viernes, 16 de noviembre de 2012

Ninguna confusión, señora.



                “…un formidable aparato cultural…” habría sido, al decir de la presidenta, la causa de que cientos de miles de argentinos –un par de millones en todo el país- tuvieran una “imagen deformada de su propio país” y cuestionaran su gobierno en la multitudinaria marcha del 8N, sin dudas la mayor expresión política de la historia argentina en contra de una administración en ejercicio.

                Luego completaría su relato: gente deseosa de contar con servicio doméstico con pago miserable, se movilizó contra la Asignación Universal por Hijo. Gente sin patriotismo hizo causa común con los “fondos buitres”. En síntesis: equivocados, antipopulares y antinacionales se conjugaron para enfrentar a un gobierno lúcido, nacional y popular…

                Poco sentido tiene polemizar con la original mirada de la presidenta. No convence a nadie ajeno, y esto lo advierten todos –incluso ella-. Claramente no es un mensaje cuya finalidad sea convencer, al apoyarse en hechos ficticios construidos intelectualmente al sólo efecto de la argumentación falaz. Ni una sola pancarta, consigna, cartel o reclamo fue levantado por los millones de manifestantes en todo el país cuestionando la Asignación Universal o defendiendo a los “hold outs”.

Prefiriendo no hacernos eco de los crecientes rumores, presumimos la salud mental presidencial. Sobre esta base, la explicación del endurecimiento de su discurso debiera buscarse en otra clave. Y ésta pareciera ser interna: detener el desgranamiento acelerado de su propia fuerza, dotándola de un rudimentario arsenal argumental que, aunque no resista el análisis más ligero, endurece el debate. Sin embargo, como contrapartida, lo coloca al borde de la ruptura.

                La sociedad dista de poseer la linealidad que le atribuye el discurso oficialista. Tiene tantas miradas como personas viven en el país. El secreto de un liderazgo democrático es contener la mayor cantidad de esas miradas, para lo cual el pronunciamiento político debe enfocar los temas más graves de la agenda,  los que conciten coincidencias, y alejarse de las sofistificaciones ideológicas, que por definición son variables e infinitamente diferentes en sus matices.

                El principal tema de agenda en la Argentina hoy es el deterioro institucional. La justicia adocenada, el parlamento inexistente, la prensa perseguida, los ciudadanos “ninguneados”, la inseguridad reinando, el narcotráfico en crecimiento, una corrupción rampante e impune, la Constitución y las leyes permanentemente amenazadas y dependiendo del sólo humor presidencial y el país crecientemente aislado de la comunidad internacional.

                Ello se advierte sin necesidad de recurrir a sesudos análisis de politólogos: sólo observar la infinidad de pancartas artesanales que portaron los cientos de miles de argentinos que manifestaron. Frente a la interpretación presidencial tan ajena a esos reclamos cabe preguntarse: ¿ejerce la presidenta un liderazgo democrático?

                La respuesta debe surgir de su conducta. Fragmentar, imponer, despreciar miradas diferentes, negarse al debate abierto, gobernar por sobre sus facultades legales, recurrir al grotesco, descalificar al adversario, regimentar la justicia, despreciar a la prensa que transmite hechos u opiniones que considera desfavorables a su gobierno, considerar “confundidos” a quienes no coinciden con su mirada, son características alejadas del liderazgo democrático y muy cercanas al comportamiento autoritario.

                ¿La hace esto una presidenta antipopular? ¿o “antinacional”? Pareciera arriesgado calificarla así, aún a pesar de sus innegables falencias de gestión. Sin embargo, sí la hacen una presidenta antidemocrática, o al menos cada vez más alejada de un liderazgo propio de una democracia republicana, representativa, federal.

                En los albores de la recuperación democrática, cuando el debate político estaba teñido de categorías dialécticas universitarias, solía hablarse de una polarización entre el “pueblo” y el “antipueblo”. Existía una dictadura, no regían derechos humanos elementales, y era negada la soberanía popular. Enfrente, “el pueblo” era el sujeto reclamante de derechos y reivindicaciones.

                Todo eso quedó atrás. Afortunadamente los ciudadanos son los dueños de otorgar el poder, a través de los procesos electorales y eso pareciera incorporado definitivamente al patrimonio político-cultural del país. Sin embargo, persiste un conflicto que indudablemente hoy es el “principal” tema de agenda social: el que enfrenta las concepciones autoritarias del poder frente a las que creen en el estado de derecho como expresión superior y más perfecta de la soberanía popular.

                En nada cambia esta conclusión el origen electoral de un mandato. La democracia no es sólo el gobierno de las mayorías. Es el gobierno de las mayorías respetando a las minorías, que deben ser más protegidas cuanto más vulnerables sean. Desde esta perspectiva, la suprema minoría es la persona, cada ciudadano. No en vano la búsqueda de tantos siglos de pensadores, políticos, luchadores y filósofos desembocó en la democracia como el mejor sistema de organizar un gobierno garantizando los derechos de todos y de cada uno.

                Tampoco es válida la pretensión de oponer “democracia” con “gobierno popular”, porque mientras no exista en plenitud el funcionamiento democrático-republicano, el contenido “popular” de un gobierno está bajo la permanente amenaza de su retroceso, distorsión, negación o falseamiento.

El avance democrático debe corregir los contenidos autoritarios y consolidar sobre bases sólidas, legal y económicamente, las medidas de contenido popular que han sido decididas con la finalidad de disciplinar voluntades, servir de coartadas a proyectos patrimonialistas, hacer impune la corrupción desenfrenada, o acumular poder al margen de las leyes.

Ante un proyecto autoritario, la construcción democrática exige grandes coindencias. Si alcanzara con acuerdos institucionales, bienvenidos sean. Pero si éstos fueran insuficientes, la coordinación exigirá mayor acercamiento, alrededor de un programa cuya esencia fuera la recuperación de las reglas de juego, las que permitan la convivencia en paz y la pacífica interacción de las diferencias.

Coincidir, para poder discrepar. Esa es, en definitiva, la regla de oro de la democracia funcionando. Coincidir en los límites del poder frente a los ciudadanos, en el respeto a los equilibrios constitucionales, en las reglas de funcionamiento del sistema político.

Y en esa coincidencia, dar rienda libre a las miradas diferentes, con un comportamiento que para ser efectivo debe ser capaz de extraer las coincidencias que ameriten trabajar en conjunto, y en pasar en limpio las diferencias que deban seguir siendo discutidas hasta encontrar las mejores soluciones a los problemas de la agenda.

No es tan difícil, ni significa inventar la pólvora. Es, simplemente, como funciona una democracia republicana.


Ricardo Lafferriere
               

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