Cuando se discutió, hace algunos meses, la nueva ley de medios audiovisuales, advertimos sobre la intención autoritaria y dictatorial de la norma.
Muchos prefirieron ver sus aspectos positivos, achacando en forma desmatizada un alineamiento con el grupo Clarín a quienes sostuvimos esta posición cuestionatoria.
Ahora se ve, lamentablemente, la certeza de nuestra predicción y la ingenuidad de los que, de buena fe, apoyaron la iniciativa oficialista. Lo que buscaba el matrimonio gobernante era terminar con las voces opositoras y aún las imparciales, y perseguir hasta su desaparición a los mensajeros que no pudiera controlar.
La ofensiva contra un grupo de empresas de comunicación no tiene justificación ética ni respaldo legal. Una democracia no puede funcionar sin el juego libre de opiniones diferentes y mucho menos puede hacerlo sin libertad para informar.
Esa libertad está eliminada si las fuentes de la información se encierran en el secreto, si los periodistas son objeto de una persecusión constante y de una política de soborno y captación, y si las empresas titulares de los medios –audiovisuales e impresos- son constantemente presionadas para evitar su funcionamiento y conducirlas a la quiebra.
La Argentina se encuentra hoy en el borde mismo de su implosión como estado de derecho. Una pareja de dirigentes, sostenida por importantes sectores del partido justicialista y algunos sectores de izquierda otrora respetables pero desacreditados hoy por sus rudimentarias posiciones retro-progresistas, ha desatado sobre la democracia argentina una tormenta de involución.
En estos días, varias acciones protagonizadas por el tragicómico personaje dotado de poder extralegal, el Secretario de Comecio, operan como motores de la tragedia, cuyos conductores son los integrantes de la pareja presidencial, como lo repiten diariamente en sus diatribas. La ofensiva sobre la empresa Papel Prensa, la arbitraria decisión sobre la empresa Fibertel, el intento de prohibir Cablevisión, la pretensión de poner en vigencia por encima de las decisiones judiciales las inconstitucionales decisiones de la ley de medios y la utilización, con prepotencia dictatorial, de la palabra presidencial para sostener esta ofensiva, son acompañados de la construcción de un monopólico y avasallante complejo de medios adictos y oficiales.
Cada vez es más difícil encontrar en el dial voces no cooptadas, que trabajen y opinen con libertad, o periodistas que no ejerzan su misión con la espada de Damocles de su inseguridad personal. Cada vez son más los medios gráficos gratuitos que aparecen en la calle, financiados con dineros públicos. Cada vez es mayor la utilización del fútbol como gran paredón publicitario para difundir en forma sistemática los engaños oficiales. Y cada vez se hunde más el puñal de la discordia en el cuerpo social argentino provocando enfrentamientos intestinos entre amigos que piensan diferente, entre familiares, entre compatriotas, por la perversa acción del matrimonio gobernante que no tolera una sociedad con los matices y coloridos de una democracia libre, sino con el rudimentario maniqueísmo del pensamiento primitivo.
Los sangrientos hechos de los años setenta del siglo pasado son fraguados de manera parcial para apoyar en ellos una suerte de falsa épica de lucha por la justicia. Ni los hechos son ciertos, ni los propósitos son los confesados. Los hechos se falsifican para justificar las acciones más perversas. Los propósitos están cada vez más claros: terminar con cualquier voz disidente, para continuar con el saqueo de la economía, la concentración de poder, el enriquecimiento ilícito protegido por jueces complacientes, aunque el precio sea el hambreamiento de los jubilados, el crecimiento de la inseguridad ciudadana, el vaciamiento de la democracia y el desprestigio –cuando no el ridículo- internacional.
Triste momento el de la democracia argentina, que creíamos ya instalada como marco de convivencia aunque la concibiéramos siempre como una tarea perfectible. Los signos del agotamiento irreversible del ciclo kirchnerista no son sin embargo acompañados del surgimiento de relevos claros en la dirigencia, aunque esta realidad no afecta la gigantesca potencialidad de un país que, a pesar del gobierno y de la política, mantiene una formidable capacidad de reacción.
Habrá que continuar la lucha, no ya contra el gobierno surgido de un golpe, como en otros tiempos, sino frente a un peligro más retorcido pero no menos maligno: el ejercicio del poder claramente violatorio de las normas más elementales del estado de derecho por parte de la presidenta Kirchner, su marido y sus soportes políticos en los meses postreros de su gestión. Y trabajar en la construcción, con sentido patriótico y visión moderna, de una plataforma de despegue para un país que está pidiendo pista con vocación de futuro porque no se resigna a estar condenado a repetir fracasos históricos.
Ricardo Lafferriere
Sentaku es una palabra japonesa con dos acepciones: limpieza, y elección. Abarcan lo que soñamos para la Argentina: un país que haya limpiado sus lacras históricas, y que elija con inteligencia su futuro. Limpiamente, libremente.
jueves, 26 de agosto de 2010
domingo, 22 de agosto de 2010
Vieja y nueva política
“De legisladores a intérpretes”, es el título y la síntesis del filósofo polaco, neomarxista y gran comunicador Zygmund Baumann, al respecto del cambio de papel que los tiempos nuevos imponen a los intelectuales y políticos al compás de la instalación de la sociedad-red, el nuevo protagonismo de los ciudadanos y el avasallante poder de la información en manos de las personas.
El concepto alude a la diferencia que hay entre los tiempos del surgimiento de la modernidad, en que los “consejeros reales” primero y los parlamentos después se sentían con derecho a establecer los “modelos de sociedad” y a implantarlos a través de normas de alcance general, las leyes, a las que los ciudadanos se veían sujetos, sin lugar para particularidades o individualidades que no estuvieran reconocidos por el conjunto.
En los tiempos actuales, por el contrario, la “soberanía ciudadana” se asienta en un reconocimiento expreso de la diversidad, la limitación de los Estados –o sea, del poder, de las “visiones ideológicas”, o de cualquier otro “modelo”- para fijarle a las personas determinadas condutas o creencias, y la celosa reafirmación cotidiana de la autonomía de los seres humanos para hacer lo que se les ocurra, en cuanto no afecte a los demás.
En términos de la política, la consecuencia de este cambio señala precisamente la diferencia entre “la vieja” y “la nueva”. La “vieja política” se sentía con derecho a imponer a las personas, a través de “programas” o “modelos”, determinadas conductas o comportamientos sin que interesara mucho lo que al respecto pensara cada uno. El poder hablaba, “legislaba”, y la gente debía obedecer. La política, el poder, limitaba de hecho en tal medida los derechos individuales que éstos terminaban rigiendo sólo en la letra de los textos constitucionales, sobre la ficción del origen democrático del poder.
En los nuevos tiempos, el arte de la buena política, por el contrario, es saber interpretar los intereses y las visiones diversas, y desarrollar el arte de hacerlos compatibles, articularlos, para hacer posible la convivencia de un mundo plural.
Los cambios en la actitud de los políticos, en este caso, indica su adaptación a los nuevos tiempos. La “vieja política” insistirá en definir desde los partidos el “objetivo” a imponerle a la sociedad. La “nueva política”, por el contrario, escuchará antes de hablar, será permeable a las visiones de los ciudadanos a los que se debe, comprendiendo que el ejercicio del poder democrático sólo se legitima si se referencia con los ciudadanos y pierde esa legitimidad si se cree superior a ellos.
La vieja política es intolerante, escudada en “principios” que esconden fundamentalismos, inquisiciones viejas y nuevas, intolerancia y en última instancia, la discriminación hacia el que piensa diferente, a quien se considera un ser equivocado al que se debe forzar a compartir la visión propia. La nueva política es tolerante, abierta, cultiva el “pensamiento debil” (Vattimo “dixit”) que supone respetar el pensamiento ajeno, considera a los principios sólo como una guía para la acción propia y tiene como supuesto fundamental respetar los principos del otro, tan digno como los propios.
La “vieja política” tiene un ejemplo paradigmático: la pareja Kirchner, que aunque llegue al paroxismo de la visión autoritaria, en realidad sólo proyecta hasta el ridículo una concepción del poder muy extendida en las prácticas de todas las fuerzas políticas. La “nueva política” se expresa en nuevos partidos como la Coalición Cívica, el Pro, e importantes voces en los partidos mayoritarios (radicales y peronistas) que entienden que antes de “hacer un programa” hay que escuchar qué quieren los ciudadanos, únicos verdaderos titulares de la soberanía. Una vez escuchadas las voces diferentes con el espíritu abierto, y recién entonces, debe asumirse el desafío de imaginar y proponer las medidas de gobierno que encaucen la potencialidad colectiva, teniendo en cuenta los valores que aglutinan a cada conglomerado político.
La hoja de ruta debe comenzar, entonces, por el paso más importante de todos: escuchando. Luego, reflexionando y elaborando la propuesta. Y por último, eligiendo los “hombres – bandera”. Así se consolidará una democracia madura, al servicio de los ciudadanos, y no una ficción democrática al servicio de burocracias y nomenclaturas.
Ricardo Lafferriere
El concepto alude a la diferencia que hay entre los tiempos del surgimiento de la modernidad, en que los “consejeros reales” primero y los parlamentos después se sentían con derecho a establecer los “modelos de sociedad” y a implantarlos a través de normas de alcance general, las leyes, a las que los ciudadanos se veían sujetos, sin lugar para particularidades o individualidades que no estuvieran reconocidos por el conjunto.
En los tiempos actuales, por el contrario, la “soberanía ciudadana” se asienta en un reconocimiento expreso de la diversidad, la limitación de los Estados –o sea, del poder, de las “visiones ideológicas”, o de cualquier otro “modelo”- para fijarle a las personas determinadas condutas o creencias, y la celosa reafirmación cotidiana de la autonomía de los seres humanos para hacer lo que se les ocurra, en cuanto no afecte a los demás.
En términos de la política, la consecuencia de este cambio señala precisamente la diferencia entre “la vieja” y “la nueva”. La “vieja política” se sentía con derecho a imponer a las personas, a través de “programas” o “modelos”, determinadas conductas o comportamientos sin que interesara mucho lo que al respecto pensara cada uno. El poder hablaba, “legislaba”, y la gente debía obedecer. La política, el poder, limitaba de hecho en tal medida los derechos individuales que éstos terminaban rigiendo sólo en la letra de los textos constitucionales, sobre la ficción del origen democrático del poder.
En los nuevos tiempos, el arte de la buena política, por el contrario, es saber interpretar los intereses y las visiones diversas, y desarrollar el arte de hacerlos compatibles, articularlos, para hacer posible la convivencia de un mundo plural.
Los cambios en la actitud de los políticos, en este caso, indica su adaptación a los nuevos tiempos. La “vieja política” insistirá en definir desde los partidos el “objetivo” a imponerle a la sociedad. La “nueva política”, por el contrario, escuchará antes de hablar, será permeable a las visiones de los ciudadanos a los que se debe, comprendiendo que el ejercicio del poder democrático sólo se legitima si se referencia con los ciudadanos y pierde esa legitimidad si se cree superior a ellos.
La vieja política es intolerante, escudada en “principios” que esconden fundamentalismos, inquisiciones viejas y nuevas, intolerancia y en última instancia, la discriminación hacia el que piensa diferente, a quien se considera un ser equivocado al que se debe forzar a compartir la visión propia. La nueva política es tolerante, abierta, cultiva el “pensamiento debil” (Vattimo “dixit”) que supone respetar el pensamiento ajeno, considera a los principios sólo como una guía para la acción propia y tiene como supuesto fundamental respetar los principos del otro, tan digno como los propios.
La “vieja política” tiene un ejemplo paradigmático: la pareja Kirchner, que aunque llegue al paroxismo de la visión autoritaria, en realidad sólo proyecta hasta el ridículo una concepción del poder muy extendida en las prácticas de todas las fuerzas políticas. La “nueva política” se expresa en nuevos partidos como la Coalición Cívica, el Pro, e importantes voces en los partidos mayoritarios (radicales y peronistas) que entienden que antes de “hacer un programa” hay que escuchar qué quieren los ciudadanos, únicos verdaderos titulares de la soberanía. Una vez escuchadas las voces diferentes con el espíritu abierto, y recién entonces, debe asumirse el desafío de imaginar y proponer las medidas de gobierno que encaucen la potencialidad colectiva, teniendo en cuenta los valores que aglutinan a cada conglomerado político.
La hoja de ruta debe comenzar, entonces, por el paso más importante de todos: escuchando. Luego, reflexionando y elaborando la propuesta. Y por último, eligiendo los “hombres – bandera”. Así se consolidará una democracia madura, al servicio de los ciudadanos, y no una ficción democrática al servicio de burocracias y nomenclaturas.
Ricardo Lafferriere
lunes, 16 de agosto de 2010
Retenciones: ¿facultad del Ejecutivo?
Los pronunciamientos de Hermes Binner y Ricardo Alfonsín respecto a las facultades presidenciales para fijar las retenciones, que parecieran ser uno de los motivos desencadenantes del retiro de Elisa Carrió del Acuerdo Cívico y Social pone sobre el tapete la solidez de un importante sector de la oposición para ofrecer a la sociedad una alternativa al kirchnerismo que mire al futuro en lugar de seguir con su lastre en el pasado.
En diversas oportunidades hemos hablado sobre el tema retenciones. La crítica sobre este recurso fiscal se afirma en dos grandes núcleos conceptuales. El primero se refiere a la violación por parte del Estado de derechos individuales que la Constitución garantiza a los ciudadanos, en este caso específico el de “usar y disponer de su propiedad” –art. 14- y el de no ser objeto de confiscaciones de bienes –art. 17-. El límite de esta crítica es, en última instancia, el que fije la justicia sobre cuándo una prohibición comercial viola el derecho constitucional de usar y disponer de la propiedad, y el umbral a partir del cual una gabela se torna confiscatoria.
Pero el segundo es singularmente trascendente, porque hace a la forma democrática y republicana de gobierno, y se trata de qué órgano del Estado tiene competencia para fijar impuestos. Y no hay el más mínimo espacio de debate en una democracia que se defina como tal para reconocer esta facultad sólo y exclusivamente al Congreso de la Nación, a través de una ley formal y material.
Abrir la ventana interpretativa a la posibilidad de que sea el poder administrador el que tenga la facultad de imponer o modificar un impuesto en todo en parte, es renegar de la democracia republicana y acercarse peligrosamente a los procedimientos más cuestionados del kirchnerismo, que es su fuerte tendencia autoritaria y a la licuación de cualquier otro poder del Estado que no sea el presidencial. La circunstancia de que dos dirigentes, entre cuyas aspiraciones está la de acceder a la primera magistratura, se expresen así siembra la sospecha sobre su sinceridad en el apoyo a los reclamos del 2008 en un tema que no es marginal, sino central en el diseño de una sociedad moderna, plural, abierta, democrática y sujeta al estado de derecho.
Esta falencia ha sido y es la misma que convirtió una prometedora etapa de reconstrucción y lanzamiento al futuro –como vieron los argentinos a la iniciada en el año 2003- en una grotesca restauración de los vicios y deformaciones más criticables de nuestra historia, tirando por la borda una de las oportunidades más favorables para el país como la que se vivió entre 2003 y 2008.
Como ocurre con cualquier gestión, el kirchnerismo ha hecho cosas malas y buenas. Pero si hay algo que jamás tendrá una valoración positiva de este período de gobierno ha sido su primitiva concepción del ejercicio del poder, sin mediación normativa alguna, apoyado en grotescos comportamientos como el del Secretario de Comercio y sus patotas, adornados por una dialéctica presidencial escasamente ilustrada y una negación de la propia condición humana de cualquiera que exprese una discrepancia con el relato oficialista.
De ahí que una voz opositora que rescate justamente este reclamo kirchnerista de reconocer a la presidenta la facultad de establecer impuestos o decidir sus alícuotas, además de caer en la sanción fulminante de la propia Constitución Nacional –arts. 4, 7, 29 y 75 inc. 2 y 76- está renunciando a la posibilidad de construir una alternativa institucional superadora al kirchnerismo.
Una alternativa opositora con ese discurso será, simplemente, una mala copia del original que difícilmente entusiasme a los argentinos. No será alternativa. Ese discurso garantiza la permanencia del kirchnerismo ante el reconocimiento de que lo que se ofrece es más de lo mismo, sin aquellos aspectos positivos que la sociedad reconoce en la gestión de estos años pero insistiendo en su principal desatino: la burla al estado de derecho.
La expectativa de recambio de los argentinos ha sufrido con estos pronunciamientos un fuerte golpe, consecuencia del mal paso el de estos dos dirigentes, por otro lado prestigiosos y respetables, que han coadyuvado a otro mal paso de la tercera.
La agenda de futuro en la que los argentinos les gustaría reflejarse, mientras tanto, sigue ausente, desplazada del escenario público por debates de escaso contenido prospectivo y atado por arcaísmos que los constituyentes habían dado por superados ya en 1860, cuando anularon los derechos de exportación comprendiendo el daño que significaban para un país cuya principal riqueza, la producción agropecuaria, tenía en el mercado internacional su principal espacio de realización y en consecuencia no podía obstaculizarse por afanes fiscalistas.
Ricardo Lafferriere
En diversas oportunidades hemos hablado sobre el tema retenciones. La crítica sobre este recurso fiscal se afirma en dos grandes núcleos conceptuales. El primero se refiere a la violación por parte del Estado de derechos individuales que la Constitución garantiza a los ciudadanos, en este caso específico el de “usar y disponer de su propiedad” –art. 14- y el de no ser objeto de confiscaciones de bienes –art. 17-. El límite de esta crítica es, en última instancia, el que fije la justicia sobre cuándo una prohibición comercial viola el derecho constitucional de usar y disponer de la propiedad, y el umbral a partir del cual una gabela se torna confiscatoria.
Pero el segundo es singularmente trascendente, porque hace a la forma democrática y republicana de gobierno, y se trata de qué órgano del Estado tiene competencia para fijar impuestos. Y no hay el más mínimo espacio de debate en una democracia que se defina como tal para reconocer esta facultad sólo y exclusivamente al Congreso de la Nación, a través de una ley formal y material.
Abrir la ventana interpretativa a la posibilidad de que sea el poder administrador el que tenga la facultad de imponer o modificar un impuesto en todo en parte, es renegar de la democracia republicana y acercarse peligrosamente a los procedimientos más cuestionados del kirchnerismo, que es su fuerte tendencia autoritaria y a la licuación de cualquier otro poder del Estado que no sea el presidencial. La circunstancia de que dos dirigentes, entre cuyas aspiraciones está la de acceder a la primera magistratura, se expresen así siembra la sospecha sobre su sinceridad en el apoyo a los reclamos del 2008 en un tema que no es marginal, sino central en el diseño de una sociedad moderna, plural, abierta, democrática y sujeta al estado de derecho.
Esta falencia ha sido y es la misma que convirtió una prometedora etapa de reconstrucción y lanzamiento al futuro –como vieron los argentinos a la iniciada en el año 2003- en una grotesca restauración de los vicios y deformaciones más criticables de nuestra historia, tirando por la borda una de las oportunidades más favorables para el país como la que se vivió entre 2003 y 2008.
Como ocurre con cualquier gestión, el kirchnerismo ha hecho cosas malas y buenas. Pero si hay algo que jamás tendrá una valoración positiva de este período de gobierno ha sido su primitiva concepción del ejercicio del poder, sin mediación normativa alguna, apoyado en grotescos comportamientos como el del Secretario de Comercio y sus patotas, adornados por una dialéctica presidencial escasamente ilustrada y una negación de la propia condición humana de cualquiera que exprese una discrepancia con el relato oficialista.
De ahí que una voz opositora que rescate justamente este reclamo kirchnerista de reconocer a la presidenta la facultad de establecer impuestos o decidir sus alícuotas, además de caer en la sanción fulminante de la propia Constitución Nacional –arts. 4, 7, 29 y 75 inc. 2 y 76- está renunciando a la posibilidad de construir una alternativa institucional superadora al kirchnerismo.
Una alternativa opositora con ese discurso será, simplemente, una mala copia del original que difícilmente entusiasme a los argentinos. No será alternativa. Ese discurso garantiza la permanencia del kirchnerismo ante el reconocimiento de que lo que se ofrece es más de lo mismo, sin aquellos aspectos positivos que la sociedad reconoce en la gestión de estos años pero insistiendo en su principal desatino: la burla al estado de derecho.
La expectativa de recambio de los argentinos ha sufrido con estos pronunciamientos un fuerte golpe, consecuencia del mal paso el de estos dos dirigentes, por otro lado prestigiosos y respetables, que han coadyuvado a otro mal paso de la tercera.
La agenda de futuro en la que los argentinos les gustaría reflejarse, mientras tanto, sigue ausente, desplazada del escenario público por debates de escaso contenido prospectivo y atado por arcaísmos que los constituyentes habían dado por superados ya en 1860, cuando anularon los derechos de exportación comprendiendo el daño que significaban para un país cuya principal riqueza, la producción agropecuaria, tenía en el mercado internacional su principal espacio de realización y en consecuencia no podía obstaculizarse por afanes fiscalistas.
Ricardo Lafferriere
martes, 10 de agosto de 2010
Los ceros de la moneda
Los ceros de la moneda
Desde que nuestro país tiene moneda de circulación oficial, el peso ha perdido trece ceros, y ha cambiado de nombre cinco veces (moneda nacional, peso ley 18188, peso argentino, Austral y peso).
Hay otros países que han tomado decisiones parecidas. Francia le sacó dos ceros al Franco, antes del ingreso al Euro. Brasil hizo lo propio con su cruceiro. Otros, mantuvieron su signo y su denominación, referenciándose material o idealmente con el oro: la libra esterlina, el dólar norteamericano, el dólar australiano, el dólar canadiense. Ninguno, sin embargo, ha sufrido la desvalorización sistemática y persistente a largo plazo que ha deteriorado a la moneda argentina de curso legal.
Cuando leemos sobre nuestra historia, pocos quedamos satisfechos de esta situación, inédita en el mundo. Sentimos algo de vergüenza, pero a pesar de que las causas son conocidas y están estudiadas, la mayoría prefiere mirar para otro lado o simular distracción cuando se toman las medidas que producen este deterioro, cuyos efectos no son gratis: el principal es que la moneda no es usada para ahorrar e invertir, sino que la riqueza generada en condiciones de ahorrarse se transfiere inmediatamente a alguna divisa o valor (sea dólares, euros, oro, o títulos en moneda extranjera) para ponerla a resguardo de la arbitrariedad pública, restándola a la capacidad de inversión del país. En este momento, hay entre Ciento cincuenta mil y doscientos mil millones de dólares producidos por la economía nacional que han salido del circuito.
La expresión más conocida para referirse a este fenómeno se denomina “inflación”, la que es identificada, sin mucha precisión, como “aumento generalizado de precios”.
Como lo hemos dicho en esta columna, más que un aumento de precios la inflación significa “pérdida de valor de la moneda”. Y si tenemos en cuenta que la moneda es una unidad de cuenta entre otras cosas para el salario, las jubilaciones y pensiones, los retiros, su verdadera naturaleza queda patentizada en el empobrecimiento colectivo y cotidiano de los compatriotas de ingresos fijos.
Para disimular que los salarios son víctimas de un impuesto, el “impuesto inflacionario”, no decidido ni discutido por el Congreso, se prefiere esconderlo tras el aumento de precios, que no produce las mismas protestas directas y siempre puede achacarse a los comerciantes.
Una unidad de moneda nacional –el peso- que hasta el 2002 alcanzaba para comprar un dólar de ese momento, sólo alcanza hoy para comprar veinticinco centavos de un dólar devaluado. Si quisiéramos comprar un Euro, no podríamos hacerlo con noventa centavos de peso –como en aquellos tiempos- sino que necesitaríamos más de cinco pesos. O sea que con un peso no podríamos comprar más de Un Euro, como entonces, sino apenas veinte centésimos de Euro.
Si la cuenta se hiciera con un paquete de precios internos en lugar de con monedas extranjeras, la cuenta sería más cercana al Euro que al dólar. Con un peso de hoy, alcanzaríamos a comprar menos de la quinta parte de cosas que las que se podía comprar hace diez años. Y el proceso de deterioro se está acelerando rápidamente a partir de los últimos dos años.
Con las perspectivas de inflación –o sea, de deterioro de valor del peso- en la que coinciden los economistas privados, en un momento entre mediados del 2012 y mediados del 2013, el valor del dólar llegará a los diez pesos. O sea, el peso argentino valdrá la décima parte de lo que valía en el 2001, equivaldría a lo que en ese tiempo valía una moneda de diez centavos. Los años "K" le habrán agregado otro cero, en la mejor demostración de haber regresado a las andanzas que comenzaron cuando comenzó el estancamiento y la decadencia, por 1930. Ya no serán trece ceros, sino catorce.
Es posible que en ese momento, volvamos a acordarnos de la inflación como problema, y el gobierno de turno decida “sacarle un cero a la moneda”, para tener la sensación de que volvimos a ser un país “fuerte y serio”. El peso –o la denominación que lo reemplace- volvería a “valer un dólar”.
El “ego nacional” podría recuperarse, disimulando que, simplemente, habríamos agregado una nueva careta para esconder la realidad y la incapacidad general para enfrentarla. Con un país más atrasado y la gente más pobre. Aunque con unos pocos, más ricos. Sustancialmente más ricos.
Ricardo Lafferriere
Desde que nuestro país tiene moneda de circulación oficial, el peso ha perdido trece ceros, y ha cambiado de nombre cinco veces (moneda nacional, peso ley 18188, peso argentino, Austral y peso).
Hay otros países que han tomado decisiones parecidas. Francia le sacó dos ceros al Franco, antes del ingreso al Euro. Brasil hizo lo propio con su cruceiro. Otros, mantuvieron su signo y su denominación, referenciándose material o idealmente con el oro: la libra esterlina, el dólar norteamericano, el dólar australiano, el dólar canadiense. Ninguno, sin embargo, ha sufrido la desvalorización sistemática y persistente a largo plazo que ha deteriorado a la moneda argentina de curso legal.
Cuando leemos sobre nuestra historia, pocos quedamos satisfechos de esta situación, inédita en el mundo. Sentimos algo de vergüenza, pero a pesar de que las causas son conocidas y están estudiadas, la mayoría prefiere mirar para otro lado o simular distracción cuando se toman las medidas que producen este deterioro, cuyos efectos no son gratis: el principal es que la moneda no es usada para ahorrar e invertir, sino que la riqueza generada en condiciones de ahorrarse se transfiere inmediatamente a alguna divisa o valor (sea dólares, euros, oro, o títulos en moneda extranjera) para ponerla a resguardo de la arbitrariedad pública, restándola a la capacidad de inversión del país. En este momento, hay entre Ciento cincuenta mil y doscientos mil millones de dólares producidos por la economía nacional que han salido del circuito.
La expresión más conocida para referirse a este fenómeno se denomina “inflación”, la que es identificada, sin mucha precisión, como “aumento generalizado de precios”.
Como lo hemos dicho en esta columna, más que un aumento de precios la inflación significa “pérdida de valor de la moneda”. Y si tenemos en cuenta que la moneda es una unidad de cuenta entre otras cosas para el salario, las jubilaciones y pensiones, los retiros, su verdadera naturaleza queda patentizada en el empobrecimiento colectivo y cotidiano de los compatriotas de ingresos fijos.
Para disimular que los salarios son víctimas de un impuesto, el “impuesto inflacionario”, no decidido ni discutido por el Congreso, se prefiere esconderlo tras el aumento de precios, que no produce las mismas protestas directas y siempre puede achacarse a los comerciantes.
Una unidad de moneda nacional –el peso- que hasta el 2002 alcanzaba para comprar un dólar de ese momento, sólo alcanza hoy para comprar veinticinco centavos de un dólar devaluado. Si quisiéramos comprar un Euro, no podríamos hacerlo con noventa centavos de peso –como en aquellos tiempos- sino que necesitaríamos más de cinco pesos. O sea que con un peso no podríamos comprar más de Un Euro, como entonces, sino apenas veinte centésimos de Euro.
Si la cuenta se hiciera con un paquete de precios internos en lugar de con monedas extranjeras, la cuenta sería más cercana al Euro que al dólar. Con un peso de hoy, alcanzaríamos a comprar menos de la quinta parte de cosas que las que se podía comprar hace diez años. Y el proceso de deterioro se está acelerando rápidamente a partir de los últimos dos años.
Con las perspectivas de inflación –o sea, de deterioro de valor del peso- en la que coinciden los economistas privados, en un momento entre mediados del 2012 y mediados del 2013, el valor del dólar llegará a los diez pesos. O sea, el peso argentino valdrá la décima parte de lo que valía en el 2001, equivaldría a lo que en ese tiempo valía una moneda de diez centavos. Los años "K" le habrán agregado otro cero, en la mejor demostración de haber regresado a las andanzas que comenzaron cuando comenzó el estancamiento y la decadencia, por 1930. Ya no serán trece ceros, sino catorce.
Es posible que en ese momento, volvamos a acordarnos de la inflación como problema, y el gobierno de turno decida “sacarle un cero a la moneda”, para tener la sensación de que volvimos a ser un país “fuerte y serio”. El peso –o la denominación que lo reemplace- volvería a “valer un dólar”.
El “ego nacional” podría recuperarse, disimulando que, simplemente, habríamos agregado una nueva careta para esconder la realidad y la incapacidad general para enfrentarla. Con un país más atrasado y la gente más pobre. Aunque con unos pocos, más ricos. Sustancialmente más ricos.
Ricardo Lafferriere
martes, 3 de agosto de 2010
Las retenciones y la justicia social
Trece millones de argentinos viven en los cuatro mil kilómetros cuadrados del área metropolitana. Son el 40 % del país, viviendo en el 0,14 % del territorio nacional. Veintiocho millones de argentinos viven en los dos millones ochocientos mil kilómetros cuadrados restantes, el 99,85 % del territorio.
Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.
Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.
La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.
Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.
Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.
Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.
Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.
Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.
Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.
Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.
Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.
Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.
La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.
Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.
Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.
Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.
Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.
Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.
Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.
Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.
Degradante
Cristina en China
Otro viaje al exterior. Esta vez, a China.
Es dificil no adherir al propósito de aprovechar las ventajas que pueden obtenerse de una buena relación comercial con un país convertido, junto a Estados Unidos, en la locomotora del mundo.
En todo caso, lo dificil es hacerlo sin humillarse y sin humillar a los compatriotas que representa.
Como en oportunidad de su viaje a Cuba, ni una palabra salió de sus labios sobre la violación serial de derechos humanos en el país que visita. Hace unos meses, reclamábamos en este mismo sitio por la masacre realizada en Sin-Kiang (o Xinjiang), pidiendo que la Argentina levantara su voz en defensa del asesinato de seres indefensos. Hoy, sentimos con vergüenza la sucesión de disparates pronunciados oficialmente por la presidenta de la Nación frente a sus anfitriones, tales como que el peronismo y el maoismo son partidos similares, o que China es un país que siempre nos apoya (justamente en el medio de un diferendo comercial de más de dos mil millones de dólares al año).
“Acá sí que saben cómo tratar a la economía”, afirmó, con desparpajo, la presidenta argentina. Lo decía en un país que no tiene leyes laborales, que carece de normativa sobre la jornada de trabajo, ni salario mínimo vital y movil, sin paritarias ni discusión salarial, sin vacaciones ni descanso semanal –se trabaja siete días a la semana, corridos-, donde el sindicalismo libre es inexistente y cualquier reclamo salarial se reprime a sangre y fuego.
El viaje de Cristina Kirchner a China hubiera sido el mejor motivo para lo inverso: el viaje del presidente chino a la Argentina. Argentina les ha comprado trenes y material ferroviario sin licitación por 7.500 millones de dólares, le ha asegurado apoyo a la calificación de “economía de mercado” que pretende China –olvidando entre otras cosas su trabajo esclavo y la prohibición de la actividad sindical- y no ha logrado absolutamente nada en la reanudación de compras de aceite de soja, interrumpida desde hace meses por decisión de las autoridades del país asiático.
Eso no es todo. El reciente informe de Amnistía Internacional destaca que las autoridades chinas continuaron endureciendo las restricciones a la libertad de expresión, reunión y asociación; que defensores y defensoras de los derechos humanos fueron detenidos, procesados, recluidos bajo arresto domiciliario y sometidos a desaparición forzada; que el control sobre Internet y los medios de comunicación continuó siendo práctica generalizada; que las campañas de ‘mano dura’ dieron lugar a detenciones masivas en la Región Autónoma Uigur del Sin-kiang; que en las regiones habitadas por población tibetana se impidió el acceso de observadores de derechos humanos independientes; que las autoridades continuaron ejerciendo un férreo control sobre las prácticas religiosas; y que continuó la dura y sistemática campaña contra los seguidores de Falun Gong iniciada 10 años atrás.
La Argentina podría mirar para otro lado cuando se violan derechos humanos elementales en otro país. De hecho, Cristina Kirchner lo está haciendo, volviendo sobre sus pasos cuando destrató al presidente Obiang, de Guinea Ecuatorial, luego de invitarlo a visitar el país. Lo que es vergonzoso es hacerlo mientras se levantan en forma hipócrita esas banderas, en forma sesgada y mendaz. Y lo triste es que el poco prestigio que nuestro país aún podía exhibir en algún tema sea arrastrado en la ciénaga por el alegre relativismo ético de la presidenta.
La constante es la misma y es la actitud característica de la endeblez moral. Humillar a quién considera inferior. Humillarse ante quien se considera superior.
Lo contrario, exactamente lo contrario, de lo que haría un argentino bien nacido.
Ricardo Lafferriere
Otro viaje al exterior. Esta vez, a China.
Es dificil no adherir al propósito de aprovechar las ventajas que pueden obtenerse de una buena relación comercial con un país convertido, junto a Estados Unidos, en la locomotora del mundo.
En todo caso, lo dificil es hacerlo sin humillarse y sin humillar a los compatriotas que representa.
Como en oportunidad de su viaje a Cuba, ni una palabra salió de sus labios sobre la violación serial de derechos humanos en el país que visita. Hace unos meses, reclamábamos en este mismo sitio por la masacre realizada en Sin-Kiang (o Xinjiang), pidiendo que la Argentina levantara su voz en defensa del asesinato de seres indefensos. Hoy, sentimos con vergüenza la sucesión de disparates pronunciados oficialmente por la presidenta de la Nación frente a sus anfitriones, tales como que el peronismo y el maoismo son partidos similares, o que China es un país que siempre nos apoya (justamente en el medio de un diferendo comercial de más de dos mil millones de dólares al año).
“Acá sí que saben cómo tratar a la economía”, afirmó, con desparpajo, la presidenta argentina. Lo decía en un país que no tiene leyes laborales, que carece de normativa sobre la jornada de trabajo, ni salario mínimo vital y movil, sin paritarias ni discusión salarial, sin vacaciones ni descanso semanal –se trabaja siete días a la semana, corridos-, donde el sindicalismo libre es inexistente y cualquier reclamo salarial se reprime a sangre y fuego.
El viaje de Cristina Kirchner a China hubiera sido el mejor motivo para lo inverso: el viaje del presidente chino a la Argentina. Argentina les ha comprado trenes y material ferroviario sin licitación por 7.500 millones de dólares, le ha asegurado apoyo a la calificación de “economía de mercado” que pretende China –olvidando entre otras cosas su trabajo esclavo y la prohibición de la actividad sindical- y no ha logrado absolutamente nada en la reanudación de compras de aceite de soja, interrumpida desde hace meses por decisión de las autoridades del país asiático.
Eso no es todo. El reciente informe de Amnistía Internacional destaca que las autoridades chinas continuaron endureciendo las restricciones a la libertad de expresión, reunión y asociación; que defensores y defensoras de los derechos humanos fueron detenidos, procesados, recluidos bajo arresto domiciliario y sometidos a desaparición forzada; que el control sobre Internet y los medios de comunicación continuó siendo práctica generalizada; que las campañas de ‘mano dura’ dieron lugar a detenciones masivas en la Región Autónoma Uigur del Sin-kiang; que en las regiones habitadas por población tibetana se impidió el acceso de observadores de derechos humanos independientes; que las autoridades continuaron ejerciendo un férreo control sobre las prácticas religiosas; y que continuó la dura y sistemática campaña contra los seguidores de Falun Gong iniciada 10 años atrás.
La Argentina podría mirar para otro lado cuando se violan derechos humanos elementales en otro país. De hecho, Cristina Kirchner lo está haciendo, volviendo sobre sus pasos cuando destrató al presidente Obiang, de Guinea Ecuatorial, luego de invitarlo a visitar el país. Lo que es vergonzoso es hacerlo mientras se levantan en forma hipócrita esas banderas, en forma sesgada y mendaz. Y lo triste es que el poco prestigio que nuestro país aún podía exhibir en algún tema sea arrastrado en la ciénaga por el alegre relativismo ético de la presidenta.
La constante es la misma y es la actitud característica de la endeblez moral. Humillar a quién considera inferior. Humillarse ante quien se considera superior.
Lo contrario, exactamente lo contrario, de lo que haría un argentino bien nacido.
Ricardo Lafferriere
Las retenciones y la justicia social
Trece millones de argentinos viven en los cuatro mil kilómetros cuadrados del área metropolitana. Son el 40 % del país, viviendo en el 0,14 % del territorio nacional. Veintiocho millones de argentinos viven en los dos millones ochocientos mil kilómetros cuadrados restantes, el 99,85 % del territorio.
Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.
Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.
La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.
Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.
Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.
Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.
Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.
Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.
Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.
Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.
Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.
Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.
La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.
Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.
Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.
Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.
Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.
Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.
Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.
Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.
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