lunes, 19 de diciembre de 2016

Drama en Siria

Varias veces destacamos en esta columna la gravedad de la situación en Siria, donde el vacío que deja la secular presencia norteamericana “ordenando” la región es cada vez mayor.

Por supuesto que con esa presencia defendía en última instancia sus intereses vitales, la provisión de crudo, que hoy necesita cada vez menos por la revolución del “fracking” y de las energías renovables que le han permitido un virtual autoabastecimiento.

A pesar de ello, la presencia “imperial” ordenaba siquiera mínimamente la zona con su entramado de alianzas, presencia militar, temor y relaciones económicas.

Ese mundo terminó. Estados Unidos mantiene una presencia residual, con sus alianzas voluntariamente debilitadas y sólo justificando esa presencia en virtud de compromisos ineludibles con algunos de los sectores en conflicto, especialmente los kurdos. Su preocupación es ahora el Pacífico, el Mar de la China, y eventualmente el Atlántico –o sea, sus flancos, desde la perspectiva de la defensa de su territorio y su seguridad-. “Que el mundo se arregle”, podría leerse desmenuzando los pronunciamientos de su nuevo presidente.

La hegemonía en la región está vacante. Rusia, Irán, Turquía, Arabia Saudita, cada uno con sus humores, estilos, aliados, intereses, historias, malas y buenas prácticas, han convertido el escenario en un infierno. Todos despertando odios milenarios y creando nuevos, como viejos relatos actualizados en sus métodos por el aporte tecnológico, las comunicaciones y el combate.

La muerte del embajador ruso en Turquía es un símbolo. Erdogan puede acercarse a Rusia por conveniencia, pero Rusia está masacrando en un nivel genocida a poblaciones civiles –como la de Aleppo- de fuerte impronta turca. Y lo hace para defender a Al Assad, criminal serial que no ha dudado en gasear a su propio pueblo y dar rienda libre a sus soldados para los episodios más crueles de la guerra moderna, desde asesinatos a civiles, violaciones indiscriminadas y la utilización del terror como arma de dominación.

Alepo tenía más de dos millones de habitantes. De ellos, el 80 % profesan la religión mahometana en su versión sunita, lo que la acerca emotivamente a Turquía –de la que formó parte durante el imperio Otomano- y la aleja de Al Assad, chiíta “alauita”, respaldado por Irán, Hezbollah y –ahora- por Rusia.

Sembrando vientos es imposible no cosechar tempestades. No han trascendido datos sobre el estado mental del asesino del embajador Karlov. Sin embargo no es difícil imaginarse en un joven de 22 años el estallido de fanatismo al ver la masacre de sus “co-religionarios” –entre los que tal vez hasta tuviera familiares- mediante misiles mar-tierra disparados desde barcos rusos estratégicamente alejados, en el Mediterráneo, desde donde difícilmente pudieran discriminar blancos civiles o militares al probar sus poderosos explosivos de última generación cayendo sobre la segunda ciudad de Siria.

La “progresía burocrática” del mundo se desvive ahora por encontrar la vuelta para culpar a Estados Unidos de la situación en la zona. Muy pocos juicios de valor se escuchan sobre la actitud de Al Assad con sus gases venenosos, de Putin con sus misiles de largo alcance sobre población civil y de Hezbollah impidiendo que los habitantes civiles de Alepo puedan evacuar la zona.

Lo cierto es que el mundo abandona paulatinamente el estado de derecho internacional para inaugurar una etapa de “bilateralismo múltiple”, donde cada situación se analiza por cada uno por separado y donde las alianzas no responden a principios –aunque sean elementales- fijados como objetivos por Tratados y Organismos sino a los más crudos intereses de los protagonistas.

Este desmantelamiento de la diplomacia multilateral tan banal como rudimentariamente atacada por “costosa”, “lenta” o “ineficaz” por aprendices de políticos que jamás tomaron una decisión pública en su vida pero aprovechan para montarse en la reacción primaria de muchos frente a los problemas complejos del mundo está mostrando su contracara: muerte, destrucción, vigencia del puro poder, ausencia de límites, indiferencia por las consecuencias de los actos que se toman.

Pero lo más grave es que, en última instancia, observamos un retroceso que nunca hubiéramos imaginado del soporte intelectual de toda la organización internacional de la post-segunda guerra mundial, sensibilizada por los genocidios sufridos en la primera mitad del siglo XX: la defensa de los derechos humanos como un compromiso de toda la humanidad, por encima incluso del principio de la soberanía de los Estados.

Quienes nos sentimos cosmopolitas, aspiramos que el mundo se componga de patrias articuladas en una convivencia fraterna y creemos en la unidad esencial del género humano por encima de cualquier construcción chauvinista, raza, religión o ideología no podemos menos que lamentar este tobogán.

Sobre todo, porque intuimos que recién acaba de empezar.

Ricardo Lafferriere



lunes, 12 de diciembre de 2016

Ventana a una reflexión de hace varios años

En el 2007, en ocasión de elaborar un ensayo sobre la historia y perspectivas argentinas que cobró forma de libro bajo el título “Bicentenario, modernidad y posmodernidad” escribía uno de sus capítulos propositivos encabezándolo como sigue –copia textual, con lo que se perdonarán algunas referencias a una coyuntura política diferente-:

“Una política para retomar la marcha

El presente capítulo apunta a reflexionar sobre los caminos políticos para volver a encarrilar el país en la senda que abandonó en 1930. En capítulos anteriores han desfilado los sectores que, a juicio del autor, son los motores económicos y sociales de una Argentina exitosa. En éste exploraremos las formas de articularlos para dar una batalla contra las tendencias expresadas por la corporación de la decadencia, cuyas creencias giran en todos los espacios políticos aunque, como está dicho, tienen su nido principal en el populismo y éste, en el peronismo.

Los interrogantes que los argentinos se hacen al finalizar la primera década del siglo XXI son ¿qué hacer para revertir la decadencia? ¿cómo frenar el deterioro y recomenzar un camino virtuoso de crecimiento con equidad, de “empoderamiento” de los ciudadanos, de modernización e integración al mundo para aprovechar en forma inteligente la potencialidad de la globalización?

Lo único que la Argentina no probó en las casi ocho décadas anteriores se percibe como la respuesta obvia: volver a funcionar como una sociedad con división de poderes, independencia de la justicia, respeto al derecho de propiedad y reverencia a la vigencia de la ley aplicada a todos por igual –pobres y ricos, ricos y pobres-. En síntesis: con instituciones.

Esa plataforma institucional, que no sería otra cosa que avanzar en el programa de la Constitución de 1853, permitiría ingresar en la modernidad del siglo XXI, integrarse al mundo global aprovechando su potencialidad y recrear las condiciones que hicieron grande a la Argentina cuando lo fue.

Esa fue, además, la experiencia probada. La globalización de fines del siglo XIX y comienzos del XX se asentó en un consenso que atravesaba todos los sectores políticos. No significaba la ausencia de debates –que los hubo y fuertes-. Cabe recordar las polémicas entre el industrialismo proteccionista de Pellegrini frente al pensamiento internacionalista de Juan B. Justo que entendía que defendiendo el libre comercio defendía el salario del trabajador; o el pensamiento obrerista de Joaquín V. González frente al nacionalismo chauvinista de Cané. Todos, sin embargo, coincidían en la visión del mundo y en la forma en que la Argentina debía subirse al tren globalizador de la época.

El consenso estratégico asumió entonces que el debate debía procesar la manera de esa articulación, la forma de optimizar las capacidades del país –como el impulso a la educación popular-, de atenuar los perjuicios que trae todo proceso de cambio a los más débiles –como el proyecto del Código de Trabajo de Joaquín V. González- o de proteger a las personas más necesitadas en las relaciones económicas –como las leyes de arrendamientos de la época yrigoyenista-. A nadie se le ocurrió oponerse al tendido de nuevas líneas de ferrocarril porque afectaba el viejo sistema de postas y carretas, o a la extensión de la red de telégrafos porque dejaba sin trabajo a los antiguos chasquis.

La nueva globalización “siglo XXI” requiere más decisiones similares a las de fines del siglo XIX y comienzos del XX, que sumen contenido social a las formas del estado democrático, aunque agregándole su dimensión global. El retorno del “individuo” con las formas tecnológicas y comunicacionales del nuevo individualismo creando nuevas formas de relacionamiento, la globalización de la economía, el debilitamiento de los Estados nacionales soberanos, la aparición de nuevos problemas con dimensiones globales originados en los logros de la modernidad, demandan hoy un abordaje cosmopolita en el que el gran desafío es la construcción de una legalidad global mediante la cual la política recupere su capacidad de arbitraje y de encauzamiento a las fuerzas de la economía, los negocios en el borde de la ilicitud, los comportamientos delictivos y la seguridad.

La modernización es incompatible con los hábitos políticos desarrollados en las décadas siguientes a 1930, que aún subsisten. La ocupación del territorio político-intelectual por parte del ala autoritaria y chauvinista del paradigma “nacional y popular” es una dificultad cierta en el impulso a un cambio que responda al nuevo paradigma de la modernidad, pero que choca con tradiciones fuertemente arraigadas. La dificultad se hace mayor si recordamos la vulnerabilidad del paradigma “nacional y popular” a su cooptación por parte del populismo y de las fuerzas que hemos denominado “retro-progresistas”, adueñadas en el pensamiento dominante de la defensa discursiva de los “intereses populares” –a los que, a la postre, condena a la pobreza y el estancamiento-

El debate se da en el propio seno de las fuerzas políticas. Dentro del radicalismo, partido de la modernidad con sentido popular por antonomasia, el choque entre los “modelos” es permanente. Sus distritos internos con arraigo en las zonas productoras modernas del interior evitan el ideologismo que bordea la afinidad con el populismo, propio del conurbano bonaerense favorecido por el modelo industrialista cerrado impulsado a partir de 1930. El debate, sin embargo, no es nítido sino que está atravesado por diferentes lealtades personales, épicas regionales, relatos ideológicos y preconceptos gestados durante años que conforman una cultura interna compleja, contradictoria y rica en matices con imbricaciones cruzadas.

En el peronismo ocurre un fenómeno similar, expresándose en la tradicional pugna entre “los gobernadores” y los movimientos obrero y piquetero. Los primeros, demandados por sus bases agropecuarias y su necesidad de gestión, deben resistir la presión de sus compañeros sindicalistas y bonaerenses, donde radica la principal base política de esa fuerza política, alimentada por los recursos extraídos del interior, lo que configura un mapa de incesantes conflictos internos.

Ambas fuerzas deben acentuar su búsqueda de síntesis. El desarrollo del país armónico y territorialmente equilibrado es incompatible con la captación permanente de los excedentes agropecuarios para generar clientelismo populista en el conurbano, ya que esa captación les impide el desarrollo industrial y de servicios en las zonas productoras desatando el círculo vicioso de la migración interna y la presión por mayores excedentes para alimentar las ingentes necesidades de una población marginada que puebla el conurbano de la capital y de las principales ciudades del país.

La retroalimentación de un circuito de funcionamiento económico desfasado del desarrollo global encuentra sus límites inexorables en la asfixiada productividad de los sectores dinámicos y modernos de la economía, traduciéndose en la sistemática pérdida de posiciones del país “vis à vis” con el entorno regional y el mundo.

Pero el crecimiento es también incompatible con la indiferencia hacia la situación social de más de un tercio de la población, la mayoría de la cual vive en el conurbano y es la “carne de cañón” del clientelismo, del que son rehenes. Esos compatriotas, excluidos de la sociedad formal, sin servicios ni políticas públicas, sin seguridad, educación, salud ni posibilidades de inserción económica estable, son el resultado del fracaso de ocho décadas de estancamiento y decadencia.

Una propuesta política virtuosa debe romper el círculo vicioso de los últimos 80 años y abarcar las dos demandas: recuperar la capacidad de crecimiento y construir una sociedad social y territorialmente integrada.

Contra lo que pudiera suponerse de una lectura lineal, y a pesar de lo expresado más arriba sobre el populismo, el peronismo no es entonces un “enemigo a vencer” para encarrilar el país. Políticamente, tanto el radicalismo como el peronismo eluden su caracterización como partidos “ideológicos”, sino más bien como valiosos instrumentos de integración social, que es justamente una de las urgencias más fuertes del nuevo ciclo.

El verdadero enemigo de una Argentina exitosa es el populismo, entendido como la reproducción atávica de relaciones de poder clientelizadas, vaciadas de contenido reflexivo, que anulan la potencialidad y la libertad de las personas y para el que la creciente autonomía de los ciudadanos es un peligro vital. La concepción autoritaria del ejercicio del poder y la mediatización de las normas convertidas en simples mecanismos opcionales para el ejercicio del voluntarismo y la discrecionalidad políticas son la herencia colonial y prerevolucionaria, arcaica y premoderna, que se proyecta en el siglo XXI tras los perfiles antidemocráticos de varios matices actuales del nacional - populismo y del retro-progresismo.

Esa clase de relaciones existe en diversos ámbitos de la sociedad y la política alcanza a varios sectores políticos y sociales –gremiales, partidarios e incluso empresariales-, pero es claramente predominante en el peronismo y sus socios “retroprogresistas”. Dependerá del propio peronismo si puede sacárselos de su seno, o si prefiere mantenerlos cercanos a su   esencia abandonando definitivamente el rumbo democrático e institucional.”

Hasta aquí, la copia. El esbozo del reagrupamiento populista de estos días alrededor de los relatos más primitivos del peronismo, que confluyen –como es usual- “arrastrando” a sectores de visiones más arcaicas desprendidos del radicalismo –tanto Máximo Kirchner como Sergio Massa cuentan con sus “ex radicales” con los que pretenden vestir su relato de honestidad democrática- choca claramente con quienes deben responder ante sus bases productivas, que regresarían a la crisis terminal de los últimos años si ese proyecto se impusiera. Urtubey, Schiaretti, Uñiac, Bordet, claramente no están cómodos en esta aventura, como muchos otros peronistas que aspiran a un país en desarrollo.

Enfrente, el surgimiento de Cambiemos incorporando una fuerza moderna, como el PRO, sin ataduras políticas históricas pero claramente ubicada en el amplio campo democrático republicano, el respaldo del “main stream” radical y el necesario recordatorio permanente de la ética como requisito inescidible de la legitimación política que aporta la Coalición Cívica anuncian un debate más claro.

El país del pasado, corporativo, populista, autoritario y chauvinista frente al país moderno, democrático, republicano con impronta cosmopolita. Ese es el alineamiento que se va formando. Y que anuncia un debate formidable para los próximos meses.


Ricardo Lafferriere

lunes, 5 de diciembre de 2016

Impuesto a “la renta financiera” - ¿Ingenuidad o cinismo?

Existe una definición primaria de la actividad financiera: es una intermediación que se realiza sobre activos ajenos.

Los Bancos no prestan dinero propio. Tampoco –obviamente- toman dinero a interés de sí mismos. Trabajan intermediando riquezas de otros.

Con esa actividad ganan dinero. Como cualquier empresa, sobre esa ganancia pagan impuestos, específicamente el Impuesto a las Ganancias. El IVA a créditos no lo pagan ellos sino –nuevamente- los tomadores de créditos. Y el impuesto a los “débitos bancarios”, barbaridad establecida para enfrentar una situación de extrema excepcionalidad, golpea igualmente a la actividad económica fomentando las operaciones en negro o no bancarizadas.

Gravar la renta financiera no “le saca plata a los bancos”, a los que les resulta indiferente. Simplemente crea un nuevo impuesto sobre la actividad económica. Lo pagarán quienes necesiten créditos –para financiar su inversión, o su giro corriente- quienes, a su vez, lo trasladarán a los precios, porque será un costo más.

En suma: lo terminarán pagando los consumidores, con productos más caros. 

Si el impuesto es a los plazos fijos, lo pagará el ahorrista –o sea, el mismo que, en el ejemplo anterior, tiene el papel de consumidor-. El efecto es el mismo: se reducirá su ingreso. Y su capacidad de compra residual será menor. O sea, su efecto final será recesivo.

Cuando necesitamos reforzar el ahorro y la inversión para volver a crecer, se les pretende aplicar un nuevo gravamen. Los argentinos pagan ya los precios y los impuestos más caros del mundo.

Ningún economista desconoce estas verdades elementales. De ahí que cuando un dirigente político –o fuerza política- serios proponen esta medida, saben que su efecto es recesivo, no expansivo. Incrementa los costos de producir en el país, sin agregar nada a la justicia distributiva. En rigor, también la afecta, ya que al existir menos actividad económica existirá menos empleo y menos riqueza a distribuir. Y por último, es hipócrita, porque reclaman airadamente la reactivación, mientras impulsan en los hechos medidas que la impiden.

Sí sirve para embaucar incautos. Aquellos que opinan sobre economía más por reacciones viscerales que por razonamientos sólidos y que les encantaría poder distribuir lo que no existe.

Alguna vez he sostenido que la diferencia entre el populismo y las visiones modernas –liberalismo, socialismo, socialdemocracia- es la forma de tratar a la inversión, base del crecimiento.

El liberalismo y el socialismo, ambos subproductos potentes del pensamiento moderno, coinciden en la ética de la producción y el trabajo. Aunque pongan énfasis diferentes en los mecanismos de distribución de la riqueza generada, no descuidan la generación de esa riqueza, a la que consideran central. Saben que sin inversión no hay crecimiento y que la fuente de la inversión es el ahorro.

El populismo se desinteresa de la inversión y del crecimiento. Es por definición rapaz. Su ética no es ni la de la producción ni la del trabajo, sino la del arrebato de lo que producen otros. Eso sí: escondido en un discurso justiciero, que suele desembocar en situaciones como la de Venezuela.

Este debate refleja, una vez más, la naturaleza del populismo. Si a pesar de su intrínseca absurdidad el impuesto a la “renta financiera” pasa los filtros de un debate parlamentario, será la cabal demostración que lo que falla en el país es su capacidad para enfrentar sus problemas sin recurrir al pensamiento mágico.

Sería una lástima.


Ricardo Lafferriere

viernes, 25 de noviembre de 2016

La insoportable levedad de las "primeras planas"

La primera lectura fue sobresaltante.

“El Gobierno acuerda repartir $ 30.000 millones por la emergencia social”. Tapa. Cinco columnas. Letras, sino “catástrofe”, sí cercana. El verbo, por su parte (“repartir”) traslada un mensaje de dispendio e irresponsabilidad que asusta. Imaginar, en la situación fiscal actual, una cantidad de dinero de tal magnitud volcada a la economía significaría un golpe inflacionario indisimulable que daría por tierra con el esfuerzo del año de todo un país.

Hay que ir a la página 10, columna sexta, últimas líneas, para luego de leer toda la página, anoticiarse que “El desembolso comprometido es de $ 30.000 millones en tres años”, y que, usándose para generar puestos de trabajo en las cooperativas, “podría pasarse de los 300.000 actuales a más de 500.000”.

30.000 millones en tres años. O sea, 10.000 millones por año. Advirtamos la diferencia de impacto, porque no es inocente. Comparémoslo con el monto total del presupuesto nacional enviado al Congreso: a $2.363.619,9 millones. La incidencia real del acuerdo, en el total de la magnitud del gasto es del 0,00423. Es decir, cuatro milésimos. O sea, en términos macroeconómicos, realmente insignificante.

Tampoco se “reparte”, sino ayudará a generar 200.000 puestos de trabajo, volcados a la infinidad de obras públicas de alcance local –cunetas, pavimentos, cloacas, red de agua, viviendas populares-, a un costo claramente inferior para los municipios que los empleos formales en el Estado.

La impresión que deja el titular, alarmista y con una perversa dosis de cinismo, sin embargo, en nada refleja ambas realidades de la noticia. Tan flagrante la inexactitud provocó que el propio gran matutino que la ubicara en tan destacado lugar no mantuviera el titular en su edición en Internet, donde la cabeza de la nota ya era “El Gobierno acordó la emergencia social y destinará $ 30.000 millones adicionales”, en una tibia concesión a la objetividad periodística.

En el otro extremo del “arco”, otro titular intenta describir una agonía inexistente: “Macri en Emergencia”. Quien mira de pasada en un kiosco la tapa, ésta a seis columnas, percibe un clima de inestabilidad angustiante. 

Más opinable, por supuesto, que el titular anterior, cotejado con los números es clara su inexactitud. Macri conserva, a un año de gestión, una valoración positiva que supera el 50 %, prácticamente cuadruplicando la que exhibía a un año de su gestión (2008) la anterior presidenta. No ha generado grandes movilizaciones populares en su contra –en el mismo lapso, la ex presidenta había sufrido ya las dos más grandes concentraciones en contra de un presidente en ejercicio de toda la historia argentina, en Rosario y en el Monumento de los Españoles- y sin contar con mayoría legislativa ha logrado la sanción de la mayoría de sus iniciativas. Su herencia, sin embargo, fue notablemente más complicada que la que recibiera CFK en diciembre de 2007.

“Patéticas miserabilidades”, diría Yrigoyen. Los argentinos, en el medio, oficialistas, opositores o independientes, ansiamos que las cosas marchen. Vemos en el gobierno, en gran parte de la oposición y en las organizaciones sociales y sindicales una madurez que alienta la esperanza de dirigirnos a un país plural, con debates y diferencias de enfoques, pero centrado con honestidad en la búsqueda de su camino.

No ayudan a ese esfuerzo, sin embargo, las impostaciones oficialistas ni opositoras, pero mucho menos las insoportables levedades de las primeras planas. 

Ricardo LafferriereLa

martes, 22 de noviembre de 2016

¿Nos afecta el “mundo Trump”?

La gran herencia del kirchnerismo fue el atraso, frente al avance global. Esa situación, curiosamente, es también una gran oportunidad.

La –en este aspecto, afortunada- soberbia de CK la llevó a ignorar uno de los principios históricos fundamentales del peronismo (dejar a quien lo suceda un país endeudado hasta la médula, como una bomba de tiempo) y eso ha permitido a Cambiemos diseñar una estrategia de salida de la crisis amortiguándola con un mayor nivel de endeudamiento.

El kirchnerismo dejó al país con una gran deuda… consigo mismo. Infraestructura, energía, comunicaciones, pasividades, educación, salud, corrupción, desorden administrativo general. Pero con poca deuda externa, gracias a la tozuda incapacidad para acordar con los “holds out” que le cerró las puertas a una nueva deuda populista. Afortunadamente.

Hace una semana, en la nota “El legado de Cambiemos” analizaba esta situación. El país tiene margen suficiente para tomar endeudamiento destinado a rutas, viviendas, autopistas, defensas hídricas, puertos, energía, comunicaciones, que no se hicieron desde el 2000. También para aliviar la transición. Y lo está haciendo con prudencia.

CK dejó otras bombas –es cierto-, que resultaron manejables porque dependen de la habilidad política interna, lo que ella jamás imaginó que podrían exhibir sus sucesores. También éstas se están sorteando con capacidad de gobierno y el acompañamiento de la mayoría de los argentinos.

Mientras el mundo –y la región- avanzaron en estos años al punto de casi duplicar su producción –en el año 2000 el PB global no llegaba a 40 billones de dólares y hoy está en 75 billones-, el PBI argentino se mantiene prácticamente niveles similares al comienzo del siglo. Lo que tuvimos de más en estos años buenos de la década de la super-soja, “nos lo comimos”. Hasta el último gramo.

En consecuencia, ese retraso es un incentivo. Aún en una situación de estancamiento global –que está lejos de ser una verdad revelada- para alcanzar ese nivel tenemos que crecer rápidamente.

Pasado a hechos: se destrozaron los trenes, debemos reconstruirlos.

Se desmanteló el sistema energético, debemos rearmarlo.

Se paralizó la construcción de viviendas, debemos construirlas.

Se congeló el sistema de comunicaciones en las inversiones de los 90, debemos actualizarlo.

Se sometió a los barrios humildes a la clientelización sin agua potable, sin cloacas, sin gas, sin pavimento, sin servicios: debemos urbanizar los hábitats de más de tres millones de compatriotas.

 Se primarizó la economía, concentrándola en el agro y la minería –luego de su expoliación-: debemos diversificarla con una gigantesca ofensiva emprendedora.

Se destrozó el sistema educativo buscando una generación de “zombies”: debemos ponerlo de pie y modernizarlo.

Donde se fije la vista, aparecen necesidades y oportunidades. Energías renovables, rutas y autopistas, gasoductos, sistema de distribución eléctrica, modernización de las telecomunicaciones con los nuevos formatos hacia la convergencia digital,  puertos, agua potable, defensas contra inundaciones… y así donde miremos. Para eso sirven y se utilizan los créditos.

La “era Trump” afectará al mundo, pero aún con las peores perspectivas, difícilmente lleguen sus efectos a la Argentina. Con una conducción prudente, el nuestro volvió a ser un país de  oportunidades. Para nosotros y “para todos los hombres del mundo…”

Lo que seguramente más se notará es una demanda al sistema político: una maduración acelerada. Se achicarán los espacios para razonamientos primarios y consignismos grotescos.

Ello no significa unanimidad –que mata las democracias- sino acuerdos básicos sin perjuicio de la lucha política cotidiana. Ya lo vivimos en los “años gloriosos” de 1880 a 1930.

El otro gran actor de la política argentina, el peronismo, lo está asumiendo. Surgen allí nuevas dirigencias modernas y algunas viejas dirigencias sensatas, con patriotismo y sentido común.

La construcción de consensos nacionales estratégicos será imprescindible. El mundo retrocede peligrosamente en el estado de derecho y avanzarán las políticas pre-Naciones Unidas.

Veremos probablemente un mundo de alianzas bilaterales y regionales, en el que el gran juego será probablemente absorbido por los tres o cuatro grandes bloques de poder  –americano, europeo, ruso, chino- y algunos menos grandes –como debiera ser el Mercosur- con multiplicidad de relaciones cruzadas de intereses coincidentes y divergentes.

No será probablemente un “mundo en guerra” sino en tensión y debates permanentes por acuerdos bilaterales e inter-regionales, en el que la política internacional trabajosamente construida desde la Segunda Guerra probablemente sea reemplazada por juegos de poder, influencias, inversiones pautadas y comercio administrado.

Desde esa perspectiva, nuestra pertenencia regional debiera ser afianzada con una puesta a punto de un Mercosur Serio, alejado de los berrinches ideológicos –cuando no infantiles- y asentado en los intereses reales de nuestras sociedades.

En un tablero global de poder, no es lo mismo ir al juego solos que con socios que incrementen la capacidad negociadora, el mercado y las oportunidades con los cuales se jugará el nuevo Gran Juego del nuevo escenario mundial.

Obviamente, hay muchos a los que ese mundo les dolerá. Está ya ocurriendo en los países bálticos, Polonia, Ucrania o Siria. También en los países más pequeños del Mar de la China y en las personas que se sienten demócratas y pacifistas en el Oriente Medio. El nuevo “Sheriff” de la región está mostrando cómo actuará allí para garantizar “el orden”, bombardeando con misiles mar-tierra desde sus acorazados en el Mediterráneo, desde cientos de kilómetros de distancia, a ciudades con decenas de miles de habitantes civiles, como Aleppo. Y hoy mismo anuncia el “Times”, de Londres, el emplazamiento de misiles rusos con cabeza nuclear en el corazón de Europa, en el enclave ruso de Kaliningrado –entre Lituania y Polonia-.

Estamos lejos de esos escenarios, y debiéramos mantenernos políticamente lejos aunque cercanos en la solidaridad. Triste para el mundo, retroceso para los derechos humanos y el derecho internacional. También espacio demandante para la solidaridad con los afectados, como ha sido siempre, en toda la historia, la actitud de la Nación Argentina y de la mayoría de los argentinos.

¿Nos afecta, entonces, el “mundo Trump”? 

Sí, como ciudadanos de un planeta que sufrirá la incomprensión y el retroceso hacia formas de convivencia menos humanizadas y más salvajes, más desinteresado de la “casa común” y más indiferente a los sufrimientos de las personas comunes. 

No, si en el contenido de la pregunta nos referimos a los efectos directos en comercio, inversiones, desarrollo económico y posibilidades de recuperar el terreno perdido por nuestro país estos años.

Tampoco se frenará la globalización económica –porque es imposible-, aunque estará más reglamentada, con mayores controles “políticos” –al estilo actual de China y Rusia-.

Como se ha venido diciendo en estos meses: la Argentina es la única buena noticia del mundo. Aprovechémosla tirándonos menos zancadillas y sin pelearnos tanto entre nosotros.


Ricardo Lafferriere

jueves, 10 de noviembre de 2016

Más complejo que un simple populismo

Está claro que el populismo, en momentos de estrechez económica, es un formidable catalizador electoral de los más necesitados. Al igual que el chauvinismo, moviliza los instintos más primarios y las reacciones más viscerales. En momentos como esos la historia muestra que los fenómenos se repiten como calcados.

Pero también está claro que usualmente es un relato que se usa para esconder los propósitos reales. Acá lo vimos durante más de una década: fue el cortinado tras el cual se ocultó un gigantesco plan de saqueo de las finanzas públicas.

No es probable que en el caso norteamericano el propósito sea el mismo. Más bien es posible imaginar que EEUU ha asumido la etapa global de reacomodamiento –que, desde esta columna, venimos anunciando desde hace casi una década- en la que el “hiper-imperio” que lideró la globalización hasta ahora se retraerá hacia sus fronteras para evitar la sangría económica que le implica su papel de “gendarme global”, desempeñado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Garantizado ya –como está- su autoabastecimiento energético, es imaginable que se dedique a defender sus intereses estratégicos más directos –territorio, vías comerciales y seguridad interior-. Éste es el tema central, más que la presentación guaranga y xenófoba del nuevo relato, forma compatible al fin y al cabo tanto con el libertino “liberalismo socialdemócrata” de Straus-Kahn, el autoritarismo pederasta del “revolucionario” Daniel Ortega y el repugnante machismo del derechista Trump.

En ese contexto, el resto del mundo es considerado como un terreno “bárbaro”, coexistiendo con islotes de prosperidad sobre los que se diseñará un nuevo entramado económico, probablemente alrededor de zonas portuarias en todos los continentes.

Es imaginable que el principal objetivo se concentre en preservar los lazos fundamentales de la globalización –finanzas y tecnologías, nunca mencionadas por Trump en su discurso del regreso al país “cerrado”- pero que, en una estrategia dual, retornen a los países las fábricas de bienes sobre los que el actual costo e inseguridad del transporte de larga distancia sea neutralizado con plantas locales y tecnologías modulares aprovechando la miniaturización en los equipos, las impresoras 3D y la mano de obra que la primera etapa de la globalización dejó desocupada. Consolidadas las columnas globalizadoras, los trabajos residuales –transformados y modernizados- volverán a las zonas que los perdieron.

El camino que Trump propone para el desempeño de su país en el nuevo escenario es más desmatizado y grotesco que el propuesto por Hillary, en cuyo relato persisten los ideales wilsonianos que han caracterizado a los demócratas en los últimos tiempos y ha sido la marca distintiva de Obama. Su simpleza le permitió la comprensión.

Aunque el triunfo de Trump, por lo inesperado, ayuda a descorrer el velo de la nueva realidad ante la opinión pública mundial, el papel de EEUU en el nuevo mundo no cambiaría mucho con el otro resultado. Los votantes de Clinton, no olvidemos, fueron más que los de Trump, y ni la base productiva del mundo –ni los problemas globales- cambiarán por esta elección. Fuerza es reconocer, sin embargo, que mientras Hilary imaginaba un camino prudente, Trump postula la “cirujía mayor sin anestesia”…

En otras palabras, llega un cambio de estilo denso, tal vez con episodios traumáticos y probablemente con un retroceso coyuntural planetario en la vigencia de Derechos Humanos, el multilateralismo y el propio derecho internacional, al debilitarse la organización mundial que escenificó la posguerra. La elección de Trump es un hito más, que notifica al mundo cómo actuarán los Estados Unidos en esta nueva etapa.

Este escenario tiene perdedores, no ya económicos sino políticos. Los países más débiles de las zonas sensibles –los bálticos, los balcánicos, el medio oriente, incluso el sudeste asiático- probablemente sufran la prepotencia de sus vecinos fuertes. Algo del mundo “pre-Segunda Guerra” habrá renacido, abriéndose a posibles coaliciones regionales defensivas con las que se intente establecer balances de poder más o menos equilibrados. Vuelve la “geopolítica” con sus juegos y fantasías, pero con una característica nueva: deberá coexistir con un sistema económico que ya no puede fragmentarse.

Hace diez años, en su recordada obra “Une breve Histoire de l’Avenir” Jacques Attali visionaba este escenario. El “imperio mercante” – la hegemonía norteamericana- sería reemplazado por un desorden global basado en regiones prósperas, con puertos ágiles y llanuras productivas inmediatas que las hicieran autosuficientes en alimentos, funcionando en red sobre un planeta en el que el poder, tal como lo conocemos, habría desaparecido y sería territorio sin ley.

Un mundo donde conflictos de “todos contra todos”, por los motivos más disímiles –desde agua potable hasta energía, desde alimentos hasta discusiones milenarias por límites territoriales- brotarían por doquier, al haber desaparecido las fuerzas que las contuvieron durante el último siglo. Y en el que cada uno debería valerse –y hacerse valer- por sí mismo.

Ese mundo está en las puertas. Se apoya en una base productiva que ha dado un salto gigantesco, pero raquítica en la construcción de un poder global en condiciones de disciplinar tanto al delito como a las fuertes tendencias polarizantes de la economía dejada a su libre juego.

El salto gigantesco –lo hemos repetido hasta el cansancio- ha sacado de la miseria a centenares de millones de seres humanos en pocas décadas, pero a la vez produjo una generación de poder financiero y una polarización económica irritante en el mejor de los casos y desesperante en el peor que hoy se expresa en el renacido nacionalismo populista generalizado.

La “culpa” –si puede hablarse en esos términos- de estas deformaciones la tienen los liderazgos personales y partidarios que están siendo removidos por la ola populista, que no supieron –o no quisieron, o no pudieron- encauzar adecuadamente el cambio para que al interior de las sociedades, donde manda la política, no se produjeran efectos tan negativos como los que vemos: desocupación, pobreza, deuda, migraciones, delitos, terrorismo.

El G-20 es, en este sentido, un encomiable esfuerzo de los liderazgos políticos mundiales por retomar el control, en el borde mismo de su posibilidad temporal, porque puede ser tarde. Las decisiones de Hangzhou de combatir el dinero negro, impulsar fuertemente la infraestructura, acentuar las políticas inclusivas y compartir tecnologías van en esta dirección.

¿Qué hacer por acá? La reacción instintiva es defensiva. Recrear nuestros lazos de solidaridad nacional, unir proyectos con los vecinos de la región, reconstruir el Mercosur, articularlo con la Alianza del Pacífico, la Unasur, México, incluso con los grandes espacios de prosperidad –las costas de Estados Unidos, el sudeste de Asia-Pacífico, el África del Sur-. Y un protagonismo consciente, lúcido, inteligente y matizado en el esfuerzo de construir la política global. Es la única chance de que el cambio –inexorable- duela menos y le saquemos el mayor provecho.

En ese marco, se hace apremiante el diseño y ejecución de agresivas políticas internas de integración, geográficas y sociales, aprovechando que, a diferencia de los países centrales que hoy sufren crisis, no son las regiones las que en nuestro caso más sufren, debido a la ausencia de una dominante presencia industrial tradicional devenida obsoleta.

Debiéramos hacerlo con infraestructura actualizada, tecnología avanzada y gran impulso al conocimiento, cuidando de manera especial la inclusión social que, en nuestro caso, nos lleva a focalizar en los cinturones de las grandes ciudades los esfuerzos en la provisión de bienes básicos.

Por último, es urgente reconstruir el poder de la defensa nacional, otro de los pilares de cualquier sociedad madura, que ha sido desmantelada por la acción de relatos entre infantiles y  perversos, reforzándola con alianzas regionales estratégicas.

El mundo que viene se ha instalado de pronto, mostrando todo su potencial pero también todos sus peligros. El mensaje podría sintetizarse diciendo que, por un tiempo, todo dependerá casi exclusivamente de lo que hagamos nosotros en nuestra convivencia, de los lazos que logremos establecer con los vecinos y de la inteligencia con que actuemos en el nuevo escenario global, mezcla –como nunca- de ajedrez y juegos de estrategia.


Ricardo Lafferriere

viernes, 4 de noviembre de 2016

El legado de Cambiemos

El aparente fatal dilema que ataca a Macri desde ambos flancos es el cabal reflejo del país sin diálogo.

Para unos es el monstruo neoliberal, privatizador y sin sentimientos inclusivos, sólo preocupado por la rentabilidad de las empresas, haciendo gala de un desinterés inhumano por la suerte de los más necesitados. Frente a eso, “nos pintamos de guerra”, como dijera días atrás un legislador provincial peronista de Chubut.

Para otros, Macri es apenas un “kirchnerista con buenas maneras”, indiferente ante el desequilibrio de las cuentas públicas, fogoneador de un endeudamiento irresponsable para financiar políticas populistas que desalientan cualquier posibilidad inversora. Frente a eso, reclaman el despido de un millón de empleados públicos, la paralización del plan de infraestructuras, la reducción de los impuestos y el tradicional recetario ortodoxo: educación, salud, provincias y el “gasto de la política”, convertido en el taquillero caballito de batalla de la banalidad –y no sólo de la ortodoxa-.

El gobierno, por su parte, evita esta “no win situation” y está asumiendo por sucesivas aproximaciones un programa desarrollado en grandes etapas que adelantó en los primeros días de su gestión: revertir el crecimiento inflacionario, lograr que después de cinco años estancado el país vuelva a crecer y por último atacar los desequilibrios fiscales. Y lo hace en el orden adecuado, con claridad de rumbo y prudencia en la ejecución. Ha destinado a gasto social el mayor porcentaje presupuestario de la historia argentina, respeta y refuerza el federalismo y mantiene un dialogo permanente con todos los sectores sociales, aún los más duros opositores.

¿Hay otro camino? En opinión de quien escribe, el rumbo tomado se asemeja al único posible en nuestro país, en nuestra circunstancia político-cultural y en la actual coyuntura global.

No vivimos en la Alemania de posguerra, con un pueblo dispuesto al sacrificio y un empresariado desafiado a lavar sus culpas desatando una inversión inédita. Vivimos en un país aún impregnado culturalmente de la mentalidad rentista y clientelar, un empresariado protegido acostumbrado a ganar dinero en sociedad con amigos funcionarios y estructuras políticas-gremiales aún creyentes que el Estado es un barril sin fondo, al estilo de las tierras realengas de la Colonia. Ese es el país que dejaron los años reciente y la influencia secular de la rudimentaria “intelligenza” criolla.

Imaginemos por un instante el fin del período de gobierno de Cambiemos. Para no enturbiar el ejercicio no incursionaremos en si se producirá en tres años o en siete. Sólo en los legados.

Un escenario: el país unió todas sus capitales de provincias con autopistas. Construyó un millón y medio de viviendas quedando al borde de superar su centenario déficit habitacional. Brinda agua potable a la totalidad de la población, cloacas al 80 %, gas natural a todas las ciudades, reestructuró su matriz energética con un inédito aporte de energías renovables, urbanizó todas sus antiguas “Villas de emergencia”, llevó la banda ancha inalámbrica a todo el territorio, sus puertos y aeropuertos se encuentran entre los más modernos del mundo, terminó el cruce ferroviario a Chile, agregó dos pasos cordilleranos hacia el Pacífico, reactivó la Hidrovía, logró el cambio del perfil productivo enganchándolo al desarrollo mundial con empleos de calidad e incorporación científica y técnica a las empresas nacionales más dinámicas que ya habrán logrado su consolidación en el mercado global. Está lidiando con una deuda homologable con el promedio de la deuda pública externa del mundo –o sea, porcentualmente el doble que la actual-, con un PBI que ha avanzado en forma sostenida durante todo el período y renegocia en forma inteligente y sostenible sus obligaciones financieras, discutidas en un parlamento plural e inteligente.

Otro escenario: aún contando con fuentes de financiamientos baratas y abiertas por la gran liquidez internacional, el país pone como primera meta recuperar su equilibrio fiscal a cualquier costo. Para lograrlo, sigue desatendiendo su infraestructura y su déficit de viviendas. Sigue arrastrando la deuda social en temas tan básicos como agua y desagües, pavimentos destrozados y calles pantanosas, los trenes siguen deteriorados y produciendo periódicamente accidentes fatales por su obsolescencia, las inversiones en autopistas se detienen para no engrosar el déficit, el país se encierra y envejece aislado no sólo del mundo sino de sus vecinos: no funciona la Hidrovía, se paralizó la construcción de los pasos cordilleranos, los aeropuertos son nidos de contrabandistas y traficantes en aviones “públicos”  cada vez más inseguros, las “maras” y mafias se adueñaron de villas cada vez más pobres y hacinadas, la presión fiscal sobre el campo volvió a tensionar el país como en el 2008 y se fomenta la explotación indiscriminada de bosques y recursos minerales no renovables para sostener un sistema político cada vez más clientelar, corrupto y violento. Nadie –ni por asomo- siquiera se plantea la hipótesis de invertir en una Argentina al borde de la explosión social. Pero –eso sí- las cuentas públicas son una “pinturita”, sin deuda externa y sin déficit fiscal. En la miseria, pero prolijitos.

Y un tercero: El país regresó al rumbo que llevaba hasta diciembre del 2015. No es necesario describir el resultado por ser suficientemente conocido: la Venezuela de Chávez y Maduro.

Son los finales posibles, por supueso que caricaturizados para su mejor comprensión. No imagino a Macri ni a Cambiemos en el escenario de los adoradores del Excel ni en el de empujar el país hacia su implosión final. Los veo trabajando por el primero, navegando el mar tormentoso con vientos cruzados,  incomprensiones, picardías ventajistas de poco vuelo y honestas preocupaciones por el futuro.

En el rumbo grande, el país tiene su proa hacia donde debe. Como todo gobierno, pueden existir claroscuros en sus políticas públicas desagregadas. Pueden existir aciertos y errores. Lo que, en todo caso, se extraña es una madurez mayor en el debate público, abandonando el estilo de la riña de gallos propia del “panelazgo” televisivo ansioso de peleas que estimulen el rating, aún a costa de banalizar la reflexión sobre el país.

Porque –y esto lo hemos repetido hasta el cansancio- el país somos todos. Faltarle el respeto, insultar, descalificar, agredir o destratar a cualquiera, es hacerlo con el país y no sólo con el adversario en el debate. Ninguna discusión llega a buen fin si comienza con dogmas y no está abierta a aceptar las miradas ajenas. Ese, tal vez, es el legado menos destacable de la década pasada, y el que debiera concitar nuestro esfuerzo de convivencia para volver a sentirnos orgullosos de cada compatriota y enemigo de ninguno.

Ricardo Lafferriere