La democracia surgió en Europa como una rebelión de las personas comunes para limitar el poder del Estado absolutista, en un proceso que comenzó en el siglo XIII en Inglaterra (Carta Magna, 1215) y se extendió hasta la Revolución Francesa (1789). Su consigna de lucha fueron “las leyes”, de alcance neutral y general, resguardando para las personas el marco de libertad frente al que debía rendirse la discrecionalidad del poder. Entre esas libertades, la de trabajar, producir, comerciar, comprar y vender, eran motivadoras frente a la discrecionalidad de los señores feudales, obispos y reyezuelos que decidían en forma autoritaria qué se podía hacer, el monto de las contribuciones e impuestos y los escasos islotes de autonomía personal autorizados a los ciudadanos. Democracia y mercado, en un comienzo, fueron sinónimos. Los unificaba la consigna democrática. Frente a ambos, estaba el poder.
Las revoluciones liberales cambiaron la ecuación. Vencido el poder absoluto de las monarquías, el Estado comenzó a reflejar una realidad más compleja, convirtiéndose en el campo de lucha de los diferentes intereses que pugnaban en el capitalismo originario. Los sectores más dinámicos y pudientes no tardaron en ponerlo a su servicio, para terminar con los restos de los privilegios feudales, pero abrieron el camino a nuevas injusticias traducidas en la desprotección que implicaban las reglas de funcionamiento “neutral” al aplicarse a personas con diferentes posiciones económicas. Y cuando el trabajo se identificó a una mercancía, democracia y mercado comenzaron a ver crujir sus viejas solidaridades.
El Estado ayudó al capitalismo a desarrollarse, porque era la única forma de crecimiento económico conocido. La opción feudal no era alternativa, en un momento en que la carrera se había lanzado aceleradamente en el plano internacional y el crecimiento económico era identificado con el poder nacional. Hoy, y luego de la implosión del sistema que se pretendió a sí mismo como “superador” del capitalismo, no queda en el mundo otro sistema económico que el capitalista, adoptado no sólo por sus países “bandera”, sino por los ex - socialistas de Europa Oriental, Rusia, China y hasta por los protagonistas de los nuevos conflictos, como los integristas islámicos, capitalistas más extremos que los propios Estados Unidos, porque no lo conciben asentado en la democracia sino en dogmas religiosos.
El siglo XX fue testigo de toda clase de combinaciones, asociaciones y divergencias. La tendencia fue un fuerte avance de los Estados ante el mercado liderados por las visiones más extremas, el comunismo y los fascismos, pero seguidos por las democracias occidentales que sostuvieron la necesidad de Estados con fuerte intervención en la economía tanto en Gran Bretaña, Francia y los países nórdicos, como en los propios Estados Unidos en que el Estado no interviene como propietario pero decide objetivos y los sostiene con gasto público. Hasta que llegó la globalización.
Las grandes novedades de la globalización en este campo de análisis son la debilidad creciente del poder político para disciplinar al capital, que sortea los bordes nacionales y se maneja con el mundo como único mercado, por un lado; y el surgimiento de los ciudadanos como protagonistas directos, potenciados por la exponencial revolución de las comunicaciones y la Internet, que convierten al mundo en un dedal, invierten el panóptico foucaultiano y provoca que en lugar de sentirse observadas por el poder al estilo de lo predicho por Orwell en “1984”, las personas adquieren la potestad de observar hasta los pliegues más intimos del poder, que comienza a estar arrinconado por una situación que no había conocido nunca. El “secreto”, fundamento central de su tradicional imperio frente a las personas, fue carcomido en diferentes frentes hasta hacer al poder extremadamente vulnerable a inciativas que pueden surgir de cualquier lado, de manera imprevista e imprevisible, debilitándolo y neutralizándolo.
Por supuesto que el proceso no es lineal y subsisten Estados más autoritarios y más disciplinados, frente a otros en los que el protagonismo ciudadano es más directo. Pero un rápido recorrido a la prensa internacional muestra la tendencia en forma indiscutible: los ciudadanos hoy no sólo tienen menos temor de los Estados, sino que se sienten más convencidos que nunca de sus derechos para reclamar, exigir, controlar y denunciar, en todos lados del mundo. No sienten que los Estados sean la expresión de la democracia, sino que, por el contrario, más veces de las convenientes son identificados con intereses que coartan libertades, generan más problemas que los que arreglan, y producen más mortificaciones que felicidad en los ciudadanos comunes. Estado y democracia no son ya sinónimos, y la primera reacción de las personas frente al Estado no es de solidaridad, simpatía y apoyo sino de recelo, antipatía y autodefensa.
El resultado en nuestra reflexión no se hizo esperar. Mercado y democracia vuelven a protagonizar un juego diferente y, en ocasiones, a mostrarse nuevamente juntos, esta vez asentados en dos grandes tendencias: el poder de los ciudadanos, que ya no aceptan que el Estado les indique qué comprar, qué vender, qué producir, qué comerciar o a qué precio hacerlo, o directamente qué hacer con sus vidas; y el poder del capital, que se encuentra en condiciones de evadir cualquier intento del Estado de volver a disciplinarlo en temas que son propios de su órden de funcionamiento (en términos pascalianos), por los mecanismos de la economía globalizada. El Estado, por su parte, ha perdido gran parte de su representatividad social y ha quedado reducido en el mejor de los casos a expresar los intereses de diferentes “nomenclaturas” que, en rigor, no se representan más que a sí mismas y en el peor a convertirse en una herramienta de captación corrupta de recursos para las camarillas que han llegado a detentarlo. Será necesario un titánico esfuerzo ético y un profundo cambio de la conducta política para recuperar la confianza y la credibilidad de los ciudadanos y reconstruir los lazos de la representación política.
Ese es el escenario actual, que llegamos a ver en la Argentina. Los ciudadanos se sintieron cerca de los productores agropecuarios, en su lucha defendiéndose del Estado. Se ubican mayoritariamente del lado de las empresas bloqueadas por las patotas sindicales ligadas al Estado. De la misma manera, están mayoritariamente al lado de Fibertel, o de Cablevisión, atacados por el poder. Y a pesar de la tradicional descofianza en los grandes multimedios, está claro que hasta Clarín les inspira más simpatía que Kirchner en un contradictorio que ya descalificaron como autoritario y tendencioso.... por no hablar del affaire de “Papel Prensa”, en el que mayoritariamente las personas se ubican en las antípodas del Estado y cerca de los medios privados.
¿Esto quiere decir que se ha recreado la alianza originaria entre mercado y democracia, y vuelven a ser sinónimos? Aunque la respuesta debe ser necesariamente matizada, las democracias más modernas, aún las “socialistas” como las lideradas por José Mujica, Lula o Rodríguez Zapatero son claramente pro-mercado. Y aunque la cuestión está lejos de merecer una opinión lineal, lo que está claro es que considerarlos enemigos sistémicos y permanentes es aventurado ya que, por el contrario, puestos a optar y aunque mantengan recelos claros y justificados frente al mercado y sus tendencias monopólicas, los ciudadanos parecen preferir la libertad de elegir entre opciones plurales en mercados abiertos a los dudosos beneficios de las decisiones impuestas desde el poder, en nombre de presuntos intereses de “mayorías” que no creen en él ni lo sienten de su lado.
Ricardo Lafferriere
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