jueves, 29 de noviembre de 2012

Progresista es terminar con ésto


                Igual que el futuro, el progresismo tampoco es lo que era.

                En otros tiempos, felices por las seguridades reinantes, el futuro –y el progresismo, que le era inherente- estaba claro. Un poco por razonar al ritmo de los tiempos del mundo, los argentinos nos alineamos en el “campo progresista” virtualmente ocupando todo el arco político: radicales, peronistas, socialistas, y varias versiones liberales –como los demócrata progresistas-. Hasta los conservadores hicieron del “progreso” su lema, en tiempos de la generación del 80.

                En la primera mitad del siglo XX, el futuro sería construido bajo la infalibilidad del Estado. La sociedad civil tendría su libertad garantizada con un Estado amplio, que desbordara sus obligaciones tradicionales –defensa, justicia, educación, seguridad- para agregarle responsabilidades exigidas por el espíritu de los tiempos –salud, seguridad social integral, asistencia social, programas de inclusión, etc.- y por último una intervención en la economía que garantizara “los sectores estratégicos” –fundamentalmente energía, comunicaciones y transporte ferroviario, marítimo y fluvial, a los que se agregarían uno a otro los bancos, los seguros, comercio exterior, comercio interior y otros-.

                Ese Estado colapsó. En su lugar, no sólo la realidad sino el propio consenso político-ideológico vigente en el planeta o sea el actual “espíritu de los tiempos” incluye diferentes mixturas de lo privado y lo público que han superado su origen ideológico y son usados como herramientas para conseguir fines. El Estado dejó de ser el Dios del que todo se esperaba, como en la conocida sentencia de Nitchze de “Dios ha muerto” en el sentido que dejó de esperarse de él que arreglara todo. En todo caso, el debate se ha trasladado a los fines, más que a los instrumentos. En nuestro país, la implosión del Estado se produjo al finalizar la década de 1980, expresándose en una hiperinflación de imposible control.

                Ese traslado desde las herramientas hacia los valores ha reconfigurado la democracia en todo el mundo, fijándole nuevos horizontes. Ante el paradigma de una economía global de alcance planetario, que produce en cadenas de valor integradas y vende también en el mercado mundial, la mirada se dirige hoy a la política, más que a la economía. 

             Cuáles son los fines de la acción pública y qué objetivos deben perseguir los Estados y cómo construir una política global, que contenga y oriente a una economía que hace rato superó los marcos y limitaciones nacionales, garantizando la inclusión social, son las prioridades del “progresismo” de hoy. La curiosidad es que coinciden en ese propósito antiguos adversarios, “izquierdas” y “derechas”.

Esos objetivos se discuten en las diversas “plazas públicas” del mundo actual, que comprende un sinfín de protagonistas: grupos de interés, Estados, partidos políticos, ciudadanos interactuando en forma individual por las redes, ONGs, religiones, fundamentalismos, nuevas creencias tipo religiones laicas, motivantes de las mismas pasiones y en ocasiones de peores intolerancias que los viejos dogmas.

En nuestro país, pareciera existir un consenso mayoritario que la demanda de la hora, el “progresismo” con respecto a la situación actual, es terminar de una vez por todas con el populismo autoritario que se ha ido edificando durante la década kirchnerista en la forma de ejercicio del poder y su relación con los ciudadanos. Eso unifica a la gran mayoría de la población, incluso a muchos que apoyaron –y tal vez, hasta apoyan- al oficialismo.

El común denominador de las consignas del 12 de setiembre y 8 de noviembre fue el reclamo de vigencia de la Constitución, su intangibilidad, la libertad de prensa, la independencia de la justicia, el castigo a la corrupción de funcionarios, y otras relacionadas con los valores básicos de convivencia. Valores que, huelga repetirlo, impregnan a todas las fuerzas políticas republicanas y democráticas, cualquiera sea su ubicación en el arco ideológico, incluyendo a amplios sectores del peronismo.

El masivo Paro General del 20 de noviembre tuvo condimentos inéditos. En primer lugar, la ausencia de hechos de violencia, pero mucho más significativo fue el reiterado reclamo de la dirigencia gremial, en la conferencia de prensa posterior, de la vigencia constitucional. Nunca la Constitución Nacional ha estado tan presente en expresiones dirigenciales obreras como en ese momento, y ello es un aporte indudable a la cultura política argentina.

El progresismo de hoy se unifica entonces en la vuelta al estado de derecho. Su ausencia lastima tanto a ciudadanos perseguidos por pensar diferente, como a empresarios sometidos a la arbitrariedad cleptómana de funcionarios inescrupulosos, sindicatos asfixiados por la retención ilegal de recursos de sus obras sociales o productores confiscados en sus ingresos por la manipulación del tipo de cambio y fondos “retenidos” por la arbitraria decisión oficial.

Los hechos dirán si alcanza con convertir al “progresismo” democrático y republicano en un común denominador tácito, o si requiere una gran confluencia electoral al estilo de las “grandes coaliciones” que se han visto en otros países en momentos importantes.

Aunque acá pareciera conmover a fundamentalistas, que los hay en todas las fuerzas políticas, esa gran coalición no debiera ser demonizada. Las raíces ideológicas y culturales de la Democracia Cristiana y de la Socialdemocracia en Alemania, o en Chile, por ejemplo, no pueden ser más diferentes. Sin embargo, cuando es necesario enfrentar situaciones críticas –mucho menos graves que las que tenemos los argentinos- no dudan en articular gobiernos de amplia coalición que ayudan a demarcar coincidencias estratégicas nacionales, dentro de las cuales cada fuerza sigue conservando su historia, su ideología y sus visiones finalistas. Así también ocurre en Brasil, con resultados ciertamente exitosos.

La situación argentina se está complicando cada vez más, no tanto por sus limitantes externos como por la extrema incompetencia de la gestión oficial. En gran medida, es responsabilidad opositora por su incapacidad y ceguera en articular una alternativa potente y creíble. Ya en la elección nacional del 2011 convocábamos a los tres candidatos opositores más importantes a coincidir en un programa común y en un solo candidato, advertíamos que las consecuencias de no hacerlo serían fatales para los argentinos, y los acompañarían como un baldón en sus carreras políticas. No nos equivocamos. Por la incapacidad de acordar un frente alternativo confiable y maduro, hoy nos acercamos al fondo de las arcas públicas, el aislamiento crediticio, la incapacidad de controlar la inflación y la ausencia de horizontes, que agrava la incertidumbre –y la ansiedad- de gran parte de la población.

La herencia que dejará el kirchnerismo será de las más graves de la historia nacional. Quien no quiera advertirlo hoy, está invitado a guardar esta nota para que nos encontremos en poco tiempo, tal vez menos de un lustro, a verificar su lamentado acierto.

La liquidación del capital nacional realizado en estos años nos ha hipotecado el futuro inmediato y mediato, por la gigantesca desfinanciación del sistema previsional y del sistema energético, los sectores más destacados -pero no los únicos-  del vaciamiento kirchnerista. Lo acompañan el extremo deterioro de la infraestructura –eléctrica, ferroviaria, de redes de distribución energética, autopistas, puertos, y últimamente también la de comunicaciones, sin olvidar el sistema de defensa nacional, que se ha llevado a su virtual inexistencia-.

Retomar la marcha nos obligará a contar, en el escenario menos exigente, con el equivalente de un PBI -500.000 millones de dólares-  “extra” para recuperar el capital dilapidado y sentar las bases de un nuevo crecimiento. Frente a esta demanda imponente, es ridícula e infantil la anteojera ideológica, tanto como la fragmentación nacional.

Es necesario frente a ello un paso adelante para recuperar las reglas de juego, sin las cuales cualquier debate está condenado a una discusión estéril y circular. Sólo una vez logrado este objetivo básico, de naturaleza neo constituyente, será el momento de seguir discutiendo las prioridades de las políticas públicas. Pretender hacerlo hoy es como haberle exigido al gobierno de Rosas una determinada política educativa, de infraestructura o de salud pública, antes de haber logrado la Constitución Nacional.

Progresismo es hoy, en la Argentina, terminar con ésto, que nos empobrece, nos estanca, nos oprime, nos aisla del mundo, nos quita horizontes. No nos demonicemos, entonces, los argentinos. Todos somos valiosos, en nuestras diferencias, pero también en nuestra decisión inquebrantable de vivir con ellas en paz, en el marco de un estado de derecho.

Ricardo Lafferriere

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