El rápido esclarecimiento del asesinato del policía Aldo Garrido muestra crudamente un conjunto de emergentes sobre la debilidad de los valores y de los lazos en que se asienta la convivencia en la zona metropolitana de nuestro país.
Y también evidencia la inconsistencia de los “paradigmas iconográficos” instalados en el imaginario oficial sobre los policías, los delincuentes y los delitos.
Un policía ejemplar, de vocación y dedicación a su misión como los confiables y solidarios funcionarios cuya misión los niños argentinos aprendían a respetar y querer en la escuela primaria, se muestra como contraejemplo de las bandas de comisarios secuestradores y vinculados al narcotráfico que también se han visto estos días.
Una pareja de delincuentes –uno de ellos, reincidente- alejado de las imágenes de tenebrosos gangsters con temibles rostros y carentes de cualquier esbozo de afectos, muestra por el contrario el aspecto de un matrimonio “casi normal”, facilmente identificables como uno de entre los miles que habitan el país. Tan “normal” que portaban entre sus efectos personales el que finalmente los llevaría a caer: la fotografía de su hijo en el Jardín de Infantes al que concurría.
Y un delito contra la propiedad por el que, en el peor de los casos, hubiera correspondido un par de años de detención efectiva –debido al criterio de juzgamiento de nuestras leyes y tribunales-, para evitar la cuál reaccionaron cortando la vida de una persona honorable que temían que frustrara su acción, fue el drama.
La banalidad del mal, que Ana Arendt analizara en oportunidad del juicio a Albert Eichmann, muestra en este caso otro matiz, tan o más terrible que aquél.
En aquella oportunidad, Arend reflexionaba sobre la ausencia de valores en las decisiones imputadas a Eichmann, quien daba por supuesto, al momento de firmar las órdenes de traslado de miles de personas a los campos de Auschwitz, que estaba haciendo lo correcto, aceptado como tal por su gobierno y sin ningún cuestionamiento de su sociedad. Le tocaba estar ahí, ser él el que pusiera los sellos y las firmas en los documentos previstos para tal fin, y así actuaba, creyendo ser un buen militar y un buen ciudadano. La pensadora judía llegó hasta detectar en sus investigaciones algunas oportunidades puntuales en las que ese hombre, cuando tuvo oportunidad de actuar discrecionalmente, había desviado contingentes de detenidos hacia campos en los que no había comenzado el exterminio, e incluso hacia su expulsión a Palestina. La “banalidad del mal”, en la visión de Arendt, estaba en el sistema estatal nazi, organización para la que cualquier calificativo –criminal, horrendo, diabólico...- no alcanza a describir porque desbordaba cualquier pauta ética conocida o elaborada por la filosofía en sus miles de años de reflexión. Simplemente, el mal en su esencia más pura había sido banalizado al punto de ser erradicado de la reflexión y borrado como contra-valor de la convivencia humana.
La muerte de Garrido muestra obvias diferencias. No hay un “plan criminal”, al menos elaborado como el nazi. No hay un sustento teórico para el crimen, como pretendía haberlo en el estado nacional-socialista. No hay tampoco un objetivo genocida, como se desprendió de la “Conferencia de Wansee” que decidió la eliminación de once millones de judíos. Desde este enfoque, la relación “Estado-mal” está lejos de la situación existente en la Alemania nazi.
Pero sí existe una actitud estatal que puede compararse: la banalización del mal. La sensación de que “todo vale” y de que no hay leyes que regulen la convivencia. La justificación de cualquier acto delictivo no sólo por la contra-ejemplaridad de un poder corrupto hasta la médula sino por la contra-ejemplaridad de la ausencia de valoración negativa hacia cualquier delito, sea robo, agresión o crimen, con la justificación en la presunta esencial injusticia del “sistema”. Cinco años llevan en el gobierno, y aún la palabra “inseguridad” no ha aparecido en los discursos presidenciales a pesar de la terrible realidad que vivimos. Está borrada, tanto como la palabra “democracia”.
Es el mensaje que asoma del crimen de Garrido. Un policía bueno (que sobrevivió a la persecusión del kirchnerismo a cualquiera que vista uniforme). Una familia “casi normal”, para la que resulta “casi normal” asesinar a un policía porque podía impedirle robar algunos pocos efectos –hecho que muy posiblemente, considerarara normal y dentro de sus derechos..-. Y afectos que no alcanzaron para neutralizar el mal. Ni los de los vecinos que querían a Garrido, ni los de los asesinos que –seguramente- quieren a su hijo, al punto de llevar su foto en el llavero que terminó con ellos en la cárcel. El mal, liberado en su terrible banalidad, fue superior en su efecto destructor.
Quizás sea discutible la extensión del mal y su peligrosa instalación en el maniqueísmo con su opuesto. Lo que es indiscutible es que existe y que nos convoca a trabajar para limitarlo, si no podemos erradicarlo. Ese límite no llegará de justificaciones ideológicas a sus efectos, ni de la creación de un “contra-mal” que a la postre signifique su triunfo, como lo sería el endurecimiento de la convivencia hasta llegar a la absoluta intolerancia recíproca. Debe llegar de una alianza madura y coordinada que no puede tener otra base que la reinstalación del estado de derecho, con su definición fundamental: todos los ciudadanos son iguales ante la ley, que debe aplicarse a todos por igual, desde el Presidente hasta el último ciudadano. Es el fundamento último del respeto universal a los derechos humanos, el que fue violado por las leyes nazis y el que es violado por la ausencia de ley entre nosotros.
Neutralizar las políticas de seguridad por el debate eterno sobre sus causas sociales o sus efectos terribles es el peor camino. No se trata de “lo uno, o lo otro”. Se trata de “lo uno, y también lo otro”. Atacar fuertemente las complicidades “globales-locales” del delito. Fortalecer las políticas públicas y las acciones solidarias de inclusión –educativa, social-. Respaldar claramente el combate al delito con la jerarquización y equipamiento de las fuerzas de seguridad y judiciales. Reforzar la ejemplaridad del Estado, llevando a los grandes ladrones a la justicia y siendo implacables con ellos. Todo ello está en la Constitución y en las leyes. No es necesario inventar la pólvora.
El símbolo de la fotografía del niño –que es el futuro, el triste futuro del país que se está diseñando en estos tiempos “K”- permitiendo a la justicia atrapar a sus padres delincuentes, quizás deje una luz de esperanza, por su conmocionante consecuencia. Pero es apenas un consuelo. No borrará el delito. No resucitará al policía héroe ni lo traerá de nuevo con su familia. No reconstruirá la confianza de los vecinos. Y mucho menos restaurará la familia de los delincuentes asesinos en una vida virtuosa.
Terminar con la banalización del mal obliga a valorar el bien. Como política pública y como decisión de todos. El estado “K” no ha planificado, como Hitler, la aplicación del mal mientras lo banalizaba en la consideración pública. Pero está haciendo algo muy peligroso: borrar la diferencia entre el mal y el bien, llevando a la sociedad la sensación de indiferencia entre ambos, la inexistencia de la opción y su consecuente auto-liberación de cualquier obligación política o ética. El “bien” ha abandonado su papel como guía de las políticas públicas y el “mal” como peligro que el Estado –las personas organizadas políticamente- debe evitar.
Y ese “todo vale” del poder deviene, para muchos, en un indicador de que es un principio que también rige para las personas. La “banalización del mal” desbordó el Estado y se está volcando, avasallante, en la convivencia contidiana.
Ricardo Lafferriere
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