“…un
formidable aparato cultural…” habría sido, al decir de la presidenta, la causa
de que cientos de miles de argentinos –un par de millones en todo el país-
tuvieran una “imagen deformada de su propio país” y cuestionaran su gobierno en
la multitudinaria marcha del 8N, sin dudas la mayor expresión política de la
historia argentina en contra de una administración en ejercicio.
Luego
completaría su relato: gente deseosa de contar con servicio doméstico con pago
miserable, se movilizó contra la Asignación Universal por Hijo. Gente sin
patriotismo hizo causa común con los “fondos buitres”. En síntesis:
equivocados, antipopulares y antinacionales se conjugaron para enfrentar a un
gobierno lúcido, nacional y popular…
Poco
sentido tiene polemizar con la original mirada de la presidenta. No convence a
nadie ajeno, y esto lo advierten todos –incluso ella-. Claramente no es un
mensaje cuya finalidad sea convencer, al apoyarse en hechos ficticios construidos
intelectualmente al sólo efecto de la argumentación falaz. Ni una sola
pancarta, consigna, cartel o reclamo fue levantado por los millones de
manifestantes en todo el país cuestionando la Asignación Universal o
defendiendo a los “hold outs”.
Prefiriendo no hacernos eco de
los crecientes rumores, presumimos la salud mental presidencial. Sobre esta
base, la explicación del endurecimiento de su discurso debiera buscarse en otra
clave. Y ésta pareciera ser interna: detener el desgranamiento acelerado de su
propia fuerza, dotándola de un rudimentario arsenal argumental que, aunque no
resista el análisis más ligero, endurece el debate. Sin embargo, como contrapartida,
lo coloca al borde de la ruptura.
La
sociedad dista de poseer la linealidad que le atribuye el discurso oficialista.
Tiene tantas miradas como personas viven en el país. El secreto de un liderazgo
democrático es contener la mayor cantidad de esas miradas, para lo cual el
pronunciamiento político debe enfocar los temas más graves de la agenda, los que conciten coincidencias, y alejarse de
las sofistificaciones ideológicas, que por definición son variables e
infinitamente diferentes en sus matices.
El principal
tema de agenda en la Argentina hoy es el deterioro institucional. La justicia
adocenada, el parlamento inexistente, la prensa perseguida, los ciudadanos
“ninguneados”, la inseguridad reinando, el narcotráfico en crecimiento, una
corrupción rampante e impune, la Constitución y las leyes permanentemente
amenazadas y dependiendo del sólo humor presidencial y el país crecientemente
aislado de la comunidad internacional.
Ello se
advierte sin necesidad de recurrir a sesudos análisis de politólogos: sólo
observar la infinidad de pancartas artesanales que portaron los cientos de
miles de argentinos que manifestaron. Frente a la interpretación presidencial
tan ajena a esos reclamos cabe preguntarse: ¿ejerce la presidenta un liderazgo
democrático?
La respuesta
debe surgir de su conducta. Fragmentar, imponer, despreciar miradas diferentes,
negarse al debate abierto, gobernar por sobre sus facultades legales, recurrir
al grotesco, descalificar al adversario, regimentar la justicia, despreciar a
la prensa que transmite hechos u opiniones que considera desfavorables a su
gobierno, considerar “confundidos” a quienes no coinciden con su mirada, son
características alejadas del liderazgo democrático y muy cercanas al
comportamiento autoritario.
¿La
hace esto una presidenta antipopular? ¿o “antinacional”? Pareciera arriesgado
calificarla así, aún a pesar de sus innegables falencias de gestión. Sin
embargo, sí la hacen una presidenta antidemocrática, o al menos cada vez más
alejada de un liderazgo propio de una democracia republicana, representativa,
federal.
En los
albores de la recuperación democrática, cuando el debate político estaba teñido
de categorías dialécticas universitarias, solía hablarse de una polarización
entre el “pueblo” y el “antipueblo”. Existía una dictadura, no regían derechos
humanos elementales, y era negada la soberanía popular. Enfrente, “el pueblo”
era el sujeto reclamante de derechos y reivindicaciones.
Todo
eso quedó atrás. Afortunadamente los ciudadanos son los dueños de otorgar el
poder, a través de los procesos electorales y eso pareciera incorporado
definitivamente al patrimonio político-cultural del país. Sin embargo, persiste
un conflicto que indudablemente hoy es el “principal” tema de agenda social: el
que enfrenta las concepciones autoritarias del poder frente a las que creen en
el estado de derecho como expresión superior y más perfecta de la soberanía
popular.
En nada
cambia esta conclusión el origen electoral de un mandato. La democracia no es
sólo el gobierno de las mayorías. Es el gobierno de las mayorías respetando a
las minorías, que deben ser más protegidas cuanto más vulnerables sean. Desde
esta perspectiva, la suprema minoría es la persona, cada ciudadano. No en vano
la búsqueda de tantos siglos de pensadores, políticos, luchadores y filósofos
desembocó en la democracia como el mejor sistema de organizar un gobierno
garantizando los derechos de todos y de cada uno.
Tampoco
es válida la pretensión de oponer “democracia” con “gobierno popular”, porque
mientras no exista en plenitud el funcionamiento democrático-republicano, el
contenido “popular” de un gobierno está bajo la permanente amenaza de su
retroceso, distorsión, negación o falseamiento.
El avance democrático debe
corregir los contenidos autoritarios y consolidar sobre bases sólidas, legal y
económicamente, las medidas de contenido popular que han sido decididas con la
finalidad de disciplinar voluntades, servir de coartadas a proyectos
patrimonialistas, hacer impune la corrupción desenfrenada, o acumular poder al
margen de las leyes.
Ante un proyecto autoritario, la
construcción democrática exige grandes coindencias. Si alcanzara con acuerdos
institucionales, bienvenidos sean. Pero si éstos fueran insuficientes, la coordinación
exigirá mayor acercamiento, alrededor de un programa cuya esencia fuera la
recuperación de las reglas de juego, las que permitan la convivencia en paz y
la pacífica interacción de las diferencias.
Coincidir, para poder discrepar.
Esa es, en definitiva, la regla de oro de la democracia funcionando. Coincidir
en los límites del poder frente a los ciudadanos, en el respeto a los
equilibrios constitucionales, en las reglas de funcionamiento del sistema
político.
Y en esa coincidencia, dar rienda
libre a las miradas diferentes, con un comportamiento que para ser efectivo
debe ser capaz de extraer las coincidencias que ameriten trabajar en conjunto,
y en pasar en limpio las diferencias que deban seguir siendo discutidas hasta
encontrar las mejores soluciones a los problemas de la agenda.
No es tan difícil, ni significa
inventar la pólvora. Es, simplemente, como funciona una democracia republicana.
Ricardo Lafferriere