sábado, 29 de diciembre de 2012

Aporte para la polémica



El futuro progresista

El “espíritu de época” en el que se formaron políticamente varias generaciones durante la segunda mitad del siglo XX podría resumirse en una creencia básica: el principal “issue” de la sociedad capitalista es que el capital “compra” trabajo y trata de pagar por él lo menos posible. Como en una grotesca tira de historietas, quien prefiriera el crecimiento se acercaría a las posiciones capitalistas, y quien dependiera de un salario sería socialista.

La vieja contradicción (aclaremos: propia de las sociedades centrales) era enfrentada desde el campo del trabajo por dos caminos ideológico - políticos: el revolucionario y el reformista. Del primero, surgieron los partidos comunistas con sus diversas ramas. Del segundo, la socialdemocracia en sus diferentes versiones. 

Ambos caminos para transitar “en el sentido de la historia” –era dogma en esos tiempos que la historia tenía un “sentido”…- culminarían con una sociedad que habría terminado con la propiedad privada, alcanzado la “socialización” de los medios de producción, no habría más asalariados ni empresarios, y tampoco “plusvalía”, “alienaciones” ni “explotación del hombre por el hombre”.

El campo del capital, por su parte, sería económicamente “liberal”, reclamando la menor cantidad posible de trabas a su acumulación y a la disposición de su propiedad.

Entrado el siglo XXI, haya sido o no verdad en su momento –el capital recurrió muchas veces a la acción del Estado, y los obreros reclamaron varias veces liberalización, como ocurrió en la Argentina con el socialismo temprano de Juan B. Justo-, esta afirmación ya no refleja realidades ni creencias. No pertenece más al “espíritu de época”, salvo en algunos que, atrasados, se niegan a mirar la marcha del mundo. El 95 % del planeta ha adoptado la organización capitalista arrinconando al socialismo real en Cuba, Corea del Norte y algún que otro exponente residual de la utopía revolucionaria del siglo XX.

Los “países líderes” en aquel camino socialista revolucionario son hoy los capitalismos más salvajes: Rusia y China. Los que adoptaron el rumbo reformista “socialdemócrata”, por su parte, volcaron su relato hacia el centro, simbiotizándose en tal medida con el funcionamiento del sistema que disputan con sus viejos adversarios la misma base electoral intercambiable, en una simbiosis expresada en propuestas periódicas que podrían ser de unos o de otros. Ambos enfrentan los mismos problemas con similares recetas, según a cuál de ellos les toque estar en el gobierno cuando asoman los tiempos de las crisis.

El “socialismo” no es más la utopía, o al menos no una utopía que justifique exterminar generaciones. Tampoco es ya el enemigo, o el rival, del capitalismo, la otra  utopía por la que se dejaban vidas. No lo es porque el componente salarial dejó de ser el determinante de la ganancia, debido a que el éxito de las organizaciones gremiales y la conciencia política solidaria del género humano en su conjunto establecieron niveles de retribución del trabajo aceptables a grandes rasgos por ambas partes.

El exponencial avance científico-técnico ha independizado cada vez más la producción del trabajo humano directo. En su lugar, la humanidad busca mejorar los aspectos de su convivencia que considere en cada momento y lugar incompatibles con su ideal de justicia, que además está siempre en evolución. Capitalismo y socialdemocracia son conceptos imbricados definitivamente en la esencia de la sociedad moderna. La propuesta de volver a separarlos no es un avance, sino intentar volver la historia atrás.

La sociedad de productores –diría Bauman- de empresarios y obreros, que enmarcaba el antiguo conflicto, se ha transformado en una sociedad de consumidores, de la que ambos son accionistas. Y ello no se ha reflejado aún en una contextualización que, al estilo del marxismo durante los siglos XIX y XX, configure una cosmogonía que explique lo que pasa y sugiera hacia dónde ir. 

La novedad es que fuera de ese juego, hay cada vez más excluidos, no contemplados por la reflexión central del viejo análisis. Los viejos rivales y actuales socios son interpelados por los que quedaron afuera, que son cada vez más. Los conflictos entre ellos ya no reclaman la épica de los viejos tiempos sino ajustes periódicos en paritarias, impuestos y condiciones de trabajo.

Antes estaba claro: una política progresista debía ampliar los salarios, incrementar el consumo, mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, virtualmente con el cielo como techo. Desde la mirada rival, el salario debía reducirse para ampliarse la ganancia, con ese excedente ampliarse la inversión y de esa forma incrementar la producción. También con el cielo como techo.

Hoy, leyes que limitan el tiempo de trabajo, que establecen pisos salariales, que reglamentan las discusiones paritarias –condiciones de labor y de retribución-, que prevén las indemnizaciones por accidentes y enfermedades, que organizan los sistemas previsionales, han creado alrededor del trabajo un entramado defensivo que, aunque dinámico y en permanente rediscusión, es previsible y ha alejado a sus protagonistas de sus límites. Ni los trabajadores están al borde de la inanición, ni los empresarios están amenazados por los quebrantos. Al menos, no a causa del conflicto de clases.

El capital, a su vez, ya no es el “señor” de su propiedad. Está limitado por leyes impositivas, reglamentaciones societarias, normas anti-monopolio, reglas ambientales, y un entramado normativo que acota su “libre disposición”. Y ambos, por fin, están objetivamente limitados por la finitud de los recursos naturales y energéticos del planeta.

Los obreros y trabajadores en general, en las sociedades maduras, han obtenido mejoras sustanciales en sus niveles de consumo, y los empresarios han logrado ganancias que exceden largamente las necesidades de inversión. Obreros –con la socialdemocracia- y empresarios –con los partidos propietarios- se han corrido al centro, compartiendo la mayoría de las políticas.

Los excluidos del poder

El problema de hoy no son obreros contra empresarios, que han llegado a una “pax romana” con apenas algunos escarceos anuales de discusiones marginales de salarios. El problema son los excluidos –de la economía, de la política, del poder-.

Entre los excluidos, los hay de muchas categorías. Los mayoritarios y en condiciones éticamente más condenables son aquellos excluidos de todo. Están en umbrales de miseria, sin capacidad de presión, sin huelgas en las que apoyar sus reclamos y sin mecanismos de defensa dentro del sistema con los cuales luchar para mejorar su vida. No tienen leyes sociales, salarios mínimos ni paritarias. No tienen obras sociales, aportes previsionales ni futuro.

Pero no son los únicos. Enormes contingentes de antiguas y nuevas clases medias sufren hoy –en todo el mundo- situaciones crudamente peores que muchos escalones de la clase obrera organizada, a pesar de su capacitación, su esfuerzo en mejorar su calificación profesional y sus crecientes horas de trabajo.

Miles de docentes y médicos, enfermeras y abogados, ingenieros y comerciantes, productores y pequeños emprendedores, reciben ingresos sumamente inferiores a la de los obreros escalafonados, no tienen protección social, son cercados en forma inmisericorde por las políticas impositivas, sus regímenes previsionales son rudimentarios y misérrimos, y sienten el desinterés –cuando no la hostilidad- del poder político, por su resistencia a incluirse en organizaciones burocráticas con los que “acordar” y su tenacidad en mantener su independencia de criterio, de juicio y de valores. Económicamente son menos excluidos que los pobres de solemnidad, pero no mucho menos excluidos de la política real.

La política, por su parte, no los entiende. Organizada con las pautas  de mediados del siglo XX, sigue razonando en clave del viejo conflicto de “obreros vs. empresarios”.  Socialdemócratas y “nacional-populares”, liberales y revolucionarios de viejo cuño, se conjugan en su desprecio. La insistencia en descalificar su desmarque de las antiguas épicas –que no los representan, ni los motivan- los hace receptores de miradas de impostada superioridad, como la de los profesores de dudosa sapiencia invocando el “principio de autoridad” para no tener que fundamentar sus afirmaciones.

Y a veces, de descalificaciones plenas de soberbia, como la de “gorilas pequeñoburgueses”, “malditas clases medias”, “egoísmo posmoderno” y otras similares, expresadas por quienes adueñados de las estructuras del “sistema” han logrado posiciones de privilegio que sienten peligrar por la creciente transparencia con que el mundo hiper-conectado deja al descubierto, ora su apropiación rentística, ora su desinterés o su incomprensión de la situación injusta padecida por muchos.

Y sin embargo, esos muchos son la  nueva mayoría social. Están entre los sectores bajos excluidos, medios-medios y hasta algunos medios-altos. No hay que ir lejos para detectarlos. En la Argentina vimos los últimos en el 2008, a los segundos en setiembre y noviembre del 2012 y a los primeros en los saqueos de diciembre. La propia huelga general del 20 de noviembre de  2012 expresó reclamos más propios del “conjunto social” –como la vigencia de la Constitución, la denuncia a la inflación y la propia falta de independencia de la justicia- que demandas sectoriales.

Son la masa desarticulada de una sociedad posmoderna, sin estamentos. En el 2008 no fueron “organizados” por la Mesa de Enlace, a la que los “autoconvocados”, verdaderos protagonistas de la gigantesca protesta, miraron sólo como indicador de referencia. En las imponentes marchas del 2012 no respondieron a partidos políticos ni organizaciones sectoriales, los que se sumaron al final luego de reiterar prevenciones y recelos porque de pronto advirtieron con sorpresa que estaban conformadas por sus tradicionales votantes, también autoconvocados a través de las redes sociales. Y en los saqueos de diciembre, los impulsores no fueron las “organizaciones piqueteras”, en tranquila coexistencia con el poder que ya las cooptó, sino, también, ciudadanos sueltos, nuevamente “antoconvocados”, sumergidos en la pobreza sin horizontes y ansiosos de compartir siquiera las migajas del festín del consumo.

Protestas varias, autoconvocados diversos

Cada uno protestó con las herramientas a su disposición, las que obtuvo con su estadio educativo, sus creencias y convicciones –o ausencia de ellas- y su nivel de indignación, tolerancia o reclamo.

¿Éticamente repudiables? Por supuesto que sí, desde la ética abstracta oficial a la cultura del sistema, especialmente “los que no robaban plasmas precisamente para comer”, como repetían en cadena el gobernador de Buenos Aires Daniel Scioli,  el exdirigente gremial y actual diputado Recalde, el actual dirigente sindical Yaski y el coro de la Cámpora para condenar a los excluidos que saquean.

Destaquemos, antes que nada, que una generalización de la descalificación ética se parece más a una coartada discursiva que a un análisis profundo. Los profesionales del caos impulsando los desmanes –muchos de ellos, integrantes de las “barras bravas” que se alquilan a quien pague- no son lo mismo que las amas de casa de hogares carenciados, con sus hijos, que aprovecharon la oportunidad de abarrotarse de fideos, gaseosas y aceite. Ambos son marginales y aprovechan las grietas que se les abren por los conflictos políticos donde, de pronto, su acción vale. Pero ellas no cargaban los televisores que ellos privilegiaban. Y ellas seguramente no cobraban por los servicios prestados.

Curioso, sin embargo, que las condenas éticas desde el “escenario” hacia los que se llevaron plasmas en el desorden no hubieran sido antes dirigidas a los que, con muchas menos necesidades, se quedaban con terrenos públicos a precios de miseria en el sur, a los que confiscaron empresas privadas por encima de cualquier marco legal, a los que se enriquecieron con negociados de salud vaciando las obras sociales y a los que saquearon los ahorros previsionales privados para financiar con ellos sueldos orgiásticos en empresas públicas que les sirven de cobertura, o de coartada.

Omitamos calificar la autoridad moral para un cuestionamiento ético por el robo de electrodomésticos de quien antes se ha apropiado de lo ajeno –o ha silenciado su condena a robos igualmente repudiables- en condiciones imposibles de justificar por ninguna necesidad vital. Lo que importa al respecto de este análisis es que la crítica se realiza –una vez más- en el marco de un sistema en el que los que hablan son los socios del viejo tejido de poder hoy burocratizado, que de pronto advierten que ya no están solos sino que otros, la mayoría, quiere participar –o mejorar su participación- en la distribución de la torta.

Ni las voces capitalistas ni las socialistas o “socialdemócratas” entienden a estos marginales de todos los sistemas e instituciones. Han coincidido con repudios automáticos y viscerales las voces empresarias, pero también las de respetados –y valiosos- dirigentes socialistas. El más claro, Hermes Binner, fue tajante: los saqueos –dijo- no responden a hambre, ni a necesidades. “Son actos vandálicos” que “no están ligados a la pobreza”, fue su diagnóstico, para exculpar rápidamente de cualquier sospecha de participación en los eventos a la CGT o a dirigentes gremiales.

Mauricio Macri, por su parte, abordó el tema con un discurso no muy distinto, aunque con un matiz más contemporizador: “la mayoría son jóvenes que ni estudian ni trabajan”, expresó, para luego condenar a “líderes de poca monta, escondidos tras quienes tienen reales necesidades”.

El radicalismo y el peronismo tradicional, salvo sus exponentes más dogmáticos, comprendieron mejor el fenómeno, porque están más cerca, siquiera por antiguos reflejos, de sus viejos representados. Nunca adhirieron en forma expresa ni miraron al mundo tras las lentes de la “lucha de clases” ni de la formidable intelectualización marxista del capitalismo central, sino que han convivido siempre con la dinámica de una sociedad plural y compleja, cuya estructura está alejada del prisma ideológico de las sociedades maduras.

Saben, por experiencia, que cuando el terreno está preparado, cualquier chispa es capaz de encenderlo, y que esa chispa puede llegar desde cualquier lado: un ladronzuelo de poca monta, una interna de algún grupo piquetero o por alguna discusión por pequeñas o grandes influencias, izquierdas o derechas…y hasta por pícaros contendientes del escenario político que aprovechan la situación explosiva. Una vez desatado el incendio, su capacidad de extensión es grande y en última instancia depende de lo preparado que esté el terreno.

En consecuencia, también saben que la discusión sobre de dónde partió la chispa normalmente oculta el verdadero análisis: por qué se llegó a tener el terreno preparado. Lo otro es circunstancial y aleatorio, porque si no hay condiciones adecuadas, no hay chispa que tenga capacidad de encenderlo. El verdadero análisis sobre las causas debiera alejarse de las “chispas” y enfocar por qué existe ese terreno preparado luego de los años más extraordinarios con que el mundo obsequió a la economía argentina durante las gestiones kirchneristas.

Las propias nomenclaturas ideologizadas que se bloquean en la confusión, reaccionan por instintos pero con la duda íntima de no sentir sus posiciones “encuadradas” en un contexto ideológico que han declarado oficial, pero que no interpreta los problemas ni ofrece soluciones. Curiosamente, encuentran más comodidad en viejos próceres pre-ideológicos como Leandro Alem, identificado genéricamente con los "desposeídos", el "sufragio libre", la "honestidad en el manejo de los fondos públicos" y la "vida municipal" que en la intelectualizada visión de sus socios actuales.

Intuyen que algo no está bien, por ejemplo no haber condenado al menos con la misma dureza los hechos puntuales de corrupción de funcionarios de la máxima cúpula del poder que al robo de un radiograbador o un televisor en el marco de una turba desatada en una situación de pobreza y exclusión.

Las reacciones opositoras no fueron “socialdemócratas” ni “procapitalistas”. Fueron de sentido común, entendiendo la exclusión, el corrosivo influjo de la inflación en los ingresos de todos y en la propia convivencia, la negativa influencia del efecto demostración de los jerarcas oficiales enriquecidos por la corrupción y el peligro general que implica el deterioro institucional.

Hasta que llegó –cuando no- “ella”. Su diagnóstico desubicó a varios. El peronismo, que ella integrara, habría sido el gran motor de los desbordes, los de antes –ayudando a derrocar gobiernos radicales- y los de ahora, que buscarían derrocarla a ella… Por supuesto, como ya es costumbre, su voz hablando al espejo no tuvo más que respuestas simbólicas o de circunstancias, sin interlocutores que la tomaran en serio.

¿Cómo organizar entonces todo esto? ¿Cómo recomenzar?

El camino “revolucionario” implosionó con el  cambio de rumbo en China a partir de 1977, el derrumbe de la URSS y la caída del muro de Berlín. El “socialdemócrata”, por su parte, se diluyó paulatinamente a la evolución del mundo, y su diálogo estructural con los “partidos populares” desembocó exitosamente en un estadio exponencial de crecimiento de las fuerzas productivas globales, apoyado en el desarrollo científico técnico, la revolución de las comunicaciones y la reformulación de las cadenas productivas y mercado global. Y mientras tanto, el aislamiento y los modelos autárquicos pusieron techo al crecimiento de quienes insisten en él, desde Cuba y Venezuela hasta Corea del Norte y Argentina.

Debe reconocerse que una gran novedad interpela la reflexión de “suma cero” que justificaba las viejas ideologías: no se trata ya de quitar a unos para darle a otros, enfrentando clases contra clases. La presión impositiva argentina sobre aquellos “a los que se les saca”, por ejemplo, se encuentra ya entre las más altas del mundo.

Hay ciudadanos –como los emprendedores rurales- a los que, entre el diferencial cambiario, las retenciones a la exportación y los impuestos directos e indirectos, se les extrae más del 80 % del valor de su producción. No es imaginable “sacarles más” porque están en el límite de su apuesta a la generación de riquezas.

Los problemas de hoy responden a otra matriz, en la que si hay quien se queda con recursos ajenos no es quien los produce, sino el que se los apropia. Es obvio que quien más recursos tiene, más debe aportar para sostener las políticas públicas. El problema está en hacer racional esa carga y en la correcta aplicación de esos recursos, que permitirá reducir esa presión fiscal para recuperar capacidad de inversión y crecimiento.

La socialdemocracia, entonces, ya no es una receta porque cambió la enfermedad. Tampoco lo es el camino revolucionario, porque de pronto queda claro que “la historia” no tiene un sentido inexorable, sino muchos posibles, redefinidos a cada paso.

Ni siquiera los “avances sociales” tienen exclusivo origen socialista, o "socialdemócrata". Los propios partidos patronales reclaman su “royalty”. Empezaron con el Bismark, en Alemania. Y se extendieron por encima de ideologías y regímenes políticos a la Inglaterra victoriana de hegemonía conservadora, la Italia fascista, la Argentina conservadora-radical-peronista, la Francia bonapartista y luego de la Tercera República, el Uruguay de Batlle, el Brasil de Vargas…

La socialdemocracia -se dirá- ya es diferente a su origen de partido de clase. Hoy su objetivo es mejorar la vida de las personas, hacer más equitativa la distribución del ingreso, proteger a los más débiles. Bien. Pero si ésto es así, no tiene diferencias sustanciales con todos los partidos de masas, aún los "populares", cuyos objetivos dicen ser los mismos. Las diferencias no ameritan justificaciones ideológicas, sino en todo caso eficacia en los resultados. En consecuencia, su raíz identitaria no se corresponde con su esencia actual.

¿Entonces qué?, se interrogan muchos.

De la dialéctica a la modernidad reflexiva

La forma de enfrentar los problemas que nos presenta la nueva sociedad, la “sociedad de riesgo” –como la definiría el neomarxista Ulrich Beck- tiene varios frentes, algunos de los cuales son de rápida implementación y pueden concitar un respaldo que atraviese la mayoría de los ciudadanos.

La sociedad actual, dominada por riesgos presentes e impredecibles, funciona en modo diferente a como lo sugería la dialéctica de las contradicciones. Y requiere, para enfrentarlos, una actitud diferentes que conlleva la búsqueda de acuerdos y consensos coyunturales que pueden afectar a viejos rivales de otros tiempos, hoy obligados a sumar esfuerzos para una defensa común. Tal vez el caso “macro” más claro sea la coincidencia entre rusos y norteamericanos, grandes enemigos de la guerra fría que mantuvieron al mundo en vilo durante siete décadas, hoy conjugando esfuerzos contra el terrorismo que los amenaza a ambos. O el riesgo planetario por el deterioro climático, que obliga a la búsqueda –compleja pero inexorable- de acuerdos ambientales internacionales que incluyan a los rivales más marcados.

Los riesgos de la Argentina  de comienzos del siglo XXI no están vinculados con “contradicciones sociales” sino con problemas de naturaleza funcional entre el poder y los ciudadanos que traban su evolución y su capacidad de crecimiento. Un poder burocrático-autoritario, legítimo de origen pero con acelerada pérdida de legitimidad funcional, borra el límite constitucionalmente permitido de la coerción, avanzando sobre los derechos de las personas.

Ese poder dispone de fondos públicos en forma arbitraria, recaudando y gastando en forma caprichosa. Omite los debates propios de una democracia participativa invocando sólo su legalidad de origen, mientras actúa violando los límites al ejercicio del poder establecidos por el sistema institucional vigente en un crudo ejercicio de las más conservadoras “democracias delegativas”. Avanza sobre la independencia de la justicia –último resguardo institucional de los derechos de las personas- y sobre la libertad de expresión. Persigue al periodismo crítico y demoniza a las voces opositoras. Impregna a la sociedad de una expansión sobre actividades propias de los ciudadanos, constitucionalmente alejadas de las facultades públicas, sobre clichés ideológicos que el país y el mundo superaron hace décadas a costa de sangre y muertos defendiendo las libertades.

El riesgo –grave, de consecuencias peligrosas- es la alteración de la paz social y la convivencia nacional. Y en consecuencia, ese riesgo abre la oportunidad para una gran confluencia de todos los damnificados por la falta de reglas, para reinstaurarlas y recomenzar la marcha. En esa otra etapa habrá otros alineamientos, otros protagonistas, otras demandas.

Por lo pronto, es urgente reconstruir el entramado institucional que ayude a generar mediaciones y a separar “la paja del trigo”, porque entre todos los niveles de los excluidos hay tanto honestos desesperados como pescadores de río revuelto. Recuperar la confianza en el estado de derecho, para volver a contar con un circuito virtuoso de inversión y crecimiento. Erradicar la inflación, para recuperar el control sobre la economía pública y privada. Ordenar las relaciones económicas y sociales sobre la base de la vigencia de la ley, desterrando el voluntarismo autoritario y los caprichos del poder.

“Cosmopolitismo consciente”, dirían algunos. Es el desemboque natural de la “modernidad reflexiva”, método que es más aconsejable que la dialéctica de las contradicciones que subyace epistemológicamente en los agrupamientos “socialdemócratas” y “neoliberales” y que, con mayor humildad, persigue el tratamiento de los problemas percibidos como tales por la mayoría de los ciudadanos, o por agregados de ciudadanos que sufren puntualmente una agresión a su vida, sus expectativas o sus intereses.

La modernidad reflexiva requiere lograr la culminación de la modernidad inconclusa, para utilizar sus herramientas en el abordaje de los problemas ocasionados por la propia modernidad. Este método agrupará ciudadanos –esencia de la política- tras la solución de problemas reales, cotejará propuestas, generará consensos, acotará los disensos y no pretenderá reemplazar los deseos de las personas por recetas ideológicas fabricadas para otras realidades (como la “socialdemolcracia”, el “neoliberalismo”, u otros similares diseños cosmogónicos) sino que tomará herramientas de unos y otros para enfrentar los problemas atacados.

Devolver poder al parlamento, a las provincias, a las legislaturas, a los municipios, a los Concejos Deliberantes. Discutir en forma transparente y participativa cada fuente de ingresos públicos y cada asignación de recursos. Terminar con el ocultamiento de la gestión estatal y evitar cuidadosamente su patológica utilización clientelar. Parafraseando a un “filósofo” popular, dejar de filosofar, “al menos por dos años” y abrirse a espacios de acuerdos a reales políticas de estado, sin insistir dogmáticamente en interpretaciones y recetas diseñadas hace varias décadas, para solucionar problemas de otras sociedades y recrear la condición ciudadana de las personas sin pretender imponerles conclusiones prefabricadas.

Reconstruir la convivencia política con una sólida base representativa impone también reconstruir los partidos desde sus estados de asamblea, para retornar savia vital a sus estructuras formales, buscando incluir a los excluidos dentro de sus marcos de reflexión y debate. Escuchar y contener, más que dirigir y “encuadrar”; respetar, más que alinear. Si, por el contrario, la tarea se confunde con la reproducción de las nomenclaturas, con procesos amañados, dogmas reciclados, opiniones alineadas, exclusiones reiteradas, puertas cerradas y mera competencia florentina o maquiavélica por un poder en vías de extinción, el resultado empeorará la anarquía.

El futuro progresista

El autor de esta nota intuye una bifurcación en el camino de ese espacio que en la Argentina insisten en conformar radicales con socialistas, reconociendo de antemano que todo futuro es opaco y que obviamente, puede estar equivocado.

Piensa que pueden pasar dos cosas: que el radicalismo se proponga y  logre atraer a los socialistas –los de su propio seno, y los de su primer marco de alianzas- a una mirada actualizada, abierta y transformadora, que formule los interrogantes de una sociedad en cambio imbricada íntimamente con el escenario global, decidida a protagonizar el futuro, con nuevos socios y alianzas sustancialmente ampliadas; o que quede anclado en la dogmática mirada de un mundo que murió, extinguiéndose lentamente  por acción de la esclerosis, aferrado a estructuras mentales y organizativas de otros tiempos y renunciando a aportar su experiencia histórica, su protagonismo y sus cuadros de gobierno a la construcción real de una sociedad de ciudadanos.

El “futuro de los ciudadanos”, en este caso, encontrará nuevos cauces, como ha ocurrido cada vez que en tiempos de cambios, los canales políticos existentes se han mostrado incapaces para expresar las nuevas aspiraciones y los nuevos rumbos. Porque los partidos políticos son categorías históricas, vigentes en cuanto les sirven a los ciudadanos para expresar sus problemas, proyectos y sueños. Si los que existen no lo hacen, los ciudadanos crean otros.

Leandro Alem, antes de fundar el radicalismo, fue senador por el Partido Autonomista de Adolfo Alsina. Hipólito Yrigoyen, antes de ser radical, fue diputado por el Partido Republicano. Ni uno ni otro partido respondieron a las expectativas y necesidades de los ciudadanos marginados de la época por lo que,  junto a otros prohombres, se apartaron para dar origen al mayor experimento político de la democracia argentina, la Unión Cívica Radical.

Su redefinición permanente, su imbricación con la democracia republicana plena, su desapego con modas ideológicas y su íntima vinculación con la sociedad le permitió adaptar sus propuestas al cambiante “estilo de época” del mundo y del país durante más de un siglo. Fue el partido por antonomasia de la modernidad política.

La culminación de esa modernidad política significa reconstruir la vida pública e institucional que creará los marcos para enfrentar los problemas –viejos y nuevos- con la herramienta del debate colectivo que traerá su componente reflexivo. Aplicado un camino provisoriamente aceptado, habrá nuevos problemas, algunos de los cuales surgirán como consecuencia no buscada de la solución para el problema anterior, simplemente porque así es la vida y porque el futuro es opaco y con alta dosis de imprevisibilidad. Habrá que crear otros marcos de debate, con otros protagonistas y posiblemente actuar con otros aliados, frente a rivales también diferentes.

Ningún “ísmo” viejo o actual puede adelantar el escenario que viene. Ningún antiguo “ísmo” tiene la solución para los problemas que hoy son la consecuencia de acciones tomadas antes. Ningún “ísmo” puede prever el contenido de valores y demandas de tiempos futuros. Esa es la condena y a la vez, el desafío de superar las construcciones ideológicas totalizadoras. Pero como contrapartida, es la portentosa potencialidad del debate permanente, de la superación de esclerosis, de la redefinición continua de objetivos.

O sea, de la propia vida.

Ricardo Lafferriere

domingo, 23 de diciembre de 2012

El modelo de los saqueos


El ideal kirchnerista de una sociedad sin represión es loable Sin embargo, el peligro es olvidar que se trata de una meta a alcanzar, no un punto de partida. Se llegará a él como consecuencia del éxito educativo. Y este éxito será, a su vez, la consecuencia de una acción persistente, lúcida, y con frutos en el largo plazo.

La convivencia organizada es resultado del juego de dos componentes fundamentales en la organización de una sociedad: la educación y la coerción. Cuanto más exista la primera, menos necesaria es la segunda.

La Argentina había alcanzado y estabilizado durante casi todo el siglo XX la ecuación “más educación – menos coerción” como resultado exitoso de un compartido modelo tácito de país. Lo iniciaron los conservadores que diseñaron la escuela pública a fines del siglo XIX, lo continuaron los radicales que impulsaron su desarrollo en las primeras décadas del siglo XX y luego los peronistas que, aún con cuestionables deformaciones en los contenidos, la expandieron significativamente a mediados del mismo siglo. Esa ecuación sufrió en las últimas décadas un enorme retroceso de su componente educativo.

La observación de los saqueos de estos días nos muestra a jóvenes entre adolescentes y los veinticinco años. De los integrantes de ese grupo etario, el cincuenta por ciento no estudia, no trabaja, y no tiene horizontes de vida. Han nacido y crecido en la última década del siglo pasado y la primera de este siglo.

Son el resultado de la educación -o la falta de ella- recibida durante las dos versiones del peronismo-gobierno, la primera que desmanteló y desarticuló la educación pública transfiriendo las escuelas a las provincias sin los recursos necesarios y dinamitando su unidad curricular, y la segunda que culminó la tarea vaciando de valores los contenidos educativos y dejando al sistema sin objetivos. 

Desde 2003 hasta ahora, la escuela pública ha perdido un promedio de 24.000 alumnos por año a pesar del aumento poblacional.

Una sociedad sofisticada, con un pueblo educado, habría hecho casi innecesario el componente represivo, limitado a casos puntuales de delitos que expresan disfunciones realmente excepcionales. En el otro extremo, una sociedad primitiva, sin educación, requerirá de ese componente represivo como la única forma de contener los instintos vitales primarios -comida, alimentación, reproducción, riqueza-.

La educación hace posible el juicio de valor de los propios actos, abre el camino a la realización personal, permite imaginar horizontes para perseguir, y brinda las herramientas para hacerlo. Incentiva, por último, la tendencia a la equidad.

La coerción no es igual en todas partes. Puede ser impuesta por una sociedad totalitaria o un gobierno crudamente represivo, o puede apoyarse en leyes penales debatidas públicamente, sancionadas por el Congreso que representa la sociedad y aplicadas por la justicia independiente en un estado de derecho.

No es posible la convivencia organizada en una sociedad sin educación ni coerción. Por supuesto que es preferible lo primero, con políticas públicas coherentes y adecuadas; pero si ellas no se dan, la coerción terminará siendo vista como la única solución ante la violencia desatada. La experiencia de 1976, con la mayoría de los argentinos recibiendo con alivio al “proceso” ante la violencia desatada por los grupos peronistas enfrentados que llenaban de sangre las calles es una experiencia para no olvidar.

Económica y socialmente, además, en la última década del siglo XX se alteró estructuralmente el índice de desempleo, llevándolo del tradicional 4/5 % al piso del 20 %. Desde fines de los 90 fue necesaria la implantación de "planes" que, aunque imprescindibles para establecer un piso de sobrevivencia, desjerarquizaron el valor del trabajo y terminaron generando un tejido clientelar - rentístico que significó una deformación también estructural del debate democrático y la participación política.

La "reducción del desempleo" de la primer década del siglo XXI tiene un componente fundamental en esta red de planes sociales, sin ampliar el trabajo productivo ni mejorar el adiestramiento de los ciudadanos para una economía dinámica y competitiva. No es igual un “empleado” de la economía productiva, que un “no desempleado” porque recibe algún plan de ayuda social, aunque la estadística los presente iguales.

El retroceso educativo de la sociedad no es una ocurrencia opositora. Lo evidencia cualquier indicador que adoptemos para medirlo, desde la captación y repitencia hasta la retención, y se hace patético cuando se evalúan imparcialmente los niveles con los que egresan los jóvenes de la primaria y la secundaria. Las pruebas internacionales de calidad educativa muestran a nuestros jóvenes superados ya por los de Cuba, Uruguay, Chile, Brasil, Paraguay y varios países centroamericanos.

Estos cambios alteraron el equilibrio social e hicieron que la convivencia en paz dejara de ser un valor compartido, para apoyarse en la capacidad de mantener financiado el entramado de planes.

Otro retroceso, el institucional, agrega dramatismo al cuadro. Ante la desarticulación del estado de derecho, la tendencia a la represión sin normas está a la vuelta de la esquina. Estamos en el límite mismo  de una sociedad estable, sólo protegidos por la autoconciencia de los argentinos, sin poder contar con la acción eficaz –ni educativa, ni represiva- de un gobierno prudente y respetuoso de la ley.

En la primer década del siglo XXI, un nuevo protagonista se incorpora al cuadro: el narcotráfico imbricado en complicidades políticas, policiales, judiciales y empresariales, sostenidas por el peronismo versión kirchnerista. La consecuencia inexorable de la combinación de estos elementos es el crecimiento estructural de la inseguridad y de la tensión social, a veces latentes, a veces desatadas, pero siempre presentes.

La ficción de que todo anda bien se mantuvo mientras pudo ocultarse tras una prosperidad ficticia, apoyada en saqueos periódicos  de riquezas ajenas (y no precisamente en los supermercados) y en la liquidación del capital histórico del país. Cuando éstos se acabaron y no hay más recursos fáciles para arrebatar, las heridas sociales quedan a flor de piel y prontas a sangrar, alimentadas por los ejemplos depredadores de las propias autoridades políticas.

Cualquier razonamiento elemental no puede dejar de considerar justificado avanzar sobre lo ajeno si observa al gobierno apropiarse de empresas, de fondos privados y hasta de bienes inmuebles -como lo ha hecho con el predio de la Sociedad Rural- o a los funcionarios adueñarse a precio vil de bienes públicos, como los ya famosos terrenos fiscales de Calafate entregados por centavos al patrimonio de la pareja que conformaron los dos últimos presidentes, cuyo conocimiento no está limitado a cenáculos áulicos sino que son del dominio público, porque en la sociedad hiperconectada que vivimos no hay secretos.

Lo demás viene solo, como un dominó. Si está preparado el terreno, cualquier chispa lo enciende. Y la reacción del oficialismo -siempre la misma- de intentar fabricar responsables políticos o demonizar a la pobreza desbordada en lugar de hacerse cargo de los problemas en forma concreta, rectificando su rumbo con humildad, nos ubica en la última etapa del drama, con final abierto porque difícilmente las cosas se arreglen por su propia dinámica en el escenario económico, tal como es previsible a fines del 2012.

La conclusión es, una vez más, la misma: la urgencia de un gran diálogo nacional, alejado del ideologismo -a esta altura, infantil- en condiciones de servir de relevo en el momento oportuno produciendo no sólo un cambio de gobierno, sino de época.

La alternativa...tal vez mejor ni pensarlo.

Ricardo Lafferriere


martes, 18 de diciembre de 2012

“Vamos con los Reyes Magos, todavía…”



                Tal habría sido la exhortación con que la presidenta de la Nación terminó su descalificación a Papá Noel, según ella una “creación ajena a nuestra cultura”. Así lo afirma Susana Viau en su nota periodística, al mencionar la crónica de la inauguración del pesebre navideño enviado por el Vaticano, realizada por Cristina Fernández días atrás.

                El tema de la “identidad” cultural es, a esta altura del mundo, una cuestión de muy difícil abordaje. No lo es menos el de la identidad “nacional”. Como diría Bauman, “cada vez que escucho hablar de “identidad”, me ´pongo en guardia”. Es que en nombre de la identidad se han realizado las discriminaciones más atroces, que han llegado hasta genocidios que aún pesan en la conciencia de la humanidad.

                Es conocida la anécdota de Einstein al llenar su formulario de inmigración, en ocasión de ingresar a los Estados Unidos y encontrarse frente al casillero que le demandaba definir su identidad racial. Luego de un instante de reflexión, escribió de su puño y letra “humana”. Más o menos así es la cultura, y la identidad nacional, con mucha más razón en países multiculturales, de orígenes diversos, como el nuestro –o los propios Estados Unidos-.

                El propio Bauman cuenta en su libro sobre identidad su historia personal. Distinguido profesor universitario en su Polonia natal, fue privado de su nacionalidad por el régimen comunista por su condición de judío –a pesar de ser, en su juventud, simpatizante del partido comunista-. 

Emigrado a Inglaterra, donde recibió la ciudadanía británica, era conocido por sus alumnos como “el profesor polaco” y él mismo sentía su duda, al ser requerido por su identidad, de mencionar la ciudadanía británica –que tenía por ley- en lugar de la polaca –de nacimiento, y la que sentía internalizada en su formación, lengua, costumbres y cultura, pero de la que estaba privado por la decisión de quienes estaban legalmente autorizados para administrarla-.

                La conformación de la Unión Europea le ayudó a encontrar un colectivo mayor que definiera una pertenencia. Al recibir su doctorado “Honoris Causa” en la Universidad de Praga, pudo encontrar al fin  una “identidad” que lo abarcara, y escuchar la Novena Sinfonía –himno de Europa- en homenaje a su pertenencia “nacional”. Allí descubrió que, ampliando los marcos de contención, al final todos tenemos la identidad invocada por Einstein.

                La llegada del tercer milenio encuentra a la humanidad en pleno proceso de redefinición de sus conceptos identitarios. El cosmopolitismo parece avanzar como el marco de pertenencia más solidario, avanzado y humanista, superando a los viejos “nacionalismos” e “internacionalismos”, ambos atravesados por exclusiones e intolerancias.

Cada persona es una identidad diferente, constituida por sus herencias y pertenencias originarias pero también por las adquisiones e influencias recibidas a lo largo de su vida, y mucho más lo son las identidades colectivas –concediendo provisoriamente que éstas fueran aún posibles-. Siempre ha sido así, pero en este mundo hiper-super-conectado, es ya la norma.

¿Qué identidad cultural acreditan los Reyes Magos? Sin dudas, la católica, recibida de españoles e italianos. No parece una tradición –pongamos por caso- muy ligada a las costumbres de los pueblos originarios, tan presentes en el “relato”. Los festejamos, porque configuran una de las ocasiones de renovación anual de afectos y vínculos familiares, tanto como Navidad con la tradición del “pesebre” y la llegada de Papá Noel, que se incorporó más tarde pero es celebrado con alegría por los niños, que lo intuyen como lo misterioso, alegre y festivo. Nadie –ni para Reyes, ni para Navidad- relaciona esos símbolos con banderas de combate, político o cultural.

Cada aspecto de la realidad conforma un “orden” que tiene sus propias creencias, afirmaciones y reglas. La religión, la cultura, el derecho, la economía, la política, la ética, son campos de la conducta humana con sus propios mecanismos intelectuales y epistemológicos.

Por supuesto que están imbricados, interactúan, se impregnan recíprocamente, en cuanto todos son expresiones de la conducta humana. Cada uno de ellos, sin embargo, ha elaborado en los miles de años de civilización un plexo de reglas que lo rigen, sin cuya existencia y  funcionamiento la propia vida civilizada sería incomprensible.

Compte Sponville, filósofo francés contemporáneo, aconseja adoptar el lema pascaliano de no confundirlos. La consecuencia de hacerlo –dice, recordando a Pascal- es caer en la “tiranía”.

 Pero, bueno. La tolerancia cosmopolita, la que muestra lo propio aceptando lo diverso, lo novedoso y lo que permite abrir diálogos con otros,  no es uno de los fuertes de la visión kirchnerista. Hasta las fiestas de fin de año ha llegado la obsesión por encontrar causas reivindicativas “nacionales y populares”, aunque rocen lo grotesco.

Los Reyes Magos  se sentirían seguramente en terreno más conocido con Papá Noel que con la Pacha Mama –bien “propia”, y tan “nacional y popular” como el Gauchito Gil y la Difunta Correa- a la que los condenaría una identidad caprichosa, convertida en bandera épica en lugar de punto de encuentro de afectos, culturas, historias y lenguajes, como fuera el sueño cosmopolita de los próceres y de los constructores del país que tenemos.

Una vez más, los argentinos viven, festejan y sueñan a pesar de su gobierno. Con los Reyes, con Papá Noel, con el Dios de la Tora y con Alá, con la Pacha Mama, con la Difunta Correa, con el Gauchito Gil, y con tantos otros en los que creen, con los que se emocionan y sin cuyos afectos se sentirían vacíos.

A todos ellos, felices fiestas y un año nuevo en paz y prosperidad.

Ricardo Lafferriere

domingo, 16 de diciembre de 2012

La foto de la semana


La foto de la semana


Para los analistas del escenario y aun para sus respectivas nomenclaturas, la foto osciló entre lo intrascendente y lo condenable. Sin embargo, mirando hacia la sociedad, configura la expresión de los pilares más importantes de la Argentina democrática - republicana. Para una mitad del país, fue una bocanada de aire fresco.

No son todo el país. La foto de la otra mitad, la de la Argentina populista - autoritaria, incluiría a la presidenta, flanqueada por Carlos Menem y Hebe Bonafini, o por Horacio González y Pacho O'Donnell, o por Yasky y Gerardo Martínez.

Los análisis político sociales tienen siempre algo de apuesta. No admiten límites absolutos, como una fórmula matemática, ni las definiciones precisas de las ciencias duras o de los propios sistemas filosóficos.

Para algunos, en la sociedad disputan izquierdas y derechas y así lo expresan en sus análisis. Para otros, el motor de la historia son las naciones, disputando entre ellas (o contra el mundo). Los hay para quienes las etnias o las clases sociales definen sujetos activos de los verdaderos conflictos. Seguramente para ninguno de ellos la foto de marras significa nada.

En esta columna venimos sosteniendo desde hace una década que los grandes bloques político culturales que conforman la Argentina, aún con bordes difusos e impregnaciones recíprocas, son los definidos al comienzo.
No es una originalidad. Pensadores importantes de la historia nacional han buceado en la interpretación de nuestras identidades profundas, tratando de encontrar las causas de impotencias y potencialidades. En tiempos contemporáneos, Daniel Larriqueta, en sus dos magníficas obras "La Argentina Renegada" y "La Argentina Imperial", hace una aproximación al tema con la que coincidimos medularmente.

 La sociedad  argentina incluye dos herencias sustantivas, por supuesto que enriquecidas por aportes diversos y por su propia interacción, la colonial "tucumanesa" y la revolucionaria "republicana", que él denomina "atlántica".

La primera incluye una idea del poder y su ejercicio con escaso apego a los límites normativos pero con un fuerte compromiso ordenancista. Fué la fundacional, la que tiñó los comportamientos de los 240 años de vida anteriores a la Revolución.

La segunda imagina al poder limitado por las leyes y la justicia, y a los ciudadanos como base final de legitimidad de todo el orden político. Su llegada al debate político se produjo con la Revolución de Mayo. Dice Larriqueta, como un recurso didáctico: "La Argentina tucumanesa, en estado puro, es Bolivia. La Argentina atlántica en estado puro, es el Uruguay".

Bolivia, fuertemente caudillista, con innegable impronta precolombina simbiotizada con la cultura feudal de la colonización temprana. Uruguay, con su política sofisticada, tradicional cultura de coaliciones y tolerancia, con intenso diálogo estratégico nacional. Nosotros no somos ninguno de ellos, pero somos ambos.

En la mirada del autor de esta nota, esos dos bloques culturales fundacionales sustantivos han impulsado la historia nacional, hasta hoy. Matizados con sus adjetivos "ideológicos" en ambos campos, han luchado, se han imbricado, han interactuado y han convivido. El país que tenemos es el resultado de esa convivencia dialéctica. Pero siguen conteniendo las miradas de los argentinos sobre el tema de fondo que los diferencia: la relación de las personas con el poder.

La segunda mitad del siglo XX, con su dinámica densa y compleja, nos presentó dos esqueletos políticos articuladores de estos bloques: el justicialismo y el radicalismo. El primero fue exitoso casi siempre, ayudado por su intrínseca naturaleza verticalista. El segundo lo logró en algunas ocasiones, siendo la más exitosa la recuperación democrática iniciada en 1983.

Dentro de cada bloque hay matices y diferencias, algunas muy marcadas, y está bien que así sea y siga siendo. Aún así es curioso que a pesar de que las distancias que separan -pongamos por caso- a Hermes Binner de Mauricio Macri sean infinitamente menores que las que separan a Ricardo Forster de Pacho O'Donnell, también sea más dificultoso articular entre los primeros un contenedor común, que los segundos logran rápidamente para sostener un poder compartido, con el liderazgo presidencial, de la misma forma que en los 90, el liderazgo de Carlos Menem contenía desde los Kirchner hasta Maria Julia Alsogaray.

Ambos bloques tienen ventajas y disvalores. La mayor debilidad del primero es su tendencia a impostar sus diferencias, lo que es sano para el debate democrático pero peligroso para el ejercicio del poder. La gran falencia del segundo es su tendencia a los desvíos autoritarios, aún al precio de vaciar tanto las formas como el contenido de la democracia.

El modelo kirchnerista se caracteriza por expresar la crudeza sustantiva del segundo, facilitado el terreno por la fragmentación adversaria.

Como decíamos en un comentario anterior, el tiempo dirá hasta dónde es necesario profundizar la acción común. Cuanto mayor sea la calidad democrática e institucional, más tolerará el sistema los debates sobre las políticas públicas.

Pero la contraria también es cierta: cuanto mayor sea el deterioro institucional y las desviaciones autoritarias, más necesaria será la unidad en la acción de las distintas vertientes de la Argentina democrática - republicana, entre las cuales -bueno es destacarlo- existen sectores importantes del propio peronismo.

Por esas razones, y por el rumbo que está tomando el oficialismo en estos últimos tiempos, es que la foto de la semana se ha convertido en un testimonio esperanzador en el sentido correcto.

Ricardo Lafferriere



Barletta flanqueado por Macri y Binner. El presidente de la Unión Cívica Radical junto a los presidentes del PRO y del Partido Socialista.

martes, 11 de diciembre de 2012

El uso de las palabras



Hace poco tiempo, fue Ricardo Alfonsín el que, refiriéndose a afirmaciones de la presidenta en su discurso al Congreso, afirmó que “son cosas que sólo se pueden decir cuando nadie tiene posibilidad de contestarle”. El sábado reiteró su práctica, esta vez agrediendo a los jueces, que por estilo y por ley tienen vedado realizar –o contestar- opiniones políticas.

Agredir a quien no puede contestar es un típico procedimiento autoritario. Organizar las presentaciones en forma tal que sólo quepan aplausos, sin chance alguna de marcar una discrepancia, vacía el debate y reduce la palabra a un primitivo uso de estímulo pasional. Desaparece su utilidad civilizada, de expresión de conceptos claros que buscan coincidir con otros para hacer eficaz la convivencia subiendo escalones de perfección.

El discurso oficial es cada vez más rudimentario, cerril, contradictorio, autoreferencial y vacuo, al punto que ni siquiera las herméticas construcciones semánticas de Carta Abierta o de Laclau se animan ya a intentar una interpretación que lo proyecte al escenario académico, o simplemente a personas que esperen de él silogismos con algún sentido, y no sólo aporías.

Carece de sentido, entonces, contestar un relato que se responde a sí mismo, porque sólo le habla al espejo. En todo caso, lo urgente es pasar en limpio qué necesita la Argentina y los argentinos para liberar su potencialidad, soltar amarras y recomenzar la construcción del futuro.

Entre esas falencias se destacan las públicas, porque si algo ha impedido el derrumbe definitivo ha sido la encomiable capacidad de resistencia de los argentinos. Cuarenta millones de compatriotas han seguido trabajando, estudiando, ilusionándose y buscándole la vuelta a la vida, a pesar del gobierno.

Los argentinos sienten la confiscación de sus ingresos –como en el campo-, el saqueo de su salud –como el vaciamiento de las obras sociales sindicales, empujadas al borde de la quiebra-, el deterioro de la educación –con cada vez menos capacitación en los jóvenes que egresan del sistema educativo-, la presión patrimonialista generalizada –hasta un cantante kirchnerista de primera hora ha expresado desistir de participar en festivales oficiales por la magnitud de las “comisiones” que debe dejar en el camino-. Y el deterioro grave de su infraestructura y sus reservas, tal vez lo que costará más recuperar porque son el soporte de todo lo demás.

Analistas de prestigio reconocido coinciden en que la demanda de recursos en la próxima década oscilará entre el equivalente de 1 y 2 “PBIs”, o sea entre Quinientos mil millones de dólares y Un billón de la misma moneda. Las cuentan se disparan apenas se realiza el relevamiento sector por sector.

El área energética requiere ya una inversión anual de 15.000 millones de dólares, 150.000 en la década. El sector previsional –vaciado en sus reservas, pero desmantelada además su reconversión hacia un mix de reparto y capitalización- requerirá 500.000 millones de dólares, en un proceso incremental que comenzará en los próximos años y crecerá a límites impactantes.

 El sector de infraestructura vial y ferroviario requiere alrededor de 75.000 millones, y el tendido de redes de distribución energética –eléctrica y gas- un valor aproximado a 25.000 millones.

La infraestructura social no es menos demandante. Superar definitivamente el déficit de viviendas -3.000.000 unidades, a la fecha, pero creciendo- requiere una inversión de cerca de 100.000 millones de dólares, y es una falencia que no puede seguir proyectándose en el tiempo en forma indefinida, mientras se suceden gobiernos de autodefinidas “izquierdas” y “derechas”.

La infraestructura educativa está en gran medida obsoleta. En todo caso, la demanda mayor depende de qué país elijamos ser. No hace falta tanto –tal vez, 10.000 millones de dólares- para amortizar lo existente y cubrir las urgencias. Pero si aspiramos a retomar una marcha vigorosa inserta en la revolución científico-técnica, necesitaremos multiplicar esa inversión por cuatro, a fin de contar con escuelas y colegios dotados de las últimas tecnologías. 

Y la comunicacional, tendida en los noventa, está al límite de su capacidad requiriendo una urgente y revolucionaria ampliación, para lo cual hacen falta recursos. Los usuarios de celulares inteligentes lo notan, al igual que los crecientes usuarios de banda ancha que reclaman mayor capacidad para recibir –y transmitir- datos de voz, sonido, archivos en la nube y aplicaciones.

La reconstrucción del sistema de defensa nacional, que había comenzado a recuperarse con gran esfuerzo luego de la pérdida del material bélico en Malvinas, se revirtió en la última década hacia su desarticulación final. Un país con las dimensiones, recursos y población de la nuestra requiere, nada más que para contar con una fuerza disuasiva de carácter defensivo, una inversión de 75.000 millones de dólares.

Podríamos seguir la lista al infinito. Equipamiento en seguridad ciudadana, infraestructura judicial, inversión en cárceles, dotación adecuada al servicio exterior, son elementos que suman necesidades ineludibles. Si sumamos estos rubros, llegaremos al monto estimado para la década. Curiosamente, es una suma parecida a la que despilfarró la gestión kirchnerista en éstos, “los mejores años de la historia” de los precios internacionales de nuestros productos.

¿Cómo lo conseguimos? ¿En cuáles podemos liberar recursos públicos para destinar a la inversión social –vivienda, educación, seguridad, defensa, justicia- y en cuáles debemos recurrir a la inversión privada? ¿Cómo definimos las prioridades anuales en forma democrática y participativa? ¿Qué áreas deben ser de exclusiva jurisdicción de las autoridades locales y provinciales? ¿Cuál es el monto de la inversión privada requerida? ¿En qué marcos reglamentarios? ¿Con qué obligaciones, derechos y garantías a los inversores y usuarios?

La dimensión de lo que viene no sólo exige disposición al diálogo y generación de consensos, sino audacia nacional para evitar  caer en un tobogán ya irreversible de decadencia, la que se nota apenas comparamos nuestro proceso interno con el entorno nacional y la marcha del mundo. 

Nuestra sociedad ha incorporado pautas claras de modernización en su convivencia. Sin embargo, sigue en las tinieblas en el nivel del debate de las cuestiones públicas. Para recuperar impulso vital, debemos incrementar la tasa de inversión en un 50 %, llevándola del actual 20 % a un umbral del 30 % del PBI. O sea, pasar de los actuales Cien mil a los Ciento Cincuenta mil millones de dólares por año.

Esas cuestiones son las que esperan propuestas y decisiones en el escenario político. Están tan alejadas de los berridos presidenciales contra Clarín y el poder judicial, como de las exigencias impostadas del “preciosismo ideológico” de sectores opositores. Al contrario de ambos discursos: son temas concretos, puntuales y “duros”. No se cubren con discursos sino con recursos. Es el debate de fondo que el país pensante reclama y espera, porque cada uno tiene sus particularidades y necesita definiciones. Y en todos deben encontrarse puntos de acuerdo, porque hacen a la viabilidad nacional.

Nuestra Argentina no se merece lo que tenemos, muy parecido al criollo género teatral definido como “sainete”. Distintas generaciones de compatriotas hicieron grandes cosas, con algo de locura y mucho de genio para hacer un país diferente, no esta decadencia persistente.

Pero sí se merece una oportunidad. La reclama, la espera. Todos los proyectos requieren para ser viables la vigencia constitucional y el estado de derecho. Un país en el que las diferencias potencien la creatividad sin anularse y respetándose. Una sociedad democrática.

Deberíamos utilizar las palabras para construirla.

Ricardo Lafferriere

sábado, 1 de diciembre de 2012

El dilema de la justicia norteamericana


                El riesgo de abordar con una mirada imparcial el conflicto judicial que la Argentina mantiene con los acreedores que no ingresaron en el Canje en los tribunales de Estados Unidos es ubicarse en el “borde” del relato oficial y a un paso de caer en la demonización “antinacional” y “antipopular”. Pero como nos gustan los desafíos, trataremos de hacerlo, conscientes que se trata de un tema que está lejos de ser tratado por la justicia norteamericana con el grotesco arsenal argumental oficial.

                ¿Por qué el Juez Griesa dispuso como lo hizo, obligando al país a depositar la fianza de 1330 millones de dólares por aquella deuda, y por qué esto afecta a los pagos que deben ser hechos a los que sí entraron en el “canje”?

                Veamos los antecedentes. La Argentina es deudora por bonos impagos emitidos por diferentes gobiernos, en los que incluyó la jurisdicción de los tribunales norteamericanos como uno de los argumentos que en su momento ofreció para que posibles inversores los compraran.

                Con esta cláusula, los bonos fueron adquiridos por inversores diversos. Al producirse la interrupción de pagos, todos dejaron de cobrar. Y cuando el país ofreció volver a pagar a aquellos que aceptaran una “quita” de más del 60 % (es decir, devolver sólo el 35 % aproximadamente del monto original) la gran mayoría aceptó. Pero hubo otros que no. Son “hold out”, “esperan afuera”.

                ¿Tenían derecho los que no aceptaron a hacer lo que hicieron? Sí, porque en el plano internacional no existe un procedimiento concursal o de quiebras, que permita a los deudores fallidos a liquidar su patrimonio, que los acreedores se repartirían de manera forzosa para todos –como en el derecho interno- y a “empezar de nuevo”, con las limitaciones jurídicas de los quebrados.

                ¿Cuál es la situación de los que no aceptan? No pierden ningún derecho. Pueden reclamar judicialmente sus créditos en la jurisdicción pactada y buscar bienes del deudor para su ejecución forzada. Su diferencia con los que sí aceptan es que no cobran “por las buenas”, en la manera ofrecida por el deudor fallido, sino que asumen la carga de la ejecución judicial.

                ¿Pueden vender sus créditos? Sí, porque son bienes en el mercado, títulos-valores con vida propia, desprendidos de la operación original, de los que existen en todas las bolsas del mundo. Sus dueños pueden hacer con ellos lo que les plazca: venderlos, rematarlos, regalarlos, romperlos. Su cotización depende de la estimación sobre la posibilidad de cobro. En el caso de los “hold out” con créditos contra Argentina, se cotizaban a alrededor del 38 % del valor nominal.

                Pasando entonces en limpio: los acreedores que no entraron en el canje pueden ser calificados de “buitres”, “animales”, “chupasangre”, “demoníacos” o lo que se le ocurra al deudor moroso –o sea, a la Argentina-. En realidad, en términos legales, no hacen otra cosa que reclamar de manera previsible un crédito legítimo, que obtuvieron porque el deudor alguna vez le pidió prestado dinero que después no devolvió en las condiciones pactadas. Las descalificaciones ni obligan, ni categorizan, ni inciden, en la naturaleza jurídica de las acreencias y en sentido estricto no configuran otra cosa que argumentos de marketing político, ajenos a la justicia.

                Un juez que aplica la ley –en cualquier país- debe hacer cumplir las obligaciones. Esto no es un invento del imperialismo: el pago de las deudas está reglamentado desde el Código de Hammurabi y la Biblia, en las legislaciones más diversas. Es la base de toda la construcción jurídica de la humanidad, que fue un avance sobre los tiempos en que las deudas se cobraban por mano propia. Los acreedores que no aceptaron el canje reclamaron esa deuda en la justicia prevista para ello, obtuvieron su declaración de legitimidad, y comenzaron a buscar bienes para ejecutar al deudor, como lo hace cualquier acreedor burlado.

                En nuestro caso, el juez ante el que se tramita el reclamo recibió una intimación de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, ordenándole que, dado el tiempo transcurrido, disponga la forma en que los acreedores puedan cobrar su deuda. Y ante la inexistencia de otros bienes, decretó que debían cobrarse en forma proporcional de los fondos que el deudor remitía a un banco norteamericano para pagarle a los que sí entraron, el “banco pagador”.

                El “Banco pagador” actúa en este caso como mandatario del gobierno argentino. Los fondos pertenecen al gobierno argentino hasta que se transfieren a cada acreedor, y en consecuencia podrían ser embargados. “En principio”. 

               ¿Por qué “en principio”? Porque esta decisión, aunque lógica desde el punto de vista jurídico, tiene consecuencias graves para el movimiento del sistema financiero, ya que si es así, todas las restructuraciones de deudas que se realicen en el futuro serían inviables si no fueran aceptadas por el 100 % de los acreedores. Claro que desde el punto de vista jurídico, esto no puede ser un argumento para que la ley no se aplique y los acreedores (“hold out”) no puedan cobrar sus créditos sobre fondos de los deudores.

                La situación se ve agravada por el permanente (e innecesario) desafío verbal del gobierno argentino deudor contra la decisión judicial, reiterando a plena voz que no pagará. Esa actitud fue la determinante para que el juez Griesa haya decidido sacar el tema de la “zona gris” en la que, con infinita paciencia y desgaste de su autoridad lo había ubicado, y definir de manera terminante que esa deuda puede cobrarse embargando los fondos argentinos enviados para otros fines.

                Pero esta decisión trae otro problema: si procediera, no habría más restructuraciones, porque los acreedores de países en problemas sabrían que no tienen ventajas aceptando canjes con quita, si pueden cobrar ejecutando sus créditos sobre los fondos destinados a los pagos de los que sí aceptan quitas.

Tanto una solución como la otra generan grandes conmociones en el sistema financiero, por los antecedentes que establecen. Y la justicia norteamericana, último garante del sistema mundial de pagos, debe establecer un cartabón sobre un conflicto en el que se enfrentan el derecho de propiedad –de los acreedores a cobrar sus deudas-, que es el puntal último de la economía mundial, con las soluciones “conversadas”, al estilo de procesos de convocatoria de acreedores internacionales, que dejan afuera a acreedores a los que no les conviene aceptar esos términos.

Negar lo primero implicaría dejar a todo el sistema financiero mundial sin base legal. Y negar lo segundo, cerraría las puertas a soluciones imprescindibles para países en problemas. Puestos en estos extremos, lo previsible es que la justicia se incline por la segunda solución, ya que ignorar la ley se asemejaría en mucho al caos económico global generalizado.

Desde esta página hemos reiterado más de una vez que la economía global ha desbordado las legislaciones –y la política- diseñada en tiempos de los Estados Nacionales soberanos, con economías autárquicas. En este caso, está claro que la ausencia de un procedimiento establecido de quebrantos que permita reglamentar casos como el argentino (o como el griego, o como el ruso o el mexicano) incrementa la incertidumbre –y eleva el costo- de la intermediación financiera.

Pero por el otro lado, la pretensión de la utilización de un principio de derecho público como la “soberanía” por parte de administraciones fallidas para no abonar deudas contraídas en el mercado privado, coloca a todo el sistema al borde de su implosión y amenaza con retrotraer el escenario a los tiempos anteriores a la Doctrina Drago.

En efecto: si bien pareciera de sentido común que los Estados no fueran sometidos a las leyes aplicables a los particulares, también lo es que la economía sería imposible si los deudores pudieran dejar de pagar sus deudas en las condiciones pactadas cuando se les ocurra, máxime cuando para endeudarse se han sometido a las normas del derecho privado y han renunciado voluntariamente a oponer su soberanía como defensa en caso de incumplimiento.

Entre esos dos extremos se balancea la difícil decisión que deba tomar la justicia de Estados Unidos, ante la cuál la prudencia parece aconsejarnos no colocarse en los extremos –como la desafiante actitud de “no les pagaremos” porque son la “justicia del imperio”- que pueden obligarla a tomar la peor decisión, no tanto por el problema de fondo, sino como necesaria reacción ante un justiciable rebelde que da un “mal ejemplo”.

 Al margen del rudimentario discurso para la barra interna emitido por cadena nacional, seguramente los representantes legales de la Argentina, ante este providencial plazo procesal adicional que ha otorgado la Cámara de Apelaciones, tendrán especialmente en cuenta al presentar el caso que la justicia norteamericana decidirá pensando en las implicancias, no ya para una deuda menor de un país perdido en el mapa, sino para toda la base legal del sistema financiero internacional, que en su inmensa mayoría ha establecido a los tribunales de Nueva York como la jurisdicción definitiva aplicable a sus transacciones.

Y que, en consecuencia, para la Argentina y sus autoridades, como parte en litigio, guardar las formas, respetar a los jueces y prometer acatamiento y voluntad de pago –o sea, volver a la “zona gris”-  será mucho más efectivo que las frases altisonantes sin ningún efecto procesal positivo pero muy alta peligrosidad, si lo que se busca es salir del problema y no agravarlo.

La Argentina no está hoy precisamente en condiciones de declararle la guerra al mundo, cualquiera fuere la convicción sicológica íntima de su máxima autoridad. Salvo que, sin importar sus consecuencias, se estuviera gestando a propósito un grave conflicto externo para escudar tras él, con toscas proclamas patrioteras, las enormes falencias de gestión de los últimos años. 

Sería perverso.

Ricardo Lafferriere

jueves, 29 de noviembre de 2012

Progresista es terminar con ésto


                Igual que el futuro, el progresismo tampoco es lo que era.

                En otros tiempos, felices por las seguridades reinantes, el futuro –y el progresismo, que le era inherente- estaba claro. Un poco por razonar al ritmo de los tiempos del mundo, los argentinos nos alineamos en el “campo progresista” virtualmente ocupando todo el arco político: radicales, peronistas, socialistas, y varias versiones liberales –como los demócrata progresistas-. Hasta los conservadores hicieron del “progreso” su lema, en tiempos de la generación del 80.

                En la primera mitad del siglo XX, el futuro sería construido bajo la infalibilidad del Estado. La sociedad civil tendría su libertad garantizada con un Estado amplio, que desbordara sus obligaciones tradicionales –defensa, justicia, educación, seguridad- para agregarle responsabilidades exigidas por el espíritu de los tiempos –salud, seguridad social integral, asistencia social, programas de inclusión, etc.- y por último una intervención en la economía que garantizara “los sectores estratégicos” –fundamentalmente energía, comunicaciones y transporte ferroviario, marítimo y fluvial, a los que se agregarían uno a otro los bancos, los seguros, comercio exterior, comercio interior y otros-.

                Ese Estado colapsó. En su lugar, no sólo la realidad sino el propio consenso político-ideológico vigente en el planeta o sea el actual “espíritu de los tiempos” incluye diferentes mixturas de lo privado y lo público que han superado su origen ideológico y son usados como herramientas para conseguir fines. El Estado dejó de ser el Dios del que todo se esperaba, como en la conocida sentencia de Nitchze de “Dios ha muerto” en el sentido que dejó de esperarse de él que arreglara todo. En todo caso, el debate se ha trasladado a los fines, más que a los instrumentos. En nuestro país, la implosión del Estado se produjo al finalizar la década de 1980, expresándose en una hiperinflación de imposible control.

                Ese traslado desde las herramientas hacia los valores ha reconfigurado la democracia en todo el mundo, fijándole nuevos horizontes. Ante el paradigma de una economía global de alcance planetario, que produce en cadenas de valor integradas y vende también en el mercado mundial, la mirada se dirige hoy a la política, más que a la economía. 

             Cuáles son los fines de la acción pública y qué objetivos deben perseguir los Estados y cómo construir una política global, que contenga y oriente a una economía que hace rato superó los marcos y limitaciones nacionales, garantizando la inclusión social, son las prioridades del “progresismo” de hoy. La curiosidad es que coinciden en ese propósito antiguos adversarios, “izquierdas” y “derechas”.

Esos objetivos se discuten en las diversas “plazas públicas” del mundo actual, que comprende un sinfín de protagonistas: grupos de interés, Estados, partidos políticos, ciudadanos interactuando en forma individual por las redes, ONGs, religiones, fundamentalismos, nuevas creencias tipo religiones laicas, motivantes de las mismas pasiones y en ocasiones de peores intolerancias que los viejos dogmas.

En nuestro país, pareciera existir un consenso mayoritario que la demanda de la hora, el “progresismo” con respecto a la situación actual, es terminar de una vez por todas con el populismo autoritario que se ha ido edificando durante la década kirchnerista en la forma de ejercicio del poder y su relación con los ciudadanos. Eso unifica a la gran mayoría de la población, incluso a muchos que apoyaron –y tal vez, hasta apoyan- al oficialismo.

El común denominador de las consignas del 12 de setiembre y 8 de noviembre fue el reclamo de vigencia de la Constitución, su intangibilidad, la libertad de prensa, la independencia de la justicia, el castigo a la corrupción de funcionarios, y otras relacionadas con los valores básicos de convivencia. Valores que, huelga repetirlo, impregnan a todas las fuerzas políticas republicanas y democráticas, cualquiera sea su ubicación en el arco ideológico, incluyendo a amplios sectores del peronismo.

El masivo Paro General del 20 de noviembre tuvo condimentos inéditos. En primer lugar, la ausencia de hechos de violencia, pero mucho más significativo fue el reiterado reclamo de la dirigencia gremial, en la conferencia de prensa posterior, de la vigencia constitucional. Nunca la Constitución Nacional ha estado tan presente en expresiones dirigenciales obreras como en ese momento, y ello es un aporte indudable a la cultura política argentina.

El progresismo de hoy se unifica entonces en la vuelta al estado de derecho. Su ausencia lastima tanto a ciudadanos perseguidos por pensar diferente, como a empresarios sometidos a la arbitrariedad cleptómana de funcionarios inescrupulosos, sindicatos asfixiados por la retención ilegal de recursos de sus obras sociales o productores confiscados en sus ingresos por la manipulación del tipo de cambio y fondos “retenidos” por la arbitraria decisión oficial.

Los hechos dirán si alcanza con convertir al “progresismo” democrático y republicano en un común denominador tácito, o si requiere una gran confluencia electoral al estilo de las “grandes coaliciones” que se han visto en otros países en momentos importantes.

Aunque acá pareciera conmover a fundamentalistas, que los hay en todas las fuerzas políticas, esa gran coalición no debiera ser demonizada. Las raíces ideológicas y culturales de la Democracia Cristiana y de la Socialdemocracia en Alemania, o en Chile, por ejemplo, no pueden ser más diferentes. Sin embargo, cuando es necesario enfrentar situaciones críticas –mucho menos graves que las que tenemos los argentinos- no dudan en articular gobiernos de amplia coalición que ayudan a demarcar coincidencias estratégicas nacionales, dentro de las cuales cada fuerza sigue conservando su historia, su ideología y sus visiones finalistas. Así también ocurre en Brasil, con resultados ciertamente exitosos.

La situación argentina se está complicando cada vez más, no tanto por sus limitantes externos como por la extrema incompetencia de la gestión oficial. En gran medida, es responsabilidad opositora por su incapacidad y ceguera en articular una alternativa potente y creíble. Ya en la elección nacional del 2011 convocábamos a los tres candidatos opositores más importantes a coincidir en un programa común y en un solo candidato, advertíamos que las consecuencias de no hacerlo serían fatales para los argentinos, y los acompañarían como un baldón en sus carreras políticas. No nos equivocamos. Por la incapacidad de acordar un frente alternativo confiable y maduro, hoy nos acercamos al fondo de las arcas públicas, el aislamiento crediticio, la incapacidad de controlar la inflación y la ausencia de horizontes, que agrava la incertidumbre –y la ansiedad- de gran parte de la población.

La herencia que dejará el kirchnerismo será de las más graves de la historia nacional. Quien no quiera advertirlo hoy, está invitado a guardar esta nota para que nos encontremos en poco tiempo, tal vez menos de un lustro, a verificar su lamentado acierto.

La liquidación del capital nacional realizado en estos años nos ha hipotecado el futuro inmediato y mediato, por la gigantesca desfinanciación del sistema previsional y del sistema energético, los sectores más destacados -pero no los únicos-  del vaciamiento kirchnerista. Lo acompañan el extremo deterioro de la infraestructura –eléctrica, ferroviaria, de redes de distribución energética, autopistas, puertos, y últimamente también la de comunicaciones, sin olvidar el sistema de defensa nacional, que se ha llevado a su virtual inexistencia-.

Retomar la marcha nos obligará a contar, en el escenario menos exigente, con el equivalente de un PBI -500.000 millones de dólares-  “extra” para recuperar el capital dilapidado y sentar las bases de un nuevo crecimiento. Frente a esta demanda imponente, es ridícula e infantil la anteojera ideológica, tanto como la fragmentación nacional.

Es necesario frente a ello un paso adelante para recuperar las reglas de juego, sin las cuales cualquier debate está condenado a una discusión estéril y circular. Sólo una vez logrado este objetivo básico, de naturaleza neo constituyente, será el momento de seguir discutiendo las prioridades de las políticas públicas. Pretender hacerlo hoy es como haberle exigido al gobierno de Rosas una determinada política educativa, de infraestructura o de salud pública, antes de haber logrado la Constitución Nacional.

Progresismo es hoy, en la Argentina, terminar con ésto, que nos empobrece, nos estanca, nos oprime, nos aisla del mundo, nos quita horizontes. No nos demonicemos, entonces, los argentinos. Todos somos valiosos, en nuestras diferencias, pero también en nuestra decisión inquebrantable de vivir con ellas en paz, en el marco de un estado de derecho.

Ricardo Lafferriere