Como en el 2008, el tema de las retenciones está ocupando el debate parlamentario y nuevamente chocan, en las diferentes posiciones, las visiones diferentes sobre el país que subyacen en las diversas fuerzas políticas. Esas visiones diferentes no se identifican con una u otra fuerza partidaria, sino que las atraviesan horizontalmente, principalmente a las mayoritarias. Un acercamiento en su análisis indica que es lógico que así ocurra.
Hoy el debate renace al tener que definir el Congreso las “facultades delegadas” que mantendrá el Poder Ejecutivo, ante su próximo y tardío vencimiento. Adelantemos que en el caso de las retenciones, esa delegación no fue decidida por el parlamento, sino por el gobierno de facto que redactó el Código Aduanero, en tiempos de la “Revolución Argentina” y el presidente Onganía.
Los impuestos a la exportación estuvieron prohibidos expresamente en nuestra Constitución, que los habilitó con carácter excepcional para financiar la guerra del Paraguay. A partir de ese momento, nunca desaparecieron, aunque en tasas sustancialmente inferiores a las actuales y decididas por ley, como deben serlo todos los impuestos.
Las retenciones confiscan ingresos generados por los productores agropecuarios que se han destinanado históricamente a diferentes finalidades, desde sostener el presupuesto en tiempos de ajustes, devaluaciones e inflación, hasta usarlas como herramientas de distribución de ingresos marginando el debate fiscal parlamentario.
Entre otros males, han sido una de las principales causas de la deformación estructural del país: el 40 % de la población argentina está concentrada en el núcleo urbano porturario y alrededores (trece millones de compatriotas en 4000 k2, a razón de 3200 por km2, una de las tasas más altas del mundo), mientras el 60 % restante (veintiocho millones de argentinos) ocupan 2.800.000 km2, a razón de .. ¡10 habitantes por km2! ... (una de las más bajas del mundo....)
La concentración ha sido el resultado de privar al país productor de sus ingresos y consecuentemente de su camino de industrialización, para derivarlo en la red de complicidades corporativas. El país interior fue privado de sus posibilidades de crecimiento, de generación de empresas, fuentes de trabajo, infraestructura, investigación científica, educación, servicios médicos de excelencia, y vaciado del juego de su política.
Las retenciones provocaron el vaciamiento político y económico del interior. Las legislaturas y concejos deliberantes, los gobernadores y los intendentes, dejaron de ser la herramienta de la voluntad de sus pueblos para convertirse en simples foros de discusión sin incidencia real alguna en el destino de sus respectivas comunidades. Y el estancamiento resultante generó la migración interna que no se detiene, como lo muestra el crecimiento de las urbanizaciones informales que en los últimos años han atraído incluso a miles de ciudadanos de países limítrofes.
El núcleo urbano resultante es la sede de las mayores redes de corrupción, delincuencia, tráfico de estupefacientes, violencia criminal, asiento de complicidades delictivas que incluye a burocracias policiales, judiciales y políticas, empresarios protegidos, mafias sindicales.... todos lucrando con millones de personas sometidas a la humillación del clientelismo, sostenidos por la impostura ideológica del populismo que se invoca “progresista” mientras mantiene en la pobreza extrema a quienes con cuyo disciplinamiento edifica su lastre hacia el pasado.
La Argentina, a partir del 2008, ha visto a sus ciudadanos protagonizar por primera vez en muchas décadas una defensa directa de sus derechos, no motorizada por estamentos corporativos sino por sus intereses más elementales. Han sido compatriotas que no reciben ningún el regalo de ningún “bien social” sino que sufren la confiscación del fruto de su trabajo tesonero, de su esfuerzo inversor, de su ahorro, de su futuro. Se trata de personas que no viven de los fondos públicos sino que pagan todo lo que usan, desde sus insumos hasta sus infraestructuras, desde sus cooperadoras escolares, hospitalarias y judiciales hasta muchas veces sus propios caminos. Compatriotas que jamás negarían –como no lo han hecho- su aporte para sostener un esfuerzo nacional compartido para erradicar la pobreza, pero que ya no toleran en silencio que ese esfuerzo no se enmarque en la Constitución, las leyes y sus propios derechos ciudadanos.
De un lado está la Argentina del pasado, corporativa y prebendaria, populista y antidemocrática, arbitraria, deformada e intolerante. Del otro, la Argentina vital de sus zonas productivas, democrática y solidaria, abierta y plural, verdaderamente progresista. Esas “placas tectónicas” atraviesan, como está dicho, las fuerzas políticas aunque sus bordes no se expresen con nitidez en sus debates internos. No tenerlo en claro es la mejor forma de atarnos al estancamiento, a la pobreza secular, a la polarización social creciente, a la violencia y a la falta de futuro mediante la impostura de definiciones presuntamente ideológicas que hace tiempo han desmerecido.
Sostener que los argentinos deben dejar en la voluntad discrecional del Poder Ejecutivo la facultad de apropiarse, por decreto, de ingresos de sus ciudadanos, no es progresista: es premoderno. No es compatible con el estado de derecho, ni con la letra constitucional.
El financiamiento del Estado, así como sus objetivos, debe ser establecido por el Congreso porque es la base constitutiva de una sociedad democrática. Para eso están los legisladores, para eso los argentinos sostienen la institución parlamentaria con recursos, aseguran su independencia con inmunidades y emolumentos públicos y les dan seguridad en sus cargos. El argumento de la “dificultad en reunir el parlamento” es de una sustancial endeblez moral y política. Los parlamentarios estarían de más si renunciaran a su facultad principal, que es definir los objetivos del Estado, su financiamiento y su control.
Si los argentinos deciden hacer “política económica” con los impuestos, deben discutirlo en forma abierta y transparente, como sólo puede hacerse en las Cámaras legislativas, en el marco de la normas de la Constitución. De lo contrario, se repetirán las deformaciones escandalosas de las que estamos siendo testigos, con valijas cargadas de dinero, fideicomisos sin control, obras públicas de precios desmedidos y correlativos crecimientos desbordantes e injustificados de los funcionarios ejecutivos.
Definir impuestos en la penumbra de los despachos y los acuerdos secretos en los Ministerios es, además, la mejor forma de reciclar complicidades, realizar negociados con fondos públicos, presionar a gobernadores e intendentes, privilegiar empresarios amigos, construir clientelismo, reciclar el estancamiento.
Los argentinos no merecen eso de sus legisladores.
Ricardo Lafferriere
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