con la propia vida personal, que formaban ambas partes inescindibles de la nueva visión, llevaron al agotamiento primero y a la decadencia luego.

Hubo reacciones. La primera, del propio Perón, que preocupado por sus propios excesos económicos comenzó, ya en 1952, a reclamar que “todos deben producir, al menos, lo que consumen”. Luego, Frondizi, con su esfuerzo modernizador concluido abruptamente por las complicadas líneas cruzadas de fines de los 50 e inicios de los ’60, agravadas por la instalación definitiva en el mundo de la guerra fría, en la que, aunque la Argentina no intervino directamente, sufrió sus coletazos impidiendo un debate y decisiones inteligentes de una política madura.

La Argentina siguió funcionando con las “viejas verdades” que había elaborado desde los años 30 en adelante, las que ya habían cooptado a todo el escenario político. Sin conducción y a los empujones, prefirió insistir en ellas con el Plan de Lucha de la CGT de 1964 y la sociedad de gremialistas peronistas y militares que derrocó a Illia en 1966, y sostuvo durante la mayor parte del tiempo a la dictadura de la Revolución Argentina.

Lo demás es conocido. Intentos repetidos fueron interrumpidos sin solución de continuidad. El propio gobierno de Alfonsín, tan injustamente tratado por su fracaso económico sin analizar sus condicionantes políticos, intentó abrirse a la modificación del consenso populista, con los intentos de privatización parcial de Entel y de Aerolíneas, la convocatoria al capital privado para la explotación petrolera mediante el Plan Houston, el desarrollo de la telefonía celular privada escapando al cerco “nac & pop” que vivía con fuerza en su propio partido. Su falta de decisión y -tal vez- de su incomprensión del real agotamiento del “consenso ideológico” nacional y popular generó la primera hiperinflación de la historia.

Era lógico. El mundo había cambiado, no se podía ya hacer lo que el Estado quisiera con la moneda porque los flujos financieros globales se habían internacionalizado sobre la base del desarrollo telemático, que nadie se dejaría quitar su riqueza por los caprichos de un poder nacional cuando podía evadirla por telemática en tiempo real  y que no se podía vivir más de la ilusión de que fabricando dinero se combatía la pobreza, esa ilusión que increíblemente, todavía tiene defensores en plena tercera década del siglo XXI.

Los cimientos democráticos evitaron que la administración de Alfonsín desembocara en un golpe, en el sentido tradicional. Tampoco un “golpe de mercado” como ha pretendido pasarlo a la historia la visión “nac & pop”. En sentido estricto, fue un golpe de la vieja coalición de la decadencia motorizada por empresarios protegidos, gremialistas corruptos, banqueros del estado eternamente deficitario y un peronismo retornando a sus viejas andanzas desestabilizantes, que utilizaron las limitaciones de un gobierno que aunque había cumplido su principal objetivo, instaurar la democracia, estaba ya sin poder.  

Lo que vino luego fue una especie de intervalo lúcido de la sociedad, tanto del peronismo como del radicalismo, las dos fuerzas de entonces con posibilidades de poder. La radical fue más prolija, la peronista insistió en la vieja fórmula hasta que la repetición de la hiperinflación llevó a la administración de Carlos Menem a adoptar la receta que su adversario, Eduardo Angeloz, había difundido por el país durante la campaña electoral.

Durante diez años, pareció que la Argentina se había reencontrado con su rumbo. Por supuesto, con duros choques políticos, con debates fuertes como corresponde a una democracia vibrante, pero transformando las reglas de juego de la economía sin salirse del marco democrático. Tal vez la falencia grave del período fue que la oposición radical regresó al pasado, en lugar de mirar al futuro. Esto dejó al gobierno sin una oposición real en la percepción ciudadana.

En efecto: en vez de reclamar la defensa de los derechos de los usuarios de los servicios públicos privatizados, en vez de reclamar mejor control de los procedimientos privatizadores para evitar negociados o sospechas, en lugar de demandar democratización sindical real en lugar de asociar a los burócratas sindicales cediéndoles espacios de corrupción con los nuevos titulares privados de las empresas de servicios, decidió retomar las viejas banderas del país del pasado, las que lastraron a la Argentina al estancamiento por décadas, oponiéndose en bloque a las reformas de Menem.

El “padre de la democracia” comenzó a hablar, por primera vez, de la “burguesía” contra “el proletariado”, en un lenguaje que no entendía nadie, mucho menos en su partido. Ello no le impidió coincidir con Menem en una propuesta de reforma constitucional que le otorgaba al presidente la posibilidad de su reelección, a cambio de logros institucionales interesantes: la elección de tres senadores por distrito -que permitía acceder a eventuales minorías- y la que resultó ser la más importante: la autonomía real de la Capital Federal. Su preocupación por la estabilidad institucional se reflejaba en este acuerdo, y estaba bien, así como la modernización de varios preceptos constitucionales que quedaron sin vigencia por la falta de compromiso real de su contraparte, a la que le interesaba central -y quizás únicamente- era la posibilidad de su perpetuación.

A varias décadas de la sanción de 1994, aún no se ha sancionado la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, dando seriedad a las finanzas y rentas públicas, sin la que cualquier país deja de ser considerado un país serio. Nuestra propia organización nacional pudo realizarse sobre las propuestas de Alberdi en su recordada obras “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”. Sin organización rentística clara, no puede hablarse con propiedad de la existencia de un país. Es nuestro tema inconcluso.

La década de Menem mostró que la Argentina, liberadas sus potencialidades, conservaba sus cualidades cosmopolitas originarias. El país creció como no lo hacía desde varias décadas atrás, llegaron inversiones globales, se modernizó su infraestructura, sus servicios públicos se expandieron en una dimensión que no se veía desde 1930, pero todo esto se apoyaba en una ficción: la de creer que se asentaba en una sociedad sólidamente convencida del nuevo rumbo. Lo estaba -y a medias- el presidente, pero por debajo, ambas fuerzas políticas mayoritarias habían conservado sus anticuerpos populistas.

Esto lo sufriría el gobierno de la Alianza, que debía enfrentar una crisis de deuda generada por los últimos años de Menem -obsesionado por su segunda reelección- y una situación internacional crítica. En lugar de enfrentarse esta crisis con una política unida frente a un desafío nacional, el peronismo retomó su viejo espíritu. Demonizó al propio Menem, postuló el aislamiento del mundo para evitar los compromisos internacionales y se presentó como el estandarte justiciero del pasado contra el “neoliberalismo”. Con esas banderas enfrentó luego al gobierno de la Alianza, impregnando con sus protestas al propio partido del gobierno, que dejó sin respaldo a su propio presidente en un momento tal vez el más crítico hasta ese momento de la democracia recuperada.

Su derrumbe significó varios pasos atrás en la Argentina. Regresó no sólo a los años previos a Menem, sino en gran parte a años previos al propio Alfonsín. El aislamiento internacional lo fue de las democracias maduras, pero no del naciente bloque populista global. Aceitó lazos con lo peor del continente y del planeta. Fue adueñándose sistemáticamente de las empresas públicas al margen de la legislación vigente. Intervino virtualmente a la Corte Suprema de Justicia con el argumento de que había sido “adicta al menemismo”.

Una coyuntural situación internacional beneficiosa para los precios internacionales de los productos primarios exportados por la Argentina, sumada a la ausencia de pagos de una deuda defaulteada, le permitió excedentes circunstanciales para poner en marcha nuevamente la economía sobre una base ultramontana, con preeminencia de decisiones políticas en la economía, la apropiación de empresas privadas y el achicamiento de los espacios de libertad para la economía no estatal.

Paralelamente, con la vieja consigna de que “donde hay una necesidad nace un derecho” comenzó a implementar un distribucionismo insustentable con una economía estancada como la que había resucitado. Duró hasta fin de la primera década del siglo, cuando los fondos se agotaron y los famosos “superávits gemelos del 3 % del PBI” se habían transformado en déficits gemelos de mayor dimensión. Y ahí dejó de ser sólo estancamiento para convertirse en una acelerada decadencia, profundizada hasta lo inimaginable por la tosca gestión de su sucesora, que abrió un sinfín inacabable de gigantescas ventanas de corrupción.

El grotesco distribucionismo, desinteresado de cualquier interés por afianzar la producción, finalizó en los primeros años de la segunda década del siglo. Cortado el financiamiento externo, agotadas las fuentes fiscales internas, agigantada la deuda pública a un nivel jamás alcanzado en la historia, comenzó a recurrir al viejo camino de la emisión monetaria espuria. El BCRA retomó su papel de financiador del Estado con papeles de colores y renació la inflación que había sido erradicada durante el gobierno de Carlos Menem.

La sociedad reaccionó ante esta suspensión de un bienestar que la habían convencido de que era eterno. El conocimiento público de la gigantesca corrupción reinante se apropió del debate político. Parecía, de pronto, que las carencias que volvían tenían como causa la corrupción. En parte era cierto, pero en el fondo, el verdadero problema no era sólo de gestión impecable, sino de concepción sobre la relación entre la economía y el Estado. Sea como sea, cambió el gobierno. Llegó Cambiemos.

Cambiemos fue en rigor una alianza para terminar con la corrupción kirchnerista. Sin embargo, no existía en el nuevo frente -exitoso en su principal desafío- una amalgama similar para mirar la economía. Los viejos reflejos “nac & pop” estaban presentes en las tres fuerzas, aunque es cierto que en algunas más que en otras.

El pasado no ataba tanto al PRO, fuerza nueva con escasas anclas históricas, y un poco más a la CC, cuya movediza lideresa podía balancearse entre pasado y presente asentada en su mediática característica de “show-woman” intrínsecamente contradictoria, sino al propio radicalismo.

El radicalismo había dado pasos grandes en la modernización de su discurso, pero las viejas creencias elaboradas a mediados del siglo XX aún latían en su seno. Se seguía sintiendo obligado a competir con el peronismo en el campo de esas ideas, más que responsable del cambio de paradigma para levantar anclas o romper las cadenas con el pasado.

Entre la falta de experiencia de gobierno -política y administrativa- del PRO, el rezongo constante de la CC y el ataque sistemático del peronismo secuestrado por la más arcaica de sus versiones, el radicalismo de escasas convicciones de cambio poco pudo contribuir al desarrollo de la batalla cultural que era imprescindible realizar para sostener a una gestión que también se mostraba con dudas constantes entre su responsabilidad de cambiar, su base política para hacerlo y la necesidad de acordar cada cosa con demasiados actores licuando los principales cambios imprescindibles para retomar la marcha.

Esas reformas son las que aún hoy faltan: el cambio de las leyes laborales flexibilizando las normativas sin derogar derechos, la finalización de la “ultraactividad” de los convenios colectivos de 1975, la desregulación de la actividad económica para liberar la capacidad creativa de los argentinos y de los extranjeros que llegaran, desburocratización para iniciar y desarrollar actividades productivas, la disciplina fiscal que asegurara que el peligro inflacionario había dejado de existir. Para agravar el cuadro, importantes figuras del PRO creían que bastaba con buenas relaciones con los factores de poder internos y externos para mantener el equilibrio fiscal y la fluidez en las relaciones económicas, sin darle mayor importancia a la percepción sobre la solidez del propio gobierno.

Cambiemos empezó un cambio de rumbo. Infraestructura, liberalización, apertura, renegociación de la deuda, fueron pasos enormes en un país que hacía tres lustros que arrastraba una crisis de estancamiento. Pero la necesidad de darle al gobierno alguna estabilidad política lo llevó a ceder en un objetivo que debía ser central desde el comienzo: nivelar la cuentas públicas, que recién comenzó a ser una meta oficial luego de la crisis financiera del 2018.

Era tarde, porque ajustar al finalizar en lugar del inicio del gobierno lo llevaba enfrentar los comicios de fin de mandato en el medio del ajuste de tarifas, de los impuestos, de los salarios, de las retenciones agropecuarias... es decir, todo lo que es desagradable para los ciudadanos. Probablemente no haya habido posibilidad de tomar otro camino ante su debilidad institucional, pero sea como sea, el resultado fue su derrota electoral en 2019.

Los ciudadanos votaron el regreso del kirchnerismo al poder. Tal vez lo hicieron con la esperanza que se hubiera despojado de su corrupción orgiástica, que volviera con vocación republicana, que hubiera aprendido a “ser mejores” -como se convirtió en su consigna electoral-. No fue así.

La gestión de ambos Fernández -Alberto y Cristina- debe ser calificada de la peor desde la recuperación democrática. No es necesario ni siquiera describirlo. Ambos titulares encausados o procesados, la vicepresidenta condenada a seis años de prisión -con la posibilidad de que se aumente esa pena- por graves delitos contra la administración, la administración de la pandemia plagada de negocios oscuros y privilegios inaceptables provocando un 30 % más de muertes que el promedio mundial y regional y el surgimiento de nichos de corrupción en los lugares del Estado que se mire, provocaron un giro copernicano en la opinión pública.

Un outsider, que no llega desde la política tradicional condenada por la mayoría de la opinión pública como “cómplice” o como inoperante para frenar los latrocinios, comenzó una tarea titánica.

Lo hace con las herramientas que tiene quien llega desde afuera. No tiene complicidades ni ataduras, no está sujeto a acuerdos previos parciales o totales, no se siente predispuesto ni dispuesto a encubrir a nadie, tiene muchos errores de gestión porque nunca ha gestionado nada público y su visión del mundo y de la vida difiere en gran medida de lo que es visto como normal por el sentido común de la población. Al no tener historia, tampoco está obligado por lealtades épicas que no sean las que les aconseje la situación coyuntural de la opinión pública.

Su mensaje central llegó al grueso de la juventud de todos los sectores sociales también sin lealtades épicas hacia próceres políticos como los que emocionaron a sus padres. La realidad de estos jóvenes es una sociedad anarquizada, la ausencia de canales de sobrevivencia ni mucho menos de movilidad social, la incertidumbre absoluta sobre su futuro, la negación de cualquier luz de esperanza en la posibilidad de construir sus vidas en su país, la vulnerabilidad ante el delito violento y el narcotráfico, la convicción de que sólo el camino de la subordinación clientelar -al dirigente piquetero, al dirigente gremial, al dirigente político, al jefe narco del barrio- le puede abrir alguna grieta por la que pueda filtrar alguna ilusión.

Al asentarse en el sector etario más dinámico de la población su capacidad de influencia hacia los demás estaba garantizada. Le ocurrió a Frondizi en 1958, a Alfonsín en 1983, a Menem en 1989 y al propio Kirchner en 2002. Las líneas de los sucesos políticos coyunturales-electorales se alinearon para otorgarle el triunfo, un triunfo que no le dio el poder absoluto porque tiene en sus manos nada más -aunque nada menos- que la presidencia de la nación. Ni un gobernador, ni una cámara legislativa, ni un Juez de la Corte... para desarrollar una tarea que es sin dudas titánica: romper una inercia de decadencia, frenando la inflación y dando una batalla cultural contra convicciones que han sido mayoritarias durante un siglo sobre el papel del Estado, de la política, del gremialismo y en general de los distintos sectores sociales.

A diferencia de Alfonsín, no enfrenta un edificio político destruido que era su prioridad. A diferencia de Menem, no necesita incluir a sus “compañeros” sindicalistas y empresarios en cada proyecto asociándolos para comprar con esa sociedad su silencio o su apoyo. A diferencia de Macri, cuenta con una opinión pública sustancialmente más convencida en la necesidad del cambio de paradigma y asustada por el umbral de la hiperinflación.

Su “relato” es claramente insuficiente y deja la sensación de haberse elaborado y sufrir las modificaciones que le exijan las circunstancias. Desde la “representación del maligno en la tierra” hasta “el argentino más importante del mundo”; desde la “guerrillera que ponía bombas en jardines de infantes” hasta “la dirigente más honesta y desinteresada de la política argentina”, o desde las propuestas más esotéricas y desmatizadas sobre educación, salud, justicia o infraestructura, todo parece lábil, inseguro, endeble en su aparente firmeza.

Ha centrado el desafío de su gobierno en una idea: derrotar a la inflación, haciendo sintonía con la ansiedad popular. Ante este objetivo, todo lo demás es para él secundario. Sus medidas serían calificadas de audaces por cualquier político tradicional, bueno o malo. Lo cierto es que este punto de enfoque -el antiinflacionario- es compartido claramente por la mayoría de la población, aún la que discrepa con él -hasta duramente- en gran parte del resto de su agenda.

Enseña la ciencia económica que combatir la inflación cuando se llega al umbral de la hiper, implica inexorablemente bordear o caer en la recesión. Ésta puede ser relativamente controlada, tratando de equilibrar el costo para las personas de menores recursos, o salvaje -porque la hará el mercado, en forma desmatizada-, con riesgo de caer directamente en la depresión. Por eso la hiperinflación es el fenómeno más terrorífico para un economista, porque sabe lo que implica, los peligros que arrastra y el dramatismo que conlleva combatirla.

No hay combate contra la inflación con medias tintas. De ahí que la población, que intuye esta realidad, mantenga su apoyo al gobierno. Ese apoyo seguramente cambiará cuando, luego de lograrse el éxito, reaparezcan las demandas normales hacia la política y se reclame crecimiento, empleo, educación, salud, vivienda, tecnología, estado eficiente, infraestructura, buenos sistemas de seguridad y justicia, adecuada defensa nacional en un mundo cada vez más impredecible e inseguro en el que la convivencia basada en reglas se va esfumando en el rumbo del realismo más crudo. Incluso la urgencia en reparar los daños o injusticias que la durante propia lucha antiinflacionaria es imposible evitar totalmente. Pero será después de vencer ese enemigo que no solo aterroriza a los economistas, sino a todos.

Cierto es que el estilo presidencial dista de mostrar ejemplaridad republicana. Tan cierto como que hasta ahora no ha atravesado ninguna barrera institucional o violado derechos que la Constitución garantiza a los ciudadanos. Las críticas que pueden hacerse a su gestión son políticas, evaluaciones sobre lo más o menos ortodoxo de su comportamiento institucional. Como a cualquier gobierno. Sus actitudes que no armonizan con el estilo de la política tradicional son, sin embargo, aceptadas y hasta aplaudidas por la sociedad, que ha responsabilizado en bloque a la dirigencia política y sectorial del hundimiento de su nivel de vida y expectativas de futuro. Esta realidad es utilizada por un presidente institucionalmente débil como una herramienta de construcción de poder, lo que dista de ser condenable y, en todo caso, es una valoración que corresponde al campo de las opiniones políticas.

La curiosidad de la política argentina tradicional es su demora en asumir la realidad. El propio tono de debate se acerca al reclamo infantil al padre “todopoderoso”. En lugar de debatir sobre quién puede aportar mejores soluciones al problema principal del país, se nota una actuación en la que el papel opositor parece intentar evadirse de su responsabilidad dirigencial descargando exclusivamente sobre el oficialismo -o sobre el presidente- los “reclamos” o “condiciones” para su apoyo, que son, sin excepciones, presiones por mayores recursos para su respectiva administración, recursos que no se imaginan que surjan de sus propias jurisdicciones o competencias reorientando gastos, emprolijando sus balances o haciendo más eficaces sus tareas, sino exigiendo “al Estado” nacional -del que al parecer no se consideran parte, a pesar que varios de ellos fueron partícipes de la administración que la provocó- mayores recursos, desinteresándose de la gran batalla de dimensiones épicas para frenar la caída libre y encontrar un piso sobre el que edificar la agenda que viene. Algo así como “que la inflación la arregle Milei, nosotros seguimos en la nuestra”, sin advertir que la población percibe que el problema principal sólo termina siendo enfrentado por Milei.

Otros, prefieren centrar su evaluación crítica sobre el gobierno enfocando -honestamente- sus debilidades republicanas, que la mayoría social decodifica como un atajo para evitar tomar partido por la necesaria actualización de sus antiguas convicciones económicas.

La sociedad, por su parte, en forma mayoritaria -como lo sugieren las encuestas- percibe que está dando una batalla dura contra el enemigo que la carcome: el proceso inflacionario. De ahí que las voces que condicionan el “apoyo” a “reclamos” o “reivindicaciones” de imposible cumplimiento corren el riesgo de ser interpretadas como una coacción -por ser benévolo- cuya consecuencia es ampliar el hiato entre la mayoría de la sociedad y la oposición.

Como el oficialismo no sólo tiene un mandato popular reciente sino que además, lo tiene internalizado y cree absolutamente en él, su percepción sobre la política termina verificando que su intuición sobre “la casta” se confirma en cada paso, iniciativa, reunión o medida que deba tomarse para nivelar las cuentas del aparato estatal.

La consecuencia de esta dinámica es que el país se queda sin oposición constructiva y se deja en manos del oficialismo todo el poder, sin matices, porque la agenda opositora no se apoya en la realidad, en lo que la sociedad percibe como su lucha central, sino que se evade de ella, adelantando, como si fueran prioridades, los puntos de la agenda que viene, pero sin aportar su esfuerzo a las tareas del presente. O -peor aún- preocupándose cada uno de su propio problema sin interesarse en el principal, que afecta a todos.

Esa agenda posterior llegará, inexorablemente. Puede desarrollarla Milei, si la entiende y la asume. O será quien lo reemplace, si no llega a hacerlo. Mientras tanto, es previsible que la sociedad vaya exigiendo al espacio público una especial dedicación para separar lo principal de lo accesorio, escrutará cuidadosamente quienes se suman al cambio de paradigma para abrirles oportunamente crédito cuando los debates sean otros y observará con atención el comportamiento de los nuevos -y viejos- ocupantes del escenario público argentino. Será un apasionante proceso de reconstrucción de la representatividad política que la Argentina atravesará en los próximos tiempos.

El futuro es opaco. No puede preverse ni lo que sucederá al día siguiente, mucho menos en el mediano o largo plazo. El mundo, por su parte, está entrando en una dinámica de disolución de normas, de lucha apoyada solo en el poder, de acelerado desarrollo tecnológico cuyo destino es cada vez más difuso. Es imposible en consecuencia imaginar el curso de los acontecimientos que vienen.

Pero una cosa está clara: no hay marco posible de discusión en el medio de la afiebrada y sorda pugna por la apropiación del ingreso que significa la hiperinflación. Una hiperinflación que, aunque se palpen éxitos circunstanciales en las tareas por erradicarla, todavía tiene posibilidades de despertar. De ahí que las sugerencias para neutralizar o atenuar las evidentes injusticias que se cometen en el camino sobre víctimas “colaterales”, seguramente muy justas en el plano individual de cada afectado, deben realizarse con la firmeza e inteligencia que sea posible, pero de forma que no obstaculicen ni pongan en peligro el tema central. Desde “dentro” y no desde “afuera” del gran esfuerzo nacional.

Si al país le va bien en esa tarea, el futuro argentino puede ser portentoso.

Si no es así, pues la disolución puede estar en las puertas.

Ricardo Lafferriere