viernes, 13 de marzo de 2009

¡Síganme... no los voy a defraudar!

¡Quién hubiera pensado que la frase de campaña de Carlos Menem en 1989, sintetizaría el mensaje de Cristina Kirchner a la Asamblea Legislativa! Pocas frases describen mejor que ésta la dialéctica y la práctica del populismo como método de relación y acción política, abarcador del vaciamiento del debate reflexivo y democrático, y la adopción de su opuesto, la delegación total de las decisiones políticas en una persona con su camarilla.
Más allá de la lucidez, brillo y hasta compromiso personal, no hay en el mundo de hoy posibilidad alguna de conducir organizaciones complejas sin asesores confiables, organismos de decisión plurales y ejecutores experimentados. No ya una gran empresa, o un país: ni siquiera un almacén de barrio puede gestionarse adecuadamente sin un adecuado asesoramiento legal, contable e impositivo que trasciende la propia persona del bolichero.
La Argentina, sin embargo, ha sido convertida en algo menos que un boliche de campo La discresionalidad en las decisiones, que no son debatidas ni reflexionadas ni siquiera por el partido del gobierno, está provocando el peligroso acercamiento al abismo y llevando a ese partido –por la solidaridad acrítica con que acompaña la marcha suicida de la pareja reinante- a su propio suicidio. Cuesta entender cómo dirigentes de experiencia de años en la gestión en los tres niveles del Estado pueden tolerar los dislates vacíos y contradictorios de quien alguna vez fuera calificada como “la mejor cuadro política que ha dado el peronismo desde Eva Perón” (Aníbal Fernández dixit), convertida hoy en la triste imagen del autismo, la mitomanía y el mal gusto.
Era un lugar común en la jerga popular la remanida frase del “roban, pero hacen”. De este curioso aportegma, cargado de cinismo, se pretendía derivar que el peronismo era el único partido en condiciones de gobernar la Argentina. Pues bien: ahí tienen. Inoperante como pocos, ineficiente en la gestión, incapaz en la detección de los problemas, balbuceante en el discurso, suicida en el rumbo. Del apotegma sólo queda la primera afirmación, esa sí sublimada a niveles orgiásticos. Está gobernando el peronismo, o al menos se gobierna en su nombre, con su apoyo irrestricto. Y así está la Argentina.
No sólo las encuestas sino todos los líderes de opinión, sociales, políticos y periodísticos, coinciden en señalar como principales preocupaciones de los argentinos en primer término la inseguridad reinante –acrecentada de la mano de los cárteles de la droga instalados en el país durante la gestión kirchnerista-, y en segundo término el deterioro educativo que ha llevado a nuestros jóvenes a convertirse en los peores educados del continente.
Sin embargo, ni la seguridad ni el deterioro educativo formaron parte del análisis presidencial, ni de planes de trabajo elaborados para superar ambos patéticos problemas.
“Síganme, no los voy a defraudar” es nuevamente el mensaje rudimentario y tosco que subyace en como sustrato del discurso oficial, que es expresado sin embargo con la misma autosuficiencia de la que hablara Mallea en su inolvidable descripción del “argentino de la representación”, que sabe siempre mostrarse bien pero que carece de la esencia del ser, la que vive en lo profundo del país, en los valores culturales y morales del “argentino invisible”. Habla bien... pero no dice nada.
Hace un año estábamos en vísperas del comienzo de la gesta de los “argentinos invisibles”, tomando visibilidad con sus banderas nacionales y sus cánticos patrios, con sus manos entrelazadas para levantar una barrera frente a la prepotencia del dedito levantado y la voz impostada tratando de justificar el saqueo con engañosas invocaciones a la redistribución. Había ahí muchos, compatriotas que por encima de sus adhesiones radicales, peronistas, liberales, demócratas progresistas, levantaban su esencia ciudadana. Lograron frenar uno de los manotazos cleptómanos más descarados. Y muchos pensamos que luego de ese ejemplo, escarmentarían.
Sin embargo, ahí están. Una actitud profundamente antidemocrática y autoritaria, negándose cerrilmente a responder a las demandas de las mayorías, se reiteró en la sesión de apertura del período ordinario de sesiones del Congreso. No faltó nada: los aplausos sobones, las barras alquiladas, los colectivos con choripanes, las voces exaltadas de D’Elía y Pérsico, la presencia de los más serviles y la doble coerción –obsoleta e inutil- de la censura a la prensa libre para cubrir nada menos que una sesión del parlamento, junto a la cadena nacional que no perdonó ni a los canales de cable. Nadie escuchó el discurso. El rating de todos los canales sumados no alcanzó a cinco puntos.
Los argentinos no creen a su presidenta. Es más: les resulta intolerable hasta escucharla.
Ella, mientras, sigue con su metamensaje, que si en Menem era un pedido, en ella suena como permanente amenaza: “síganme, no los voy a defraudar”.
Las fuerzas de oposición, la C.C., la UCR, el Pro, están mientras tanto mostrando el camino de la Argentina que viene. Desde su abanico plural y amplio colorido están construyendo la cultura del dialogo estratégico, con iniciativas parlamentarias y trabajos conjuntos dirigidos a la reconstrucción de la democracia destruida. Importantes dirigentes del peronismo están siguiendo ese camino, sin renunciar a su vieja identidad. No es necesario confluir en listas únicas: sí es imprescindible el respeto recíproco, la consideración mutua, la preocupación por la Argentina de todos y el recuerdo permanente que la política sólo se legitima si se asienta en el respeto a los ciudadanos, base de todo el edificio institucional erosionado todos los días por la pretensión de suma del poder público impulsada sin escrúpulos por el oficialismo.
La frase debe ser desterrada para siempre de la convivencia nacional. La Argentina que viene resultará del diálogo, el consenso, la inteligente imbricación con el mundo, el respeto irrestricto a la soberanía de los ciudadanos y el funcionamiento institucional y la incorporación al debate reflexivo de los problemas que los argentinos sienten como los más importantes. Entre los cuales, claramente, no está cambiar su auto o la bicicleta con el dinero robado a los ahorristas previsionales, robarle a los chacareros el producido de su trabajo con nuevos mecanismos asfixiantes o utilizar el poder y los fondos públicos para alinear voluntades y agrandar las alforjas propias y de los amigos del poder.


Ricardo Lafferriere

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