Las vueltas de la historia son impredecibles cuando se
cruzan líneas independientes entre sí, pero coinciden en tiempo y lugar
abriendo caminos insospechados.
La ambición de Cameron, cediendo a la presión de un grupo
minoritario –pero imprescindible para sus aspiraciones políticas- del partido
conservador; la ingenuidad oportunista de un liberal-conservador opositor a
Cameron –Boris Johnson-; la persistente prédica filo-fascista del populismo de AKIP
y su líder Nikel Farage con banderas chauvinistas similares a las que llevaron
a Alemania a la Segunda Guerra Mundial; el banal desinterés de generaciones
jóvenes alejadas de “la política” y omitiendo participar; todo eso montado en
una crisis global ante la cual las dirigencias políticas no encuentran la forma
de frenar al capital financiero desbordado, insistiendo con indiferencia en un
burocratismo de las instituciones comunitarias que los ciudadanos ven cada vez
más alejadas de sus problemas y necesidades, llevaron a esta situación que no es
un salto al futuro, sino una vuelta a lo más peligroso del pasado.
Las causas que llevaron
la mayoría de los votantes del “leave” a su opción de retirarse de la
Unión Europea son ciertamente banales. La inmigración –principal de ellas- no
requería “irse de Europa” para reglamentarse o hasta impedirse: de hecho, Gran
Bretaña no participa del “espacio Schengen” y varios países de la Unión Europea
han reglamentado por sí mismos sus criterios con respecto a los migrantes.
La
crisis económica no se revertirá aislándose, sino todo lo contrario: las
predicciones más creíbles auguran una larga recesión –o, en el mejor de los
casos, de “estanflación”- convirtiendo a Gran Bretaña en un pequeño país
decadente luego de su disgregación, con la muy posible separación de Escocia y
tal vez la propia Irlanda del Norte, que de ninguna manera aceptarán alejarse
de sus principales clientes, donantes de fondos e inversores, la mayoría de los
cuales son de fuente comunitaria, ni renunciarán a los beneficios de la
ciudadanía comunitaria para sus propios ciudadanos.
Gran Bretaña deberá “empezar de nuevo”. De hecho, lo primero
que posiblemente deba enfrentar es su declinación como metrópolis financiera
global, lo que golpeará en forma directa la economía londinense. Los principales
bancos han anunciado la emigración de sus casas centrales. Lo
segundo, la negociación de acuerdos comerciales para vender sus productos a
Europa, ahora como “un tercero más”. Si su objetivo es proteger industrias
obsoletas –como suele ser obsesión del populismo- sus costos de producción se
incrementarán y ello los sacará de mercado, ante la pujanza tecnológica alemana
y aún francesa. Y subirá el costo de los productos importados, afectando el
poder de compra de los salarios ingleses.
En el plano interno europeo, la preeminencia alemana se
remarcará aún más. Ello será especialmente sensible para los países de la
antigua “Europa Oriental”, vulnerables al expansionismo ruso –al que temen-
frente a un bloque que, aunque mantenga al Reino Unido en la OTAN, acentuará su
acercamiento a Rusia por los fuertes lazos energéticos, comerciales y de inversión
que la vinculan a Alemania, ampliando tácitamente los márgenes de maniobra
tácticos –y aún estratégicos- de Putin.
Con respecto al equilibrio global, la gran perjudicada será
la propia Gran Bretaña. Su “autonomía” se traducirá en un menor peso específico
en los foros globales, donde dejará de contar con el respaldo descontado de sus
ex socios comunitarios y deberá recurrir a la construcción de sus propias
alianzas, las que serán un costo extra tanto en términos políticos como
comerciales y económicos –como ocurre desde que el mundo es mundo-. La
disgregación del gran Imperio con que ingresó al siglo XX habrá llegado a sus
propias fronteras primarias, volviendo a los límites del siglo XVIII, antes de
la unificación con Escocia.
El Brexit implicará una reformulación del equilibrio de
fuerzas comunitario. El predominio alemán será más marcado –al retirarse la que
era la segunda potencia económica europea-. El eje franco-alemán será
nuevamente el soporte del proyecto de unidad europea, que posiblemente deberá
ralentizar su marcha, al menos hasta que logre la superación de la crisis
económica, para evitar los coletazos de brotes nacionalistas que ya se ven –y son
importantes- en Austria, Holanda y la propia Francia. Este último fenómeno, el
de la derecha francesa, debilitará también en ese eje al polo galo, reforzando
de hecho al polo alemán. Es previsible el interés alemán de mantener unido el
espacio europeo como su propio espacio primario de mercado, pero no debería
descartarse incluso la implosión del proyecto común, lo que sacaría
definitivamente a Europa del foro de “los grandes”, que quedarán reducidos a
USA, China, Rusia, Japón y tal vez India.
Si ello ocurriera, el faro de futuro que significó la
construcción europea durante más de medio siglo, alguna vez considerado “el
Camelot del siglo XX”, habría llegado a su fin. Obviamente, no significará el
fin del mundo. La humanidad seguirá trabajando para enfrentar sus problemas,
con una agenda que pasará lista al peligro ambiental, los efectos del acelerado
cambio tecnológico, la reformulación de las formas de distribución de la
riqueza social ante la presencia creciente de la robotización y la polarización
coyuntural de ingresos inherente a todo cambio de paradigma productivo.
La herencia del nuevo Camelot disgregado, de cualquier
forma, pasaría a ser patrimonio de la conciencia universal. Derechos humanos,
democracia, libertad, equidad, erradicación de las guerras, seguirán siendo
utopías de los hombres de buena voluntad. Éste será su legado. Pero la idea de
Europa corre el riesgo de convertirse un sepia telón de fondo, ecos de un
pasado que parecía promisorio frustrado por la inesperada conjunción de
circunstancias que con menos mediocridad política y más visión de estadistas no
hubiera sido difícil evitar.
Ricardo Lafferriere
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