sábado, 6 de septiembre de 2008

¿Vuelve el radicalismo?


            La política se reorganiza. Como decíamos días atrás desde esta misma columna, los argentinos están reformulando su representación ensayando formas de articular la compleja realidad nacional con las demandas de una agenda adecuada a los nuevos problemas.

            La “etapa K” está virtualente superada y pocos reparan ya en ella. Es fuera del universo “K” donde se notan los movimientos e inquietudes más notables.

¿Cómo será la dinámica del reordenamiento político?

            ¿Lograrán los peronistas opositores “despegar” su futuro del desgaste irreductible del kirchnerismo o serán arrastrados por su derrumbe, llevándolo a una implosión como la sufrida por el radicalismo en el 2002? ¿Logrará la Coalición Cívica organizar sus formaciones territoriales, definir su plan de gobierno y organizar un sólido plantel de cuadros con capacidad de gestión ejecutiva? ¿Será exitoso el Pro en su administración porteña y se expandirá orgánicamente a todo el país? ¿Podrá resurgir el radicalismo, curiosamente revitalizado con el voto opositor de su afiliado más encumbrado –pero más denostado previamente-, al punto de concitar nuevamente la atención de la mayoría de la población? Y por último ¿confluirán, como es previsible, los espacios opositores en un acuerdo de gobierno que ofrezca credibilidad de gestión?

El futuro, por definición, está abierto, incluso a  los imprevistos más rotundos. Cualquier pronóstico deberá pasar el filtro de la realidad. Sin embargo, parecen dibujarse algunas tendencias que –bueno es destacar- no merecen aún el calificativo de “consolidadas”.

            Los movimientos de opinión en el nuevo tiempo argentino parecen marchar en dos direcciones: la primera, retomando la marcha interrumpida en 1930, orientada hacia el cumplimiento del programa de la primera modernidad: estado de derecho, calidad institucional, respeto a los derechos de los ciudadanos, homologabilidad de la gestión pública, federalismo. Es una dirección que incluye ponerle límites al Estado frente al ciudadano, potenciar la autonomía de las personas frente al poder y distribuir claramente ese poder entre las jurisdicciones previstas en la Constitución –nación, provincias, municipios- dentro del sistema de contrapesos y frenos propios de la democracia y el estado de derecho. Intolerante, además, frente a la corrupción.

            La segunda mira más al futuro, o como se dice en estos tiempos, hacia la “posmodernidad” o “segunda modernidad”. Incluye la agenda que atraviesa todo el mundo global, desde el justo tratamiento a las nuevas formas de trabajo y piso de dignidad para los excluidos, hasta el cuidado del ambiente; desde la necesidad de obtener nuevas fuentes primarias de energía ante el agotamiento del petróleo, hasta combatir el calentamiento global; desde extender la salud pública a todas las personas hasta prevenir las nuevas enfermedades y pandemias; desde aprovechar en plenitud los avances tecnológicos de difusión masiva, hasta participar creativamente en el entramado generador de ciencia y tecnología universal.

La nueva tareas van desde diseñar un sistema de transporte que optimice el consumo energético, esté al alcance de todos e integre el territorio, hasta garantizar a todos los argentinos el acceso a los servicios públicos de agua potable, saneamiento, energía, comunicaciones e internet. Desde reorganizar la educación para garantizar la adecuación de sus contenidos a la dinámica actual de la globalización y la revolución científico técnica y su accesibilidad universal hasta ubicar a algunas de nuestros centros de altos estudios en el nivel de excelencia planetaria –en cuyos quinientos primeros lugares no aparece ninguna universidad argentina-. Y desde garantizar la seguridad ciudadana sin tolerancia a ninguna clase de delitos, hasta desmantelar las redes de complicidades de varios escalones “glo-cales” (globales-locales) que trasladan la violencia global a la vida cotidiana de los argentinos.

            Esas dos direcciones son una expectativa vigente y atenta en los ciudadanos, aunque no se vean reflejadas en la acción actual de la dirigencia, impregnada en diversos grados por el ideologismo retardatario impuesto por el régimen “K” al debate argentino. Ese ideologismo es funcional al entramado decadente de sindicalistas enriquecidos y empresarios protegidos, de burocracias políticas ligadas a la corrupción policial y judicial del conurbano bonaerense y a engañosas “ONGs” de consignas falsarias actuando, como los partidos revolucionarios en los 70, de vasos comunicantes con un juego geopolítico ajeno a los intereses nacionales. Ideologismo que no calza en ninguna de las categorías actuales de “izquierdas” y “derechas” sino que responde a la más cruda pre-modernidad, ajena a la democracia, desconfiada de los ciudadanos y justificatoria de la violación de los derechos de las personas cuando conviene a sus objetivos políticos.

            En ese escenario debe ubicarse la refexión sobre el renacimiento del radicalismo. Partido instrumentador de la “primera modernidad”, tuvo un papel significativo en la articulación del debate nacional masificando la democracia. El radicalismo logró que los ciudadanos encarnaran el sistema político alberdiano, con la herramienta del sufragio, incorporando al funcionamiento institucional a las grandes mayorías. Su rol no fue “ideológico”, sino culminador del proyecto constitucional.

Nunca se identificó totalmente con las ideologías que motorizaron el siglo XX, porque el país nunca alcanzó a completar el programa del siglo XIX, y renació con fuerza cada vez que la democracia era mediatizada, negada o violada y los ciudadanos extrañaban su vigencia. Incluyó en su seno alas “progresistas” y “moderadas”, los Yrigoyen y los Alvear, procesando sus visiones en el marco democrático y de esta forma consolidó un espacio democrático-republicano frente a las visiones más autoritarias y populistas, menos apegadas al proyecto modernizador o al “progreso sin democracia”.

El siglo XX fue testigo de su incomodidad frente a los debates ideológicos y a la forzada interpretación de sus epopeyas por unos u otros, sin lograr encontrar las divisiones ideológicas claras en sus numerosas épicas. Alem fue revolucionario en 1890 junto a Mitre y otros próceres de la generación del 80. Yrigoyen y Alvear protagonizaron juntos la revolución de 1905. Yrigoyen fundó YPF y Alvear le dio su primer impulso enviando al Congreso la Ley de Nacionalización del Petróleo, que no pudo ser aprobada. Alvear fue un luchador sin cuartel contra el fraude de la década de 1930 y hasta los hasta hace poco denostados Tamborini y Mosca levantaron un programa avanzado que convocó a la opinión democrática-republicana, con socialistas y comunistas, ante lo que se sentía como llegada al país de la oleada autoritaria de la primera mitad del siglo XX. Hoy vemos sus consecuencias.

            Sus errores fueron también los errores de gran parte de la intelectualidad argentina. Fue luego de su derrota, en 1945, que algunos de sus pensadores se sumaron al naciente peronismo, inaugurando el “entrismo”que luego intentara la izquierda hasta su reciente experiencia “K”, en un camino que busca el éxito sin las molestias de la lucha. Quienes resistieron a la tentación del poder, se refugiaron, como tantas veces, en el republicanismo democrático, en la Constitución que ya Yrigoyen definiera como “programa partidario”. Y hubo de sufrir muchas veces las ironías y juicios despectivos de sucesivos intelectuales de diversas generaciones por su limitada programática. Hasta que se sentía su ausencia, se enseñoreaba el autoritarismo y el país volvía la mirada al viejo partido.

            Siempre tuvo dos prevenciones. De un lado, a quienes había vencido en 1916, los del “progreso sin pueblo”. Del otro, a quienes lo vencieron en 1945, los del “pueblo sin progreso”. Y siempre intuyó que el programa modernizador debía completarse incluyendo a unos y otros, con la herramienta de la democracia. Ni unos ni otros terminaron –ni terminan- de comprenderlo. Para unos, se trata de un partido que no comprende “las leyes de la economía” a las que conciben sin frenos, orientaciones ni límites y no comprenden que la democracia fue diseñada por los hombres para neutralizar los efectos más salvajes a que llega la economía libre cuando no tiene la orientación de la política. Para otros, se trata de un partido de miedosos, que no se anima a ejercer el poder cuando lo tiene, sin comprender que la democracia no da todo el poder al Estado, sino que está apoyada en el respeto fundamental a los derechos de los ciudadanos, entre los cuales la libertad económica es tan importante como el resto de sus libertades personales. Lo que el peronismo ve como “temor” es “responsabilidad democrática republicana” en el ejercicio del poder.

            Por supuesto que muchas veces se equivocó. Entre otras, cuando privilegió sus conflictos internos –y llego hasta dividirse- o cuando exageró sus afinidades ideológicas –y se hizo internamente intolerante-. Esos errores lo debilitaron en su principal misión en la política argentina: consolidar la democracia constitucional.

            Mientras tanto, el mundo se hizo más complejo y la Argentina se estancó en su debate de hace décadas. En ese escenario, el radicalismo busca hoy su papel indagando su utilidad para los tiempos que vienen.

            En ese “movimiento de placas tectónicas” a que hacía referencia más arriba, hay uno que tiene en el radicalismo, su ética y sus valores, un componente esencial: el programa de la modernidad, que como tantas veces en la historia, sigue pugnando por aparecer. Los ciudadanos que tradicionalmente han votado alguna vez al radicalismo se alinearon sin duda alguna en respaldo a la lucha del campo, por ejemplo, aún los que habían votado a Cristina Kirchner esperando que corrigiera los desatinos de su esposo. El voto de Cobos en el Senado los representó, y representó en ese instante decisivo la historia radical. No hubiera podido ser entendido un voto distinto, salvo una renuncia a la historia y los valores de su pertenencia identitaria.

            Ese pronunciamiento reabrió el debate de la necesidad –o utilidad- del reagrupamiento. Tomando distancia, pareciera que tal camino será necesario –o util- si fuera necesario profundizar el reclamo democrático republicano, en una actitud que no puede agotarse en la confluencia, sino que requiere ampliarse a partir de allí a todo el arco político. La democracia necesita que todos los actores del país la abracen con sinceridad. El radicalismo será imprescindible, aunque insuficiente. El triunfo mayor del radicalismo sería ver en el mismo escenario constitucional, funcionando limpiamente y sin deformaciones, a sus viejos rivales conservadores y peronistas. Cuando ello ocurra, el país habrá entrado en el mundo moderno, habrá soldado su unidad alrededor de la Constitución Nacional.

            Pero no agotará la demanda de los ciudadanos. Porque lo que sigue, inmediatamente –y me atrevería a decir, paralelamente- es encarar la agenda del nuevo siglo. Será un nuevo desafío, para cuyo éxito será imprescindible despegarse de las “durezas ideológicas” del siglo XX. Los nuevos desafíos reclaman nuevos tipos de alianzas, incluso de viejos rivales. Y requieren elaborar marcos conceptuales adecuados, más en línea con los debates que enfrenta el mundo global, del que la Argentina foma parte aunque su dirigencia se resista a tomar nota. Pero la mayoría de los argentinos lo saben: es una etapa de menos estructuras y más ciudadanos.

El radicalismo podrá ser util en esta nueva etapa si levanta la mirada a los años que vienen y prevé los desafíos que enfrentará el país en ese mundo global: educación, ambiente, energía, articulación económica adecuada al nuevo paradigma, piso de inclusión social, desarrollo científico-técnico, nuevas amenazas internacionales, delito global y complicidades “glo-cales” que traen el infierno a la vida cotidiana de la mano de las redes de tráfico de estupefacientes, armas, personas, lavado de dinero y marcas falsificadas; participación en la “alta gerencia” internacional –en cuyas puertas ya se encuentra Brasil, invitado periódico al G 8-. Las respuestas a esos problemas no están en la Carta de Avellaneda, como no lo están en las “Veinte Verdades Peronistas”, ni el el Manifiesto Comunista. Son nuevos problemas, propios del éxito de la modernidad –no de su fracaso- que abren nuevas demandas, que deben ser analizadas desde la “modernidad reflexiva”. La Coalición Cívica lo está entendiendo, al igual que el Pro.

            Si el radicalismo reduce su debate al limitado escenario de las anécdotas, perderá su ventaja. Podrá discutir con los socialistas quién es más socialdemócrata y con los liberales si es más racional que ellos en el manejo económico ––con lo limitado que ambas cosas significan en el mundo actual- y con los peronistas si es o no más “popular” que ellos en la construcción de clientelismo...; podrá discutir si es adecuado sancionar una “amnistía” que nadie pide o si “abre las puertas” de la vieja estructura a Julio Cobos –como si a la sociedad le interesara la vieja estructura...-. Perderá el tiempo, y perderá la historia, porque mientras tanto los ciudadanos es probable que busquen –y seguramente encuentren- una expresión política nueva, que no mire tanto al siglo XX sino que afine su mirada a las dramáticas pero apasionantes imágenes que se abren en el siglo XXI.

            Por el contrario, si el radicalismo sobre la base de la tolerancia democrática republicana se proyecta en foro de debate, reflexión y decisiones para esos nuevos problemas; si se convierte en un faro de luz y atracción a quienes se sienten soldados de la democracia republicana e ilumina el complicado escenario de los años que vienen; si se dedica a articular sin sectarismo las distintas visiones del pan-radicalismo y desde allí a generar un amplio consenso estratégico nacional; si actúa con la madurez de comprender que el papel de una organización política sólo se legitima si le sirve a los ciudadanos y a la sociedad, como lo ha hecho tantas veces en su historia, entonces sí tendrá muchos años por delante de utilidad y servicio a la democracia argentina.

 

Ricardo Lafferriere

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