Dos
peligrosos pronunciamientos en el máximo nivel del Estado han ocupado la
atención y los comentarios políticos la semana que pasó. Ambos han recurrido,
en forma directa o indirecta, a un viejo mecanismo autoritario para el
ejercicio del poder: la siembra de temor.
Mediante
el primero de ellos, se ha exhortado a los argentinos a tenerle a la presidenta
de la Nación “un poquito de miedo”. La exhortación-amenaza fue proferida por la
propia presidenta, en una pieza oratoria en la que, además de los ya corrientes
ataques a la prensa que no causan efecto alguno por las callosidades mentales
que han generado en la población, ha concentrado las municiones verbales en
“los que viajan”, en los empresarios y en sus propios funcionarios. Todos ellos
debieran, en palabras de la presidenta, “tenerle miedo a Dios, y un poquito a
mí”.
La
presidenta ha olvidado que en un estado de derecho, a quien hay que temer es a
la ley. En un estado autoritario, la ley es reemplazada por la voluntad
discrecionalidad del funcionario. En nuestro caso, la transición desde el
estado de derecho que comenzamos a edificar con el liderazgo de Alfonsín en
1983 y empezó su deterioro en el 2002 está terminando de desarticularse con la
gestión de Cristina Kirchner en estos días.
El Estado autoritario está
caracterizado por el vaciamiento institucional y la concentración del poder, en
forma cada vez más autocrática, en la persona de la presidenta de la Nación.
Los organismos del Estado dejan de cumplir su misión específica –educar a los
niños, aislar a los delincuentes, recaudar impuestos, discutir asignación de
recursos- para convertirse en herramientas discrecionales del uso del poder.
Estas violaciones normativas no
están motivadas por la construcción de una sociedad más equitativa, como
–equivocada pero comprensiblemente- sostenía la vieja izquierda cuando
justificaba las violaciones de derechos y garantías de las personas con las
“dictaduras proletarias”.
En nuestro caso, la concentración de poder se asemeja
mucho más a las dictaduras bananeras, en las que tiranuelos corruptos con poco
de proletarios aislaban a sus países del mundo para convertirlos en cotos de
caza en los que sus patrimonios crecían sin límites con la contracara del
estancamiento y el atraso de sus pueblos. No hay en la axiología ni en los
objetivos oficialistas razones éticas de ninguna naturaleza que justifiquen
semejante violación a las libertades de los ciudadanos.
El segundo pronunciamiento
pertenece a una figura rutilante del entorno presidencial, vergonzosamente
calificada en la tapa de la revista “Veja” en el Brasil como el “Ministro
Kicilove”. Sin empacho ni vergüenza se refirió a un conocido y prestigioso empresario
argentino con la misma autosuficiencia de la Jefa del Estado: “deberíamos
fundirlo”, dijo, como si entre sus facultades naturales estuviera decidir la
vida o la muerte económica de las personas o las empresas.
El empresario había
declarado que desde 2008 la Argentina había perdido competitividad, lo que no
es ningún descubrimiento: nueve puestos por debajo que en la anterior medición
del Foro Económico Mundial, superada por todo el entorno regional y
latinoamericano y compartiendo un devaluado prestigio con Namibia, Mongolia y
Grecia. Pero aunque sea cierto, para la visión oficial no debe decirse, al
igual que la inflación, la fuga de divisas o los desequilibrios emocionales de
la presidenta.
Y en realidad, aunque “fundir” a una persona
no está entre las facultades naturales o institucionales de un funcionario, sí lo
está entre sus facultades fácticas. De hecho, hemos llegado a una situación en
que un funcionario puede decretar el fin de su vida económica, como ha hecho con
miles de empresas agropecuarias, con tamberos, empresas inmobiliarias,
inversores, empresas cambiarias, sus dueños y trabajadores. No ya como
resultado de políticas equivocadas, sino por la puntual, discrecional y
perversa decisión de la autoridad política.
La política del miedo, que
impulsa el gobierno con sus herramientas de fiscalización utilizadas para
represaliar opiniones diferentes, no sólo es inconstitucional: es miserable. No
tiene respetabilidad ni justificación. Es inmoral en el fondo y en la forma. Y
para quienes se sienten indemnes ante los juicios morales, es bueno recordarles
que tampoco tiene fundamentos políticos, constitucionales o legales.
La justicia, tendiendo a
adocenarse definitivamente, no termina de advertir el daño que su demora o su
evasión de responsabilidades genera no sólo para el presente, sino para el
futuro. Sin su decisión justa y oportuna poniendo límites al poder, no sólo
afecta los derechos de las personas que viven hoy en el país, sino que notifica
a quienes puedan pensar invertir en el futuro que las normas en la Argentina
rigen –o no…- según la duración del gobierno de turno.
Lo que están haciendo –oficialismo
y jueces- bordea –y “bardea”- el estado de derecho. Sólo se justifica en el
marco de la construcción de un país totalitario, con ciudadanos convertidos en
súbditos aprisionados por las fronteras –económicas, políticas, aduaneras- del
país.
Los argentinos ya aprendieron en
suficientes lecciones sufridas en carne viva que el miedo no tiene cabida en
sus valores cívicos y se han sacado de encima aprendices de dictadores peores
que éstos. La inédita multiplicación espontánea de invitaciones por Internet a
las marchas del próximo jueves “por la libertad y la Constitución”, en muchos
lugares del país, muestran esta saludable reacción.
Por el bien del país, de nuestro
pueblo y del propio oficialismo, sería bueno que los jueces vuelvan a la sana
práctica de convertir a la Constitución y la ley en lo único temible. Y que los
funcionarios se dediquen, en el marco de ese estado de derecho, a hacer aquello
para lo que se les paga y que en este último tiempo deja mucho que desear:
gobernar.
Ricardo Lafferriere