El reconocido órgano populista internacional “Le Monde Diplomatique” se hace eco de la polémica entre Pierre Rosanvallon y Chantal Mouffe. Aún con su presentación sesgada en su "copete" -que prefiero reproducir sin cambios-, da pie a la reflexión sobre uno de los temas más debatidos en la ciencia política contemporánea: el surgimiento del populismo -o de “los” populismos- como frente de ataque a la democracia como régimen surgido en las revoluciones burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Transcribimos el “copete” y la nota de Chantal Mouffe, así como consideraciones finales sobre el debate, de mi propia cosecha.
La polémica por el populismo de izquierda
La crisis del coronavirus ha revivido la caza de populistas. Al igual que los caricaturizados Donald Trump y Jair Bolsonaro, se dice que estos desprecian la ciencia, la separación de poderes, la complejidad y el estado de derecho. Pierre Rosanvallon, un defensor de la democracia tranquila y basada en el consenso, se hace eco de algunas de estas críticas arbitrarias al populismo. Responde Chantal Mouffe, reconocida teórica del populismo.
Por
Chantal Mouffe
La polémica por el populismo de izquierda
Una multitud reflejada en los espejos poliédricos de la estación de Harajuku, Tokio, Japón.
cc. Basile Morin
En su reciente libro Le siècle du populisme ('El siglo del populismo'), Pierre Rosanvallon expresa su sorpresa de que, a diferencia de otras ideologías modernas como el liberalismo, el socialismo, el comunismo o el anarquismo, el populismo no se vincula a ninguna obra importante. Sin embargo, es, según él, una propuesta política dotada de coherencia y fuerza positiva, aunque no ha sido formalizada ni desarrollada. En su libro, Rosanvallon ofrece definir la doctrina populista y criticarla.
Construye esta doctrina de manera arbitraria a partir de partes de diversos orígenes, repitiendo clichés que ya han sido expuestos en la mayoría de las críticas al populismo. Su definición no aporta nada nuevo a la tesis sobre la que se han expandido muchos escritores, que establece que el populismo consiste en oponer un 'pueblo puro' a una 'élite corrupta' y concebir la política como una expresión inmediata de la 'voluntad general' de la gente. Esta es la visión que encontramos en El siglo del populismo, con algunas variaciones.
Cuando Rosanvallon se refiere a autores que toman una posición diferente, deforma sus ideas para que se ajusten a su tesis. Varias de mis obras están caricaturizadas de esta manera, hasta el punto de que me tengo que preguntar si este conocido historiador las ha leído, o está ejerciendo una especie de deshonestidad metodológicamente dudosa.
Comprender los diferentes populismos implica volver a las condiciones específicas de su aparición en lugar de reducirlos a manifestaciones de la misma ideología.
Por ejemplo, afirma que rechazo la democracia representativa liberal, mientras que mi trabajo Por un populismo de izquierda enfatiza la importancia de incorporar esta estrategia en el marco de la democracia pluralista y no renunciar a los principios del liberalismo político. Al contrario de lo que dice Rosanvallon, argumento en The Democratic Paradox que la democracia liberal es el resultado de la combinación de dos lógicas en última instancia incompatibles, pero que la tensión entre igualdad y libertad, cuando se manifiesta de manera "agonística", en forma de lucha entre adversarios, protege el pluralismo. Asimismo, alega que defiendo la unanimidad como horizonte regulador de la expresión democrática, cuando los temas de la división social y la imposibilidad de un consenso total son centrales en todo mi pensamiento.
Pero si este trabajo destinado a producir una teoría del populismo no contribuye a una mejor comprensión del fenómeno, es principalmente por su arrogancia: no existe el populismo como una entidad única sobre la que se pueda teorizar o conceptualizar. Solo hay populismos, lo que explica por qué la noción produce tantas interpretaciones y definiciones contradictorias.
En lugar de buscar la definición de los principios del populismo, hay que examinar la lógica política puesta en marcha por movimientos descritos como "populistas". De esta forma, en Sobre la razón populista Ernesto Laclau muestra que se trata de una estrategia para construir una frontera política a partir de una oposición entre los de abajo y los de arriba, entre los dominantes y los dominados. Los movimientos que adoptan el populismo surgen siempre en el contexto de una crisis del modelo hegemónico. En este sentido, el populismo no parece ser ni una ideología, ni un régimen, ni una plataforma específica. Todo depende de la forma en que se dibuje la oposición nosotros / ellos, así como de los contextos históricos y las estructuras socioeconómicas en las que se despliega esta oposición. Comprender los diferentes populismos implica volver a las condiciones específicas de su aparición en lugar de reducirlos a manifestaciones de la misma ideología, como hace Rosanvallon.
República del centro
En su estudio del populismo, en lugar de aclarar su propósito, Rosanvallon revela la naturaleza y los límites de su propia concepción de la democracia. Según él, la teoría democrática que sustenta la ideología populista aboga por "una forma límite de democracia" que consiste en poner a prueba la naturaleza liberal y representativa de las democracias existentes. Lo hace contraponiéndolos a una solución alternativa basada en tres características: democracia directa, un proyecto de democracia polarizada y una concepción inmediata y espontánea de la expresión popular.
El exsecretario de la Fundación Saint-Simon contrasta esta supuesta doctrina populista con esta propia concepción, desarrollada en sus trabajos anteriores. A nivel filosófico, es una versión sofisticada de la doctrina dominante de los partidos socialdemócratas bajo hegemonía neoliberal, los desarrollados en las décadas de 1980 y 1990 por teóricos de la Tercera Vía como Anthony Giddens en el Reino Unido y Ulrich Beck en Alemania. Su tesis es que hemos entrado en una "segunda modernidad" donde el modelo antagónico de la política es obsoleto, por falta de adversarios sociales. Las identidades colectivas como las clases han perdido su relevancia y las categorías de derecha e izquierda están obsoletas. Sigue habiendo diferencias de opinión que podrían conducir a conflictos, pero se están reduciendo y desaparecerán si se concilian las diversas demandas individuales..
Una visión "pospolítica" como la de Rosanvallon, centrada en la ausencia de una alternativa a la globalización neoliberal, encarga al sistema político la tarea de "gobernar el vacío".
La adopción de este punto de vista por los partidos socialdemócratas está en la raíz del social liberalismo que ha dominado a Europa occidental desde finales de los años ochenta. En Francia, este proyecto - una 'República del centro' - encontró a sus más fervientes devotos alrededor de Rosanvallon e intelectuales del Centro Raymond-Aron de la École des hautes etudes en sciences sociales (EHESS)(6). Esta corriente intelectual prioriza la dimensión liberal de la democracia: enfatiza la defensa de los rasgos constitucionales en detrimento de la participación política del pueblo. Este predominio del liberalismo sobre la soberanía popular conduce a ignorar la división social, las relaciones de poder y las formas antagónicas de lucha asociadas con la noción de lucha de clases.
Lejos de constituir un progreso democrático, una visión 'pospolítica' de este tipo, centrada en la ausencia de una alternativa a la globalización neoliberal, encarga al sistema político la tarea de 'gobernar el vacío', como ha demostrado Peter Mair. En 2005, sostuve que la ausencia de una lucha entre proyectos sociales opuestos priva a las elecciones de su significado y proporciona un terreno fértil para el desarrollo de partidos populistas de derecha, que pueden así reclamar devolver al pueblo el poder confiscado por el establecimiento. Quince años después, el panorama político europeo apoya esta hipótesis.
Rosanvallon no se da cuenta de que el modelo basado en el consenso de una política sin fronteras es la razón por la que el populismo se ha vuelto cada vez más fuerte. A sus ojos, solo el desarrollo de un proyecto alternativo fuerte puede detenerlo en seco, una 'segunda revolución democrática' que implica repensar tanto la participación ciudadana como las instituciones democráticas. Es así como formula una serie de propuestas no poco interesantes, que buscan diversificar y hacer un uso más eficiente de las instituciones democráticas, y ampliar el alcance de la participación ciudadana. Por ejemplo, a una 'democracia de autorización', que entrega el poder de gobernar a través de elecciones, deberíamos agregar una 'democracia de gobernabilidad', encargada de someter el ejercicio del poder a criterios democráticos. Pero, dado que estas propuestas pertenecen a una concepción pospolítica,
Concebir el populismo como una estrategia para construir una frontera política hace que el "momento populista" sea inteligible de una manera que la perspectiva de Pierre Rosanvallon no lo hace. Estos movimientos rechazan el liderazgo de los expertos y la reducción de la política a cuestiones técnicas. Afirman su visión partidista y muestran los defectos de un enfoque basado en el consenso. Rechazan lo pospolítico y exigen que la ciudadanía pueda participar en las decisiones de los asuntos públicos y no simplemente controlar su implementación. Algunos expresan sus demandas en forma de populismo de derecha, de tipo "inmunitario" y xenófobo, deseando constreñir la democracia a los nacionales; otros lo hacen bajo la forma de un populismo de izquierda que apunta a extender la democracia a muchos dominios y profundizarla.
Una estrategia populista de la izquierda con el objetivo de generar apoyo popular para un Green New Deal podría convertir esta crisis en una oportunidad para democratizar profundamente el orden socioeconómico existente.
Para alcanzar ese objetivo, la estrategia populista de izquierda propone una ruptura con el orden neoliberal y el capitalismo financiero, que, como ha demostrado el sociólogo Wolfgang Streeck, son incompatibles con la democracia. Pretende establecer una nueva formación hegemónica capaz de afirmar la centralidad de valores como la igualdad y la justicia social. Tal proyecto no implica el rechazo de las instituciones que juntas constituyen el pluralismo democrático, sino su reivindicación. Para poner en marcha una ruptura a esa escala, la estrategia del populismo de izquierda es unir las luchas democráticas y crear una voluntad colectiva, un 'nosotros' capaz de transformar las relaciones de poder e instalar un nuevo modelo social y económico a través de lo que Antonio Gramsci llamó una "guerra de posiciones". El conflicto entre este 'nosotros' - articulando diferentes demandas vinculadas a las condiciones de explotación, dominación y discriminación - y su adversario, un 'ellos' constituido por los poderes neoliberales y sus aliados, es cómo la 'lucha de clases' (como se la conoce en la tradición marxista) se expresa. Por lo tanto, no es de extrañar que Rosanvallon le sea hostil. Prisionero de su propio modelo centrista, ve todas las formas de populismo como una amenaza para la democracia.
Agotamiento del modelo neoliberal
La estrategia populista de la izquierda parece particularmente pertinente en el contexto de una salida de la crisis de Covid-19 que ha sido promocionada como un preludio para la construcción de un nuevo contrato social. Esta vez, a diferencia de la crisis de 2008, se podría abrir un espacio para el choque de proyectos contrapuestos. Un simple regreso a la normalidad parece improbable y el estado probablemente jugará un papel central y más prominente. Podemos ser testigos de la llegada de un "capitalismo de estado" que utiliza las autoridades públicas para reconstruir la economía y restaurar el poder del capital. Podría adoptar formas más o menos autoritarias dependiendo de las fuerzas políticas que lo dirijan. Este escenario señalaría la victoria de las fuerzas populistas de derecha o el último intento de los defensores del neoliberalismo de asegurar la supervivencia de su modelo. Sin embargo, al exacerbar las desigualdades, la crisis del coronavirus confirma el agotamiento del modelo neoliberal. Al recrear las fronteras políticas y reafirmar la existencia de antagonismos, señala un retorno de lo político y da una nueva dimensión al momento populista. Dependiendo de las fuerzas sociales que se apoderen de ella y de la forma en que creen una oposición "nosotros" / "ellos", esta pandemia puede desencadenar soluciones autoritarias o conducir a una radicalización de los valores democráticos. Una cosa es cierta: al contrario de lo que sostiene Rosanvallon, lejos de amenazar la democracia, hoy el populismo de izquierda es la mejor estrategia si queremos orientar las fuerzas que resisten un orden neoliberal posdemocrático en una dirección igualitaria.
Chantal Mouffe
Filósofo. Autor, más recientemente, de Por un populismo de izquierda (Verso, 2019).
Qué lejos... y qué cerca.
Tratar de empatizar con quienes se pretende dialogar es el primer paso de frescura intelectual y honestidad en la polémica.
Adelanto que me siento muy lejos del prestigio y la versación de los dos grandes exponentes del análisis político contemporáneo. Mis opiniones están sólo avaladas por la experiencia en la política concreta, que -en última instancia- es el campo que intelectualizan Rosanvallon y Mouffe, cuyas obras despiertan adhesiones y cuestionamientos, en ocasiones duros, entre los dos campos de interpretación de la realidad que ellos expresan.
Afirma Rosanvallon que el populismo inhabilita el perfeccionamiento de la democracia, cuya actualidad requiere una complejidad creciente para incorporar a su dinámica a los diferentes -y casi infinitos- grupos de opinión e intereses de las complejas sociedades modernas. Cuestiona en él la simplificación de agrupar en un “nosotros” contra “ellos”, propia del populismo, que somete a la sociedad a una tensión permanente inhibidora de su perfeccionamiento.
Mouffal critica esta mirada -similar a la de Ulrich Beck, o a la de Antony Giddens, o "de las socialdemocracias europeas", dice- porque en su opinión ignora las tensiones reales entre “dominantes y dominados” o “explotadores y explotados”. Descalifica a esta visión como una “democracia de centro” y sostiene que la tensión entre “ellos” y “nosotros” enriquece el debate y a la propia democracia, evitando las deformaciones “populistas de derecha” que se imponen cuando el pueblo no encuentra una representación que lo interprete cabalmente. El antídoto frente al populismo de derecha sería, en su opinión un “populismo de izquierda”, que exprese a los “oprimidos” y “explotados” y le quite al “neoliberalismo” su manejo del Estado.
Hasta aquí el núcleo de la polémica.
Veamos.
Que la política es, entre otras cosas, una lucha de intereses, no es ni novedad ni está superado por la historia. Dejará de haber política cuando no existan intereses contrapuestos. Sin embargo, las ideas contemporáneas sobre la democracia no niegan esta realidad. Muy por el contrario, las incorporan sosteniendo la necesidad de perfeccionar la democracia para hacerla compatible con la complejidad de la sociedad moderna. Daniel Innerarity, en su “Una teoría de la democracia compleja lo desarrolla en profundidad, en las antípodas de Chantal Mouffe.
No es entonces la inexistencia de componentes “amplificadores” de la democracia liberal la que pueda achacarse a Rosanvallon, que insinúa un camino recorrido en su misma línea por otros pensadores, buscando su ampliación.
Sin embargo, en el fondo de la crítica de Mouffe subyace una profunda contaminación ideológica. La sensación que deja es la de una obstinada obsesión por aplicar a la sociedad actual los mecanismos de análisis del marxismo clásico, a pesar de que los actores son tan diferentes que poca relación tendrían con los que motorizaron las luchas de izquierdas y derechas durante el siglo XX.
Cierto que Marx sostenía la motorización de la historia por una lucha entre la “burguesía” y el “proletariado”. Ambos, en su lucha por la apropiación de la plusvalía, mantendrían un contencioso que él pronosticaba con un final inexorable: el triunfo definitivo del proletariado accediendo a la propiedad de los medios de producción. Reitero, sin inocencia alguna: la “propiedad” de los medios de producción que pasarían a quienes crean la riqueza, los trabajadores. No “los pobres”...
La historia del siglo XX, sin embargo, fue atenuando posiciones. La plusvalía, crudamente apropiada por la burguesía en el siglo XIX, fue repartiéndose cada vez más con el surgimiento de los Estados de Bienestar, las conquistas obreras, la educación y la salud gratuitas y una serie de instituciones públicas -impositivas, previsionales, asistenciales, sociales, y muchas más- que hicieron que de esa cruda apropiación originaria poco quedara en manos exclusivas de la burguesía.
Ésta, por su parte, fue cambiando también su composición, impulsada por mecanismos económicos que democratizaron el acceso al propio capital. Las bolsas en las que se abría la participación accionaria al público controlada por normativas públicas rigurosas, los sistemas de ahorro y capitalización, las normas bancarias y financieras, etc., fueron haciendo desaparecer a los empresarios individuales fuertes. Quedaron los ricos, pero sus empresas dejaron de ser su coto de caza para tener que responder a controles fiscales, previsionales, normas laborales, reglamentaciones antimonopólicas, leyes de transparencia y competencia, incompatibilidades varias en sus relaciones con el poder, etc., que diluyeron fuertemente su poder y su incidencia.
El motor indudable del progreso, la revolución científica y técnica con su vanguardia, la revolución de las comunicaciones, dio origen a otro fenómeno propio de fines del siglo XX y comienzos del XXI: la globalización. En el campo productivo, el mercado global -espacio de “realización de la ganancia” de las empresas de hoy- y el encadenamiento productivo produjo la superación de la pobreza extrema para cientos de millones de personas y la reducción de la pobreza rural a un nivel nunca visto en la historia humana. Fue logrado por empresas y gobiernos que articularon en forma virtuosa normas de todo tipo, incluyendo la construcción de un mercado global crecientemente regulado, un “sistema” económico y político superador del “modelo siglo XX”, al punto de lograr las “metas del milenio” un lustro antes de lo previsto.
Pero también surgió otro fenómeno, menos positivo: el crecimiento de la “riqueza simbólica”. Lugar de refugio de ganancias obtenidas en zonas “grises” aprovechando deficiencias normativas, de riquezas surgidas de la corrupción estatal y para-estatal en muchos países especialmente de poco desarrollo -en Argentina podemos dar fe de muchos casos-, y de ingresos directamente originados en actividades delictivas. Esta “riqueza simbólica” busca escapar de las decisiones públicas, que, sin embargo, no renuncian a su papel.
El mundo, hoy, está atravesado por una maraña de reglamentaciones que desmienten -al límite del ridículo- la continuación del comodín dialéctico descalificante del "neoliberalismo", utilizado usualmente para esconder la ausencia de argumentos.
Las decisiones del G-20 referidas a la riqueza "simbólica", luego de la crisis del 2008, alinearon a regímenes políticos de diferente origen “ideológico” en la misma dirección: controlarla, acotarla, convertirla en lo posible en riqueza real mediante políticas públicas y limitar fuertemente su libertad de circulación y acumulación.
Todo ésto lo hizo la “política de centro”. No la de “ellos” contra “nosotros”.
Entonces, mi punto: donde existió una política interesada en administrar la marcha económica, la evolución de la sociedad fue positiva. Europa, Estados Unidos, las propias China y Rusia, aplicaron medidas “desde el centro” hacia los distintos campos de la realidad. No fueron motivadas por luchas de clases ni de “opresores” contra “oprimidos”.
Más bien donde han invocado luchas claras de “unos” contra “otros” (con el agregado no menos importante, que los “opresores” no son precisamente los “ricos” históricos sino nuevas oligarquías creadas en complicidades al borde de lo legal, ni los “oprimidos” son solamente los “pobres”) es en las sociedades que se acercan a la mirada de Mouffe: Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, Turquía, Irán, espacios donde el “ellos” contra “nosotros” son el motor de la acción política.
Y qué decir la recién llegada Argentina, que desde que retomó la senda populista ha visto derrumbarse todos sus índices, tanto de “ellos” como de “nosotros”: más desocupación, más mortalidad, más pobreza, más desamparo asistencial, más represión. Más quiebras de empresas, más desmantelamiento productivo, más paralización de la inversión, menores jubilaciones, menores salarios. La expansión de la limosna social vía “planes”, incluso, aún con su dimensión colosal, sigue siendo inferior a la realizada por la “democracia de centro” del macrismo, que no acertó a encontrar la forma de incluir a ese enorme contingente de personas sin capacitación en la economía formal, a pesar de sus esfuerzos. Pero que terminó continuando -a pesar de su “democracia de centro”- la asignación de recursos de una forma históricamente memorable -el mayor gasto social en la historia argentina- y no muy diferente a la que hubiera realizado el populismo -y de hecho lo está haciendo-.
Por supuesto que hay que modernizar la democracia. No puede sostenerse la gobernabilidad de sociedades crecientemente complejas con democracias rudimentarias. Si un acuerdo existe entre los teóricos de la democracia es que es un sistema inacabado y en permanente evolución, que debe adaptarse a las realidades cambiantes y aunque está en mora en hacerlo, son innegables sus esfuerzos en todos los planos.
Pero esto no puede lograrse destrozando la democracia mediante la negación de su base filosófica fundamental: su edificación sobre la base del respeto a las personas, consideradas en su individualidad y en su capacidad empática de convivencia, en sus derechos y en sus obligaciones. No es retornando a las sociedades autoritarias anteriores a la revolución democrática, ni recreando los liderazgos excluyentes al estilo de los imaginados por Carl Schmitt, que dividían a la sociedad al punto de tolerar e impulsar hasta el exterminio físico de quienes no sean “nosotros” y pertenezcan al odiado colectivo de los “ellos”, según la sanción señalada con el dedo autoritario del “líder carismático”.
Mucho menos se logrará el perfeccionamiento democrático imaginando que "los oprimidos" son equivalentes a "los trabajadores", del marxismo histórico. Éstos ocupaban -debates al margen sobre la "plusvalía"- un lugar central en el sistema productivo. Sin ellos, sin el trabajo obrero, no habría producción. Hoy la producción, crecientemente automatizada, ya no los cuenta como protagonistas decisivos. Ya existen fábricas sin obreros, sistemas informáticos que reemplazan a los trabajadores de "cuello blanco" y hasta camiones sin conductores.
Los "pobres" de hoy son excluidos sociales y excluidos tecnológicos, no obreros ni trabajadores. Marx los calificaba en el prólogo del "18 Brumario" como "lumpenproletariado", en forma despectiva. Hoy no usaría ese calificativo nadie, mucho menos en la "democracia de centro", que los trataba sustancialmente mejor que la administración populista. Sería, además, poco imaginable que las decisiones de una sociedad compleja, en lo económico, en lo social, en lo político, en lo internacional, quedaran en sus manos, o en el de sus "partidos" populistas y las condujeran al éxito y al mejoramiento. Basta con observar lo que está logrando el populismo en Argentina -y en Turquía, y en Venezuela, y en Nicaragua, entre otros- con gobiernos de sus partidos "representativos".
Se agravia Mouffe que Rosanvallon no reconoce su admisión a los principios de la democracia representativa. Sin embargo, la democracia que ella deja traslucir en sus juicios es la que incorpore sólo a los "nosotros", excluyendo claramente a los "ellos": "Para poner en marcha una ruptura a esa escala, la estrategia del populismo de izquierda es unir las luchas democráticas y crear una voluntad colectiva, un 'nosotros' capaz de transformar las relaciones de poder e instalar un nuevo modelo social y económico a través de lo que Antonio Gramsci llamó una "guerra de posiciones". El conflicto entre este 'nosotros' - articulando diferentes demandas vinculadas a las condiciones de explotación, dominación y discriminación - y su adversario, un 'ellos' constituido por los poderes neoliberales y sus aliados, es cómo la 'lucha de clases' (como se la conoce en la tradición marxista) se expresa." dice en su nota, para finalizar afirmando "la crisis del coronavirus confirma el agotamiento del modelo neoliberal. Al recrear las fronteras políticas y reafirmar la existencia de antagonismos, señala un retorno de lo político y da una nueva dimensión al momento populista. Dependiendo de las fuerzas sociales que se apoderen de ella y de la forma en que creen una oposición "nosotros" / "ellos", esta pandemia puede desencadenar soluciones autoritarias o conducir a una radicalización de los valores democráticos. Una cosa es cierta: al contrario de lo que sostiene Rosanvallon, lejos de amenazar la democracia, hoy el populismo de izquierda es la mejor estrategia si queremos orientar las fuerzas que resisten un orden neoliberal posdemocrático en una dirección igualitaria." Escondido en palabras que suavizan la propuesta y pretenden hacerla atractiva a la izquierda democrática, su visión es evidente: una democracia de los amigos, en la que aquellos que considere enemigos ("ellos") sean desalojados de cualquier posición de poder o influencia en las decisiones públicas.
Creo que los hechos -esos molestos datos que verifican y cuantifican los análisis científicos, aún en las ciencias sociales- muestran claramente la superioridad de la democracia plural, participativa e integradora sobre el populismo autoritario, aunque se autodefina como "democrático". Pero también muestran los peligros del populismo, sea de izquierda o de derecha, al sentirse sin limitación alguna para el ejercicio del poder, que es su característica identificatoria.
Ricardo Lafferriere
También puede analizarse en su dinámica interna o como una pieza del "puzzle" global.
Esta obra se define en ambos casos por la segunda opción.
Analiza los condicionantes sociológicos de un país en el que el populismo encuentra una base de suficiente dimensión como para transformarse periódicamente en mayoría electoral, y que ha concentrado su reflexión pública en un enfoque introvertido, cuál si el mundo no existiese o en el mundo no existiera otra realidad que la argentina.
Entrado el siglo XXI, con la portentosa revolución científico-técnica lanzada en un proceso exponencial de cambio de paradigma económico global, los límites de ambas miradas -la populista y la introvertida- quedan expuestos en todo su dramatismo.
El último regreso populista, iniciado formalmente el 10 de diciembre de 2019 pero cuyos efectos anticipados comenzaron a sentirse cuatro meses antes, ha sometido al país a una tensión que multiplica sus lastres históricos.
En apenas un año la pobreza creció en un tercio de la existente (del 32 al 44 %). La deuda pública lo hizo en 20.000 millones de dólares, las reservas externas de libre disponibilidad desaparecieron y las reservas externas totales cayeron un 25 %, la desocupación creció en un 50 % (de 10% a 15% de la PEA, cuatro millones de nuevos desocupados), quebraron o cerraron alrededor de 200.000 pequeñas empresas y comercios, el PBI cayó el 12 % -el doble que la media regional- y la pésima administración de la salud pública ubicó a la Argentina, tradicionalmente líder en la salud pública del subcontinente, en el podio mundial de muertos por habitantes.
Populismo no es sólo economía: es banalidad, normalmente escasa capacitación para la gestión, reemplazo de la profesionalidad por el clientelismo y desmantelamiento de la excelencia en la administración del Estado. El gobierno populista de Argentina la convirtió en el único país del mundo que mantuvo sus escuelas cerradas todo el año mientras abría los casinos, que sostuvo el confinamiento personal obligatorio por nueve meses mientras organizaba espectáculos masivos -algunos, macabros, como el sepelio del astro deportivo Diego Maradona- y que utilizó la paralización social de la pandemia para avanzar en la desarticulación del sistema judicial y político.
Sin embargo, dos años antes la Argentina había logrado organizar la mejor reunión internacional en la historia del G20 -lo expresó la entonces presidenta del FMI-, en cuatro años había recuperado su impulso en infraestructura, organizado un sistema de líneas aéreas "low cost" que permitió viajar por primera vez en avión a varios millones de argentinos (desmantelado de un plumazo en 2020), en pocos meses había revertido la balanza energética altamente deficitaria recibida en 2015 y se había ubicado en la vanguardia en el desarrollo de energías primarias no convencionales.
La extraña naturaleza de estos fenómenos es la curiosidad y la originalidad argentina: capaz de mostrar en poco tiempo avances enormes y, de pronto, reaccionar con un impulso tanático que la lleva a destrozar lo construido.
El autor demuestra la inexorable necesidad de la vinculación con el mundo para lograr un desarrollo dinámico e inclusivo y la imposibilidad de hacerlo, por limitaciones objetivas de recursos y mercados, con un proyecto de cerramiento.
Y analiza los efectos nocivos de un debate público tomado mayoritariamente por las ideas de encierro y autosuficiencia de moda a mediados del siglo XX adoptadas como dogmas por el "saber oficial" del país, así como limitar el análisis de los caminos posibles sin aprovechar la potencialidad de los mercados globales con inteligencia, insertarse en los espacios plurales del mundo y participar en la construcción del edificio normativo que regirá el mundo en construcción.
Obra de debate que busca aportar ideas para el esclarecimiento del gran dilema argentino: ¿Qué "nos" pasó?