martes, 14 de septiembre de 2010

Democracia y mercado

La democracia surgió en Europa como una rebelión de las personas comunes para limitar el poder del Estado absolutista, en un proceso que comenzó en el siglo XIII en Inglaterra (Carta Magna, 1215) y se extendió hasta la Revolución Francesa (1789). Su consigna de lucha fueron “las leyes”, de alcance neutral y general, resguardando para las personas el marco de libertad frente al que debía rendirse la discrecionalidad del poder. Entre esas libertades, la de trabajar, producir, comerciar, comprar y vender, eran motivadoras frente a la discrecionalidad de los señores feudales, obispos y reyezuelos que decidían en forma autoritaria qué se podía hacer, el monto de las contribuciones e impuestos y los escasos islotes de autonomía personal autorizados a los ciudadanos. Democracia y mercado, en un comienzo, fueron sinónimos. Los unificaba la consigna democrática. Frente a ambos, estaba el poder.

Las revoluciones liberales cambiaron la ecuación. Vencido el poder absoluto de las monarquías, el Estado comenzó a reflejar una realidad más compleja, convirtiéndose en el campo de lucha de los diferentes intereses que pugnaban en el capitalismo originario. Los sectores más dinámicos y pudientes no tardaron en ponerlo a su servicio, para terminar con los restos de los privilegios feudales, pero abrieron el camino a nuevas injusticias traducidas en la desprotección que implicaban las reglas de funcionamiento “neutral” al aplicarse a personas con diferentes posiciones económicas. Y cuando el trabajo se identificó a una mercancía, democracia y mercado comenzaron a ver crujir sus viejas solidaridades.

El Estado ayudó al capitalismo a desarrollarse, porque era la única forma de crecimiento económico conocido. La opción feudal no era alternativa, en un momento en que la carrera se había lanzado aceleradamente en el plano internacional y el crecimiento económico era identificado con el poder nacional. Hoy, y luego de la implosión del sistema que se pretendió a sí mismo como “superador” del capitalismo, no queda en el mundo otro sistema económico que el capitalista, adoptado no sólo por sus países “bandera”, sino por los ex - socialistas de Europa Oriental, Rusia, China y hasta por los protagonistas de los nuevos conflictos, como los integristas islámicos, capitalistas más extremos que los propios Estados Unidos, porque no lo conciben asentado en la democracia sino en dogmas religiosos.

El siglo XX fue testigo de toda clase de combinaciones, asociaciones y divergencias. La tendencia fue un fuerte avance de los Estados ante el mercado liderados por las visiones más extremas, el comunismo y los fascismos, pero seguidos por las democracias occidentales que sostuvieron la necesidad de Estados con fuerte intervención en la economía tanto en Gran Bretaña, Francia y los países nórdicos, como en los propios Estados Unidos en que el Estado no interviene como propietario pero decide objetivos y los sostiene con gasto público. Hasta que llegó la globalización.

Las grandes novedades de la globalización en este campo de análisis son la debilidad creciente del poder político para disciplinar al capital, que sortea los bordes nacionales y se maneja con el mundo como único mercado, por un lado; y el surgimiento de los ciudadanos como protagonistas directos, potenciados por la exponencial revolución de las comunicaciones y la Internet, que convierten al mundo en un dedal, invierten el panóptico foucaultiano y provoca que en lugar de sentirse observadas por el poder al estilo de lo predicho por Orwell en “1984”, las personas adquieren la potestad de observar hasta los pliegues más intimos del poder, que comienza a estar arrinconado por una situación que no había conocido nunca. El “secreto”, fundamento central de su tradicional imperio frente a las personas, fue carcomido en diferentes frentes hasta hacer al poder extremadamente vulnerable a inciativas que pueden surgir de cualquier lado, de manera imprevista e imprevisible, debilitándolo y neutralizándolo.

Por supuesto que el proceso no es lineal y subsisten Estados más autoritarios y más disciplinados, frente a otros en los que el protagonismo ciudadano es más directo. Pero un rápido recorrido a la prensa internacional muestra la tendencia en forma indiscutible: los ciudadanos hoy no sólo tienen menos temor de los Estados, sino que se sienten más convencidos que nunca de sus derechos para reclamar, exigir, controlar y denunciar, en todos lados del mundo. No sienten que los Estados sean la expresión de la democracia, sino que, por el contrario, más veces de las convenientes son identificados con intereses que coartan libertades, generan más problemas que los que arreglan, y producen más mortificaciones que felicidad en los ciudadanos comunes. Estado y democracia no son ya sinónimos, y la primera reacción de las personas frente al Estado no es de solidaridad, simpatía y apoyo sino de recelo, antipatía y autodefensa.

El resultado en nuestra reflexión no se hizo esperar. Mercado y democracia vuelven a protagonizar un juego diferente y, en ocasiones, a mostrarse nuevamente juntos, esta vez asentados en dos grandes tendencias: el poder de los ciudadanos, que ya no aceptan que el Estado les indique qué comprar, qué vender, qué producir, qué comerciar o a qué precio hacerlo, o directamente qué hacer con sus vidas; y el poder del capital, que se encuentra en condiciones de evadir cualquier intento del Estado de volver a disciplinarlo en temas que son propios de su órden de funcionamiento (en términos pascalianos), por los mecanismos de la economía globalizada. El Estado, por su parte, ha perdido gran parte de su representatividad social y ha quedado reducido en el mejor de los casos a expresar los intereses de diferentes “nomenclaturas” que, en rigor, no se representan más que a sí mismas y en el peor a convertirse en una herramienta de captación corrupta de recursos para las camarillas que han llegado a detentarlo. Será necesario un titánico esfuerzo ético y un profundo cambio de la conducta política para recuperar la confianza y la credibilidad de los ciudadanos y reconstruir los lazos de la representación política.

Ese es el escenario actual, que llegamos a ver en la Argentina. Los ciudadanos se sintieron cerca de los productores agropecuarios, en su lucha defendiéndose del Estado. Se ubican mayoritariamente del lado de las empresas bloqueadas por las patotas sindicales ligadas al Estado. De la misma manera, están mayoritariamente al lado de Fibertel, o de Cablevisión, atacados por el poder. Y a pesar de la tradicional descofianza en los grandes multimedios, está claro que hasta Clarín les inspira más simpatía que Kirchner en un contradictorio que ya descalificaron como autoritario y tendencioso.... por no hablar del affaire de “Papel Prensa”, en el que mayoritariamente las personas se ubican en las antípodas del Estado y cerca de los medios privados.

¿Esto quiere decir que se ha recreado la alianza originaria entre mercado y democracia, y vuelven a ser sinónimos? Aunque la respuesta debe ser necesariamente matizada, las democracias más modernas, aún las “socialistas” como las lideradas por José Mujica, Lula o Rodríguez Zapatero son claramente pro-mercado. Y aunque la cuestión está lejos de merecer una opinión lineal, lo que está claro es que considerarlos enemigos sistémicos y permanentes es aventurado ya que, por el contrario, puestos a optar y aunque mantengan recelos claros y justificados frente al mercado y sus tendencias monopólicas, los ciudadanos parecen preferir la libertad de elegir entre opciones plurales en mercados abiertos a los dudosos beneficios de las decisiones impuestas desde el poder, en nombre de presuntos intereses de “mayorías” que no creen en él ni lo sienten de su lado.

Ricardo Lafferriere

Importamos carne...

Hace tres años, cuando la ex Ministra de Economía Felisa Micelli decidió prohibir la exportación de carnes con el argumento que “en el exterior, su precio es demasiado caro” y que volveríamos a exportar “cuando baje”, sostuvimos que ese absurdo razonamiento económico condenaría a la Argentina a desmantelamiento de su sector ganadero, y a la importación de carne.

Por supuesto que nuestra voz no fue un reclamo solitario. Simplemente se sumó al reclamo de miles de productores que no necesitaban los títulos académicos de la ministra para saber algo que surge del sentido común: si no hay precios compensatorios, cualquier actividad desaparece. Nadie trabajará sabiendo que en lugar de ganar, pierde.

En aque momento decíamos que esa argumentación retrocedía a tiempos anteriores a la Representación de los Hacendados, redactada por Mariano Moreno y considerada una fuente de la Revolución de Mayo, e incluso era previa al pensamiento de nuestro primer economista, Manuel Belgrano.

Las noticias de hoy nos confirman que aquella advertencia, que en el momento en que fue emitida parecía ciencia ficción, se está convirtiendo en una increíble realidad: la Argentina está importando carne cada vez en mayor cantidad.

El beneficiario de esta necesidad argentina es nuestro vecino Uruguay, que en un año ha visto crecer sus exportaciones de carnes a la Argentina en un 70 %.

Uruguay siguió una política exactamente inversa a la argentina, con la lúcida gestión del actual presidente José Mujica, quien desde su anterior cargo de Ministro de Agricultura y Ganadería, liberó totalmente la exportación de carnes y logró que su país, contando con un rodeo que es la quinta parte del argentino (apenas 12 millones de cabezas) pudiera exportar 550.000 toneladas al año, mientras que Argentina, con un rodeo que se acercaba –antes del kirchnerismo- a 60 millones de cabezas, no llegara a las 400.000 toneladas.

Hoy, la situación del mercado de carnes es la consecuencia de las políticas destructivas de Kirchner y Moreno. El rodeo ha caído a 48 millones de cabezas, no se ha podido cumplir ni siquiera con la Cuota Hilton y el país está exportando la mitad del tonelaje de carnes que exporta Uruguay.

Pero eso no es lo peor: la carne está desapareciendo de las carnicerías y góndolas, simplemente porque no hay. La destrucción del stock ganadero ha provocado que no exista más ganado, que no se puede fabricar de un día para otro, y eso genera el incremento de su precio a niveles que superan cualquier presupuesto de hogares populares.

Mientras tanto, el gobierno ha dejado de hablar de la carne, como los niños que cometen una travesura y la silencian para no sentirse responsables. La diferencia es que ya somos grandes y la travesura ha costado a los argentinos poner en camino de su desaparición a una actividad que podría ser pujante y estar sosteniendo a una gran parte de la economía nacional.

Mientras en el Uruguay, decidido a profundizar su revolución ganadera, se terminará este año con la inclusión de la totalidad de su rodeo en el proceso de trazabilidad (que significa que todos los animales producidos tendrán un seguimiento particularizado, desde su nacimiento hasta su faena, en información sobre genética, alimentación, eventuales medicamentos y episodios destacables de su vida), convirtiéndose en el único país de la región con este grado de extensión de la trazabilidad, en la Argentina el Secretario Moreno prosigue con su discrecional manejo de intervención grotesca planeando cupos de fanea, distribución forzosa de lotes a diferentes frigoríficos amigos y manipulación de precios a niveles que, a pesar de su incremento, son inferiores a los costos de producción.

Menos producción, menos exportaciones, menos consumo, menos actividad frigorífica, menos trabajadores, menos impuestos recaudados. Los dos grandes responsables, Néstor Kirchner y Guillermo Moreno, mientras tanto y como si nada pasara, continúan sancionando dislates y tomando medidas con éste y otros sectores, con la impunidad que les otorga saber que, destrocen lo que destrocen, no habrá para ellos sanción alguna.

Ricardo Lafferriere