Varias veces destacamos en esta columna la gravedad de la situación
en Siria, donde el vacío que deja la secular presencia norteamericana “ordenando”
la región es cada vez mayor.
Por supuesto que con esa presencia defendía en última
instancia sus intereses vitales, la provisión de crudo, que hoy necesita cada
vez menos por la revolución del “fracking” y de las energías renovables que le
han permitido un virtual autoabastecimiento.
A pesar de ello, la presencia “imperial” ordenaba siquiera
mínimamente la zona con su entramado de alianzas, presencia militar, temor y
relaciones económicas.
Ese mundo terminó. Estados Unidos mantiene una presencia
residual, con sus alianzas voluntariamente debilitadas y sólo justificando esa
presencia en virtud de compromisos ineludibles con algunos de los sectores en
conflicto, especialmente los kurdos. Su preocupación es ahora el Pacífico, el
Mar de la China, y eventualmente el Atlántico –o sea, sus flancos, desde la
perspectiva de la defensa de su territorio y su seguridad-. “Que el mundo se
arregle”, podría leerse desmenuzando los pronunciamientos de su nuevo
presidente.
La hegemonía en la región está vacante. Rusia, Irán,
Turquía, Arabia Saudita, cada uno con sus humores, estilos, aliados, intereses,
historias, malas y buenas prácticas, han convertido el escenario en un
infierno. Todos despertando odios milenarios y creando nuevos, como viejos
relatos actualizados en sus métodos por el aporte tecnológico, las
comunicaciones y el combate.
La muerte del embajador ruso en Turquía es un símbolo.
Erdogan puede acercarse a Rusia por conveniencia, pero Rusia está masacrando en
un nivel genocida a poblaciones civiles –como la de Aleppo- de fuerte impronta
turca. Y lo hace para defender a Al Assad, criminal serial que no ha dudado en
gasear a su propio pueblo y dar rienda libre a sus soldados para los episodios
más crueles de la guerra moderna, desde asesinatos a civiles, violaciones
indiscriminadas y la utilización del terror como arma de dominación.
Alepo tenía más de dos millones de habitantes. De ellos, el
80 % profesan la religión mahometana en su versión sunita, lo que la acerca
emotivamente a Turquía –de la que formó parte durante el imperio Otomano- y la
aleja de Al Assad, chiíta “alauita”, respaldado por Irán, Hezbollah y –ahora-
por Rusia.
Sembrando vientos es imposible no cosechar tempestades. No
han trascendido datos sobre el estado mental del asesino del embajador Karlov.
Sin embargo no es difícil imaginarse en un joven de 22 años el estallido de
fanatismo al ver la masacre de sus “co-religionarios” –entre los que tal vez
hasta tuviera familiares- mediante misiles mar-tierra disparados desde barcos
rusos estratégicamente alejados, en el Mediterráneo, desde donde difícilmente
pudieran discriminar blancos civiles o militares al probar sus poderosos explosivos
de última generación cayendo sobre la segunda ciudad de Siria.
La “progresía burocrática” del mundo se desvive ahora por
encontrar la vuelta para culpar a Estados Unidos de la situación en la zona.
Muy pocos juicios de valor se escuchan sobre la actitud de Al Assad con sus
gases venenosos, de Putin con sus misiles de largo alcance sobre población
civil y de Hezbollah impidiendo que los habitantes civiles de Alepo puedan
evacuar la zona.
Lo cierto es que el mundo abandona paulatinamente el estado
de derecho internacional para inaugurar una etapa de “bilateralismo múltiple”,
donde cada situación se analiza por cada uno por separado y donde las alianzas
no responden a principios –aunque sean elementales- fijados como objetivos por
Tratados y Organismos sino a los más crudos intereses de los protagonistas.
Este desmantelamiento de la diplomacia multilateral tan
banal como rudimentariamente atacada por “costosa”, “lenta” o “ineficaz” por
aprendices de políticos que jamás tomaron una decisión pública en su vida pero
aprovechan para montarse en la reacción primaria de muchos frente a los
problemas complejos del mundo está mostrando su contracara: muerte,
destrucción, vigencia del puro poder, ausencia de límites, indiferencia por las
consecuencias de los actos que se toman.
Pero lo más grave es que, en última instancia, observamos un
retroceso que nunca hubiéramos imaginado del soporte intelectual de toda la
organización internacional de la post-segunda guerra mundial, sensibilizada por
los genocidios sufridos en la primera mitad del siglo XX: la defensa de los
derechos humanos como un compromiso de toda la humanidad, por encima incluso
del principio de la soberanía de los Estados.
Quienes nos sentimos cosmopolitas, aspiramos que el mundo se
componga de patrias articuladas en una convivencia fraterna y creemos en la
unidad esencial del género humano por encima de cualquier construcción
chauvinista, raza, religión o ideología no podemos menos que lamentar este
tobogán.
Sobre todo, porque intuimos que recién acaba de empezar.
Ricardo Lafferriere