Un saludable ejercicio de memoria trasladándonos a los
inicios de la primera presidencia de la Sra. Cristina Fernández de Kirchner
–para realizar un cotejo con los primeros meses de su sucesor- puede ayudarnos a
poner en contexto lo que significa en el país un cambio de gobierno.
Hubo, es cierto, una diferencia fundamental. Ella recibió el
gobierno de su marido. No tuvo problemas de transición, ya que tenía acceso a
todos los escalones de la administración, con meses de anticipación. No debió
luchar contra funcionarios “atornillados” a sus puestos, ni con cuentas ocultas
–ya que es de suponer que conocía todas-. Tampoco tuvo que lidiar con una
oposición dogmática ni –mucho menos- con un Congreso en el que no contara con
mayoría en ninguna de ambas Cámaras: tenía una mayoría holgada en ambas ramas
del poder legislativo.
Recordemos:
Apenas transferido el gobierno, se produce el episodio de la
detención de Antonini Wilson, con una valija en la que –ya entonces- se encontraron
Ochocientos mil dólares no declarados, que el portador luego confesó ante la
justicia norteamericana que eran para aportar al financiamiento de la campaña
de la presidenta recién electa. La reacción de la señora no fue de indignación
con el delincuente, sino… ¡con la justicia de Estados Unidos, por haber
esclarecido el hecho! Primer tropiezo, que ubicaría a su gobierno en un
andarivel global hostil a la primera potencia mundial por un tema claramente
desvinculado de cualquier interés nacional o estratégico para el país. El tema se vincularía con otro dato que se remonta a ese momento: la financiación de la campaña presidencial con dinero del narcotráfico, luego confesado en la causa del "Triple Crimen" de Gral. Rodríguez
Los primeros hechos notables fueron el acuerdo celebrado
entre su Secretario de Comercio y el Gremio de los empleados de edificios para
que éstos se convirtieran en comisarios políticos para el control del encendido
de los aparatos de Aire Acondicionado en los edificios. Tal vez no se recuerde,
porque eran tan disparatado el dislate que –por supuesto- no se llevó a la
práctica. No sería lo único.
El siguiente episodio grotesco protagonizado por su
Secretario de Comercio fue el telegrama enviado al entonces presidente de Shell
Argentina para que “ratificara o rectificara” su afirmación de que al aumentar
los precios de los combustibles disminuiría el consumo, por el efecto de la ley
de la oferta y la demanda. El episodio no sólo rayaba en lo ridículo, sino que
–por supuesto- también implicó una señal de lo que sería no sólo la gestión del
mencionado funcionario, sino de todo el período de gobierno de la Jefa del
Estado.
Inmediatamente se produce la medida que caracterizaría como
una constante la gestión de la nueva presidenta: el dictado de la Resolución
125. Por la mencionada resolución, su gobierno se apropiaba de la totalidad del
eventual incremento de precios internacionales de los productos agropecuarios,
colgando en el cuello de los productores del campo una sanción expropiatoria de
sus eventuales ingresos sin fundamento legal ni constitucional alguno.
La medida provocó lo que muchos seguramente recuerdan:
movilizaciones de protesta en todo el campo argentino, que se trasladó paulatinamente
a las ciudades. Desde poblaciones de pocos habitantes hasta la propia Capital
de la República temblaron con cientos de miles de manifestantes protestando
contra el dislate presidencial.
La discusión fue afortunadamente saldada en el Congreso
Nacional, en una votación reñida en la que la lucidez del entonces
Vicepresidente de la Nación evitó que el país cayera literalmente en un baño de
sangre, ante la portentosa dimensión del enfrentamiento y la dureza de las
posiciones públicas del gobierno y de los productores.
El primer semestre del año terminaría para la novel
presidenta con una ruptura de su diálogo político con los inmensos sectores
medios argentinos, que nunca volvió a recuperar plenamente. El acompañamiento
sería desde ese momento receloso y obligado, ante la carencia de alternativas
de una oposición desdibujada y fragmentada.
Pero terminaría también con un logro que –ese sí- podría ser
exhibido –y aún puede- como único en la historia política argentina:
convertirse en el Jefe de Estado en ejercicio que convocó los actos más
numerosos en su contra. Más de medio millón de personas en Rosario y más de un
millón de personas alrededor del Monumento de los Españoles en la Capital de la
República expresaron su repudio, que se convertiría en aislamiento.
Así terminó el primer semestre del primer gobierno, en 2008.
Un país dirigido a aislarse de la marcha del mundo global y a mantener
relaciones residuales con lo peor del planeta, y un gobierno dirigido a
aislarse de la mayoría sensata de la opinión pública, crecientemente encerrado
en sí mismo hasta perder toda interacción con la ciudadanía no “encuadrada” en
su visión militante.
Empezarían ocho años de tensiones, crecientes y dramáticos
para el devenir nacional. A partir de ese primer semestre, desaparecería
paulatinamente la inversión, se cortarían progresivamente los lazos con el
mundo que importa, crecería el vaciamiento de todas las cajas y reservas de las
finanzas públicas, se rematarían las reservas del Banco Central hasta dejar su
patrimonio en negativo, se llevaría al país a un default innecesario que nos
costó mucho levantar, se vaciaría el subsuelo de las reservas hidrocarburíferas
conocidas sin reemplazarse por nuevas sometiéndonos a una dependencia
energética en la que estaremos por varios años y se desataría una inflación que
alegremente fogoneada por una emisión de dinero descontrolada nos llevaría al
récord de lo que va del siglo XXI: 700 % acumulado en la década.
También hubo cosas buenas, que deben mantenerse y que se
están profundizando. La política científica ahora cuenta con una economía
dinámica y emprendedora con la que puede imbricarse, las políticas de equidad se
profundizan, como el Ingreso Universal dirigiéndose a su objetivo de ser
verdaderamente universal y no un mero instrumento clientelar, la protección a
los compatriotas sin empleo se recupera con una actualización de valores que
durante ocho años no se modificaron y los jubilados comienzan a vislumbrar la
concreción de una esperanza de justicia que le fuera negada cerrilmente durante
años.
Todo eso se inició en aquellos primeros seis meses de 2008,
que –sería bueno- alguien cotejara con lo sucedido en los primeros seis meses
del 2016. Fue en ese momento en que comenzó a desbordarse la inflación
–imputada por la ex presidenta “al Arcángel Gabriel”, ¿recuerdan?-, que se
anunciaba el control de precios, que el expresidente consorte atacaba a los
alaridos a los “piquetes de la abundancia” y a los “nuevos comandos civiles”,
que se anunciaba con bombos y platillos el “tren bala” que costaría 4000
millones de dólares y que los medios de comunicación más importantes del mundo
comenzaban a destacar con preocupación el giro que había comenzado a tomar la
política y la economía argentina. A menos de seis meses de gobierno, su
respaldo de gestión se había derrumbado al 25 % del electorado, que se
dedicaría a recuperar “yendo por todo” y liquidando alegremente todos los
ahorros del país en un jubileo irresponsable, robándose lo demás.
Revertir hoy esa situación será posible, porque existe un
gobierno de personas sensatas y una oposición que –afortunadamente- se está
alejando de los cantos de sirena que la encantó ocho años y regresa a priorizar
su responsabilidad de gobierno, aunque no le toque en este turno ser titular
del mismo.
Pero será posible principalmente porque la dura experiencia
de la década que pasó ha echado raíces en la conciencia de los argentinos, que
así como en 1983 sentenciaron el fin para siempre de “los años de plomo”, ahora
está dando vuelta la página –y Dios quiera sea por mucho tiempo- declarando el
fin de “los años de robo”.
Los argentinos saben que la liquidación fue espantosa y
terminal. Saben que deben recapitalizar un país que dejaron destrozado,
aislado, dividido y desprestigiado. Saben que hay que reconstruir rutas y
trenes, comunicaciones y energía, financiamiento y credibilidad. Y observan con
más atención que nunca los pasos de los que están y de los que se fueron.
El gobierno tiene una responsabilidad central, porque debe
ser modélico en su comportamiento y resignarse a que sus actos sean juzgados
con una vara altísima, muchísimo más alta que la que se le puso al gobierno
anterior. Pero también la oposición deberá asumir que los ciudadanos
no son niños de Jardín de Infantes, susceptibles de aceptar comportamientos
oportunistas que escondan intenciones de fracaso.
Exigirán a unos y otros recordar que están donde están para
servir al país de todos, y que no perdonarán a nadie que ponga su interés
particular o sectorial por encima del interés del conjunto. Lo harán con el
gobierno y el parlamento, pero también con la Justicia, de la que esperan un
resurgimiento del pantano a la que fue sometida –o se sometió- en el tiempo que
pasó.
Aunque el futuro siempre es opaco, es posible entonces mirar
lo que viene con medido optimismo. El país ha empezado un nuevo período de su
historia con buen paso. Y tiene ilusión de mantener la marcha.
Ricardo Lafferriere
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