Los episodios ocurridos en la última reunión del Consejo de la Magistratura han llegado al límite de lo escatológico. Por impulso de la senadora Conti se ha decidido dejar sin efecto un concurso para designación de magistrados porque ninguno de los que obtuvo mejores perfomances era cercano ideológicamente al gobierno. Difícilmente pueda imaginarse un dislate de tal magnitud en una república democrática...
Poco queda de las reformas que ilusionaron a muchos demócratas en 1994.
El federalismo sigue inexistente, subordinado a la discrecionalidad del poder central por la falta del dictado de la Ley de Coparticipación Federal de Impuestos, que debió ser sancionada antes del 31 de diciembre de 1996.
El “tercer senador por provincia”, destinado a garantizar pluralismo en la representación federal, fue burlado con las divisiones artificiales del partido mayoritario, para obtener tanto las representaciones mayoritarias como las de la minoría.
La delegación legislativa, expresamente prohibida, se ha convertido en una norma, alterando el equilibrio de relojería de mayorías relativas, representación popular y representación provincial previsto en la Constitución para la sanción de las leyes al igual que los decretos de “necesidad y urgencia”, con su reglamentación amañada que permite que el presidente y la mayoría simple de una Cámara sancione una ley válida.
La autonomía de la Capital Federal ha mejorado con la elección directa de su Jefe de Gobierno, es impotente por la falta de policía, la demora en la transferencia de la justicia, la ausencia de control de Personas Jurídicas, la dependencia del gobierno central en la política de transporte metropolitano y de grandes obras públicas y la ínfima coparticipación impositiva.
El Jefe de Gabinete de Ministros, como “fusible” ante las crisis políticas, no sólo fue inocuo para evitar la crisis política del 2001 sino que se ha transformado en un engendro institucional desmarcado de control por los superpoderes presupuestarios, que le permiten actuar discrecionalmente sin control parlamentario. Sus informes al Congreso, sin admitir réplicas ni abrir el debate, son inútiles. El verdadero jefe de la administración, por su parte, no puede ser convocado al Congreso porque no tiene funciones formales, aunque resida en Olivos.
El Ministerio Público “extra poder” ha sido subordinado al Poder Ejecutivo, que ejerce sobre el cuerpo de fiscales un control estricto para impulsar o evitar la causas según la conveniencia de la administración.
Y el Consejo de la Magistratura, por último, se ha convertido en una especie de Comisariato político, a través del cuál el poder ejecutivo mantiene atemorizado al poder judicial, con amenazas veladas de apertura de procesos amañados y de filtros ideológico-partidistas para acceder a la carrera judicial, como el demostrado días atrás por iniciativa de la Diputada Conti.
De todos los dislates, el último mencionado es el peor para la salud republicana. En los países en los que existe, el Consejo de la Magistratura es la garantía de profesionalidad, calidad técnica e independencia de la justicia y es indemne a cualquier intromisión política. A diferencia de la Argentina –principalmente luego de la reforma impulsada por la entonces Senadora Kirchner-, no incluye representantes políticos sino académicos, magistrados y abogados. En la Argentina es una herramienta de control de los jueces para garantizar impunidad y un comisariado ideológico para asegurar la parcialidad en la aplicación de las leyes penales.
La reconstrucción del Estado de Derecho deberá incluir entre sus capítulos más importantes terminar de una vez con este engendro y marchar hacia la construcción de una justicia independiente, alejada de la intromisión política y con garantía de inamovilidad.
Ricardo Lafferriere
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