Hace un par de décadas, el politólogo francés Bernard Manin
publicaba su obra “Principios del gobierno representativo”, en la que formulaba
su clasificación sobre los tres grandes “estilos” que caracterizaron los
sistemas de la democracia representativa desde fines del siglo XVII.
Tres grandes épocas marcaron formas de organización y
funcionamiento de los sistemas democráticos
que, aún sin cortes tajantes –porque de una u otra forma, las
características de los tres se expresan en todos- indican la preeminencia de
determinados factores según la etapa histórica.
Se trata de la “democracia parlamentaria” originaria, la “democracia
de partidos” que la siguió y de la “democracia de audiencias” de los tiempos
actuales.
En la primera, la selección de los parlamentarios no respondía
a otra cosa que a sus prestigios personales en sus comunidades. Los electores
delegaban en sus vecinos más reconocidos la representación para legislar y
gobernar. Los debates políticos y sociales llegaban “hasta la puerta del
parlamento”, pero se suponía que no debían incidir en los legisladores, quienes decidirían
según su criterio más justo deliberando y pensando libremente lo que consideraran
mejor para su país. Esa forma no admitía subordinaciones partidarias ni lealtad
a otro “colectivo” que no fuere la Nación, sus distritos y su conciencia.
Iniciada en el parlamentarismo originario de la “Revolución Gloriosa”, en
Inglaterra de fines del siglo XVII, fue la manera de funcionar de los cuerpos
colegiados hasta bien entrado el siglo
XIX.
La segunda trasladó los debates político-sociales a los
senos de los partidos políticos, que pasaron a ser concebidos como espacios
colectivos de representación de grupos sociales específicos y de ideologías
determinadas. Los legisladores perdieron autonomía y sus facultades de decisión
pasaron a los cuerpos partidarios a los que respondían. Los parlamentos se
convirtieron en lugares de contabilización de voluntades, ya definidas por
fuera de sus muros. Las decisiones políticas respondían casi mecánicamente a
las mayorías y minorías electorales, sin que hubiera lugar para cambio de
opiniones en razón de los debates. Fue la democracia característica de las
sociedades de masas, desde mediados del siglo XIX hasta pasada la mitad del
siglo XX.
La tercera es la que Manin define como “democracias de
audiencias”. Los debates no se dan por fuera de los parlamentos, ni
exclusivamente dentro de ellos, ni tampoco sólo dentro de los partidos, sino en
todo el cuerpo social, alimentados por los grandes medios de comunicación y los
grupos de interés de más diversa factura, a los que hoy agregaríamos las redes
sociales. Las elecciones no responden a los prestigios personales locales, ni a
la identificación con sectores sociales o ideologías. Las “lealtades”
parlamentarias se hacen lábiles y no implican subordinaciones a fuerzas
políticas estables. Por el contrario: la selección de candidatos responde más
bien a las construcciones de imágenes masivas, los prestigios reconocidos no
son los locales sino el “conocimiento”, “confianza” y “empatía” que inspiran en
los grandes electorados y las decisiones que tomen reflejarán los debates
sociales que formarán cambiantes “estados de conciencia” sobre temas diversos,
variables y fluctuantes.
El programa de Tinelli presentando a los tres principales
(en cuanto “más medidos”) candidatos presidenciales con sus esposas señaló la
llegada definitiva de la democracia de audiencias a nuestro país. Su propósito –evidentemente-
no fue expresar una “ideología” o representar a un “sector social” determinado,
sino llegar al gran público con capacidad de seducción y generación de empatía.
La ausencia de compromisos sobre temas específicos refleja la necesidad de
mantener abiertas opciones que pueden variar en el largo camino hacia el día
del comicio, o incluso hasta el propio eventual gobierno. Tal vez Carlos Menem
fue el que con mayor claridad definió estas necesidades cuando dijo, en 1990,
cuando la democracia de audiencias asomaba en Argentina: “si hubiera dicho lo
que iba a hacer no me hubiera votado nadie”.
¿Es buena o es mala la “democracia de audiencias”? No es una
pregunta vana. Si la democracia de audiencias está definitivamente instalada,
tampoco la actitud de los candidatos es condenable: hacen lo que se espera de
ellos, y actúan en el espacio en el que se definen voluntades que al final
terminarán expresándose en el comicio.
¿Es posible reemplazar la democracia de audiencias? Parece
una tarea difícil. Responde a la estructuración y la dinámica de los tiempos,
con altos grados de incertidumbre sobre los riesgos que deben enfrentarse,
sobre los aliados con los que pueda contarse y con imposibilidad de prever el
surgimiento de imprevistos, aún en el cortísimo plazo. Los ciudadanos no creen
en los partidos ni en las ideologías, porque han aprendido lo que les enseñó la
realidad: ni unos ni otros tienen verdades permanentes o estables, y durante
sus vidas –cortas o largas- han experimentado ya los límites de unos y otras,
cada vez más reducidos en sus posibilidades.
Tal vez la pregunta debiera entonces formularse de otra
forma: Habida cuenta que la democracia representativa de hoy funciona con estas
características, ¿cómo mejorarla?
Ignoro si alguien tiene una receta. Por lo pronto, parece
que un mínimo de eficacia demandaría la existencia de partidos políticos
modernizados. Y reitero: de partidos políticos. Modernizados. Los partidos
requeridos por los nuevos tiempos requieren funcionar como marcos de debates
primarios, lugares de elaboración de propuestas de gobierno coherentes,
frescura intelectual para interpretar la nueva agenda, capacidad de
construcción de acuerdos puntuales sobre temas específicos de mayor o menor
extensión en el tiempo. Pero esta democracia no es funcional a partidos
congelados en agendas fuera de época, durezas ideológicas propias de los
tiempos de las “democracias de partidos”, burocracias esclerosadas o en la
impostación de épicas históricas.
Tal vez partidos con esas nuevas características podrían
servir eficazmente a los ciudadanos para alimentar las portentosas
posibilidades de millones de personas que viven las nuevas formas de la
democracia y calificar los liderazgos. Si ello no ocurre, persistirán solamente
los “liderazgos” –renovándose sin contenido, o con el contenido que les marquen
las agendas diarias de sus asesores de imagen, o en el mejor de los casos,
respondiendo a las convicciones íntimas de cada “líder”- y las sociedades se resignarán a ellos
esperando el momento de su ratificación o de su cambio, ignorando las mediaciones políticas que considerarán cada vez más inservibles.
Alguna vez hemos escrito que el “poder” es un concepto
antropológico que ha acompañado desde siempre la vida en sociedad. Existen
sociedades sin ideologías, pero no existen sociedades sin poder. Es el primer
paso, lo “sustantivo”. Los ciudadanos lo sienten, lo intuyen, lo “saben”.
Siempre construirán liderazgos para ejercer el poder.
La modernidad entendió que ese poder debe dividirse, limitarse, acotarse. Estableció Constituciones, leyes, Justicia. Es lo “adjetivo”. En la opción, si se presentan como opciones, siempre ganará lo primero. Las convicciones democráticas de aquellos ciudadanos interesados en especial por lo público deberá encontrar la forma de articular ambos conceptos, para no regresar al “puro poder”, propio de las sociedades premodernas. Deben hacerlo sobre las condiciones sociales que se viven, no sobre las que les gustaría. Contener el poder dentro de la política sigue siendo el desafío de la democracia en sus tres versiones.
La modernidad entendió que ese poder debe dividirse, limitarse, acotarse. Estableció Constituciones, leyes, Justicia. Es lo “adjetivo”. En la opción, si se presentan como opciones, siempre ganará lo primero. Las convicciones democráticas de aquellos ciudadanos interesados en especial por lo público deberá encontrar la forma de articular ambos conceptos, para no regresar al “puro poder”, propio de las sociedades premodernas. Deben hacerlo sobre las condiciones sociales que se viven, no sobre las que les gustaría. Contener el poder dentro de la política sigue siendo el desafío de la democracia en sus tres versiones.
Comprender la dinámica cambiante de las sociedades es requisito
necesario para aspirar a representarlas. Las democracias de audiencias están
llegando para quedarse y quizás no haberlo comprendido abrió el camino a
liderazgos estrambóticos, incapaces de gestiones maduras y responsables, pero
que interpretando la necesidad de “poder”, supieron entender la forma de lograr
una representación escasamente dirigida al bien común, sino a sus propósitos –personales-
de poder y riquezas.
La fórmula del éxito quizás sea “liderazgos democráticos con
partidos modernos”. El gran desafío para los ciudadanos de hoy.
Ricardo Lafferriere
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