Al caer la tarde del 18 de mayo de 1944, miles de efectivos
de la NKVD (la policía militar soviética de Stalin) entraron en cada una de las
aldeas tártaras que formaban la gran mayoría de la población de Crimea.
Entre uno y dos millones de personas, desde ancianos
inválidos hasta niños de pecho, fueron ingresados por la fuerza en camiones de
transporte, abandonando al saqueo de las tropas rusas sus propiedades y
pertenencias.
La población de toda una etnia fue conducidas a Uzbekistán.
Allí fueron arrojadas al desierto, donde murieron cientos de miles por
desnutrición, sed, falta de alimentos, frío y enfermedades.
De la deportación no se salvó nadie. Desde los dirigentes
del Partido Comunista de cada localidad, hasta héroes de guerra e integrantes
de los “partisanos” –guerrilleros contra la ocupación nazi-. Todos, por el sólo
hecho de ser tártaros, fueron objeto de la “limpieza étnica” estalinista que
dejó a la península de Crimea liberada para su repoblación.
La excusa fue la colaboración que un pequeño sector de la
población tártara, según el convencimiento de Stalin y Beria –mandamás de la
NKVD- , había realizado con los nazis durante la ocupación alemana de Crimea. La
realidad fue la histórica ambición rusa de integrar definitivamente la
península de Crimea a su territorio nacional para fortalecer su dominio del Mar
Negro y posicionarse estratégicamente frente a los estrechos de Bósforo y
Dardanelos.
El genocidio se mantuvo en un relativo ocultamiento hasta la
caída de la Unión Soviética y la liberación de la documentación y el arribo de
la libertad de expresión sobre los crímenes estalinistas. Al igual que la
tragedia polaca de Katlin, cometida también por Stalin y Beria, la realidad
temina por salir a la luz, en este caso regresando a Crimea en la memoria de
los pocos sobrevivientes tártaros y sus descendientes que volvieron desde la
lejana Uzbekistán buscando su viejo hogar en los últimos años.
Crimea, ya libre de tártaros sobre el fin de la guerra, fue repoblada
por Stalin con rusos de sangre. Son sus descendientes los que ahora han
reclamado la protección de Rusia ante la decisión del parlamento ucraniano de
destituir al déspota y corrupto presidente Yanukóvich, quien huyó refugiándose
en Moscú, desde donde incita a la ocupación rusa de toda Ucrania y su
reinstalación en el poder.
Es bueno recordar estos hechos ante la evidente intención de
muchos –y no sólo rusos- de terminar con el tema que interpela la conciencia
democrática occidental, levantando el argumento de que “después de todo, la
mayoría son rusos”. Falaz afirmación a la que los argentinos, especialmente
deberíamos resistir por su extraña similitud con el trasplante poblacional
realizado por Gran Bretaña en las Malvinas, luego de su ocupación militar.
No podemos mirar para otro lado ante esta vergonzosa,
agresiva y patoteril ocupación militar rusa de una porción del territorio
ucraniano y mucho menos aceptar el argumento.
Putin sabe que la “realpolitik” le permitirá salirse con la
suya. Ucrania está débil, por su crisis económica y política. La Unión Europea
tiene su yugular –los gasoductos que alimentan sus industrias y llevan energía
a sus hogares- atenazada por las decisiones del Kremlin. Estados Unidos ha
resuelto replegarse hacia la defensa de sus intereses estratégicos más directos,
lejanos del contencioso del Mar Negro y los Balcanes. Las Naciones Unidas están
neutralizadas de cualquier acción, por el poder de veto –en este caso, de la
propia Rusia-.
Ucrania está sola, acompañada exclusivamente por la
sensación de impotencia y humillación de la opinión libre y democrática del
mundo, la que resiste el cinismo, la hipocresía y los discursos exculpatorios
de los diferentes escalones y factores del “poder” mundial.
En todo caso, es un adelanto del mundo que viene. Y una
advertencia para quienes alegremente juegan con el futuro, banalizan el debate
estratégico, atan al infantilismo ideológico las alianzas nacionales y
debilitan a conciencia la capacidad defensiva del país con argumentos “munichistas”.
Seguramente, el futuro ucraniano será resuelto en alguna
reunión como la de Munich, donde el Reino Unido, Francia, Italia y Alemania
resolvieron en 1938, sin la presencia ni consulta de los checoeslovacos, la secesión
de una parte de su país –los Sudetes- y su entrega a Alemania, para “calmar” las
ambiciones de Hitler.
Sería bueno que no ocurra, pero la intuición indica que algo
similar pasará en este caso, con las grandes potencias acordando una virtual
secesión de Crimea y su caída en la esfera de influencia rusa, con alguna forma
jurídica que implique de hecho su segregación de Ucrania.
De ser así, tal vez se habrá logrado “la paz” y se habrán “tranquilizado
los espíritus”. Sin embargo, se habrá abierto un antecedente de retroceso hacia
un mundo que habrá renunciado a su pretensión de ser regido por el derecho y
aceptado el regreso al puro poder, a la fuerza militar y a la subordinación a
los intereses crudos de las potencias más fuertes.
Un mundo, en suma, que estará trayendo al siglo XXI lo peor
del siglo que pasó.
Ricardo Lafferriere