jueves, 29 de abril de 2021

PIERRE ROSANVALLON, CHANTAL MOUFFE Y LA POLÉMICA SOBRE EL POPULISMO - UN DEBATE PRESENTE

 

El reconocido órgano populista internacional “Le Monde Diplomatique” se hace eco de la polémica entre Pierre Rosanvallon y Chantal Mouffe. Aún con su presentación sesgada en su "copete" -que prefiero reproducir sin cambios-, da pie a la reflexión sobre uno de los temas más debatidos en la ciencia política contemporánea: el surgimiento del populismo -o de “los” populismos- como frente de ataque a la democracia como régimen surgido en las revoluciones burguesas de los siglos XVII, XVIII y XIX.

Transcribimos el “copete” y la nota de Chantal Mouffe, así como consideraciones finales sobre el debate, de mi propia cosecha.

La polémica por el populismo de izquierda

La crisis del coronavirus ha revivido la caza de populistas. Al igual que los caricaturizados Donald Trump y Jair Bolsonaro, se dice que estos desprecian la ciencia, la separación de poderes, la complejidad y el estado de derecho. Pierre Rosanvallon, un defensor de la democracia tranquila y basada en el consenso, se hace eco de algunas de estas críticas arbitrarias al populismo. Responde Chantal Mouffe, reconocida teórica del populismo.

Por Chantal Mouffe

La polémica por el populismo de izquierda

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Una multitud reflejada en los espejos poliédricos de la estación de Harajuku, Tokio, Japón.

cc. Basile Morin

En su reciente libro Le siècle du populisme ('El siglo del populismo'), Pierre Rosanvallon expresa su sorpresa de que, a diferencia de otras ideologías modernas como el liberalismo, el socialismo, el comunismo o el anarquismo, el populismo no se vincula a ninguna obra importante. Sin embargo, es, según él, una propuesta política dotada de coherencia y fuerza positiva, aunque no ha sido formalizada ni desarrollada. En su libro, Rosanvallon ofrece definir la doctrina populista y criticarla.

Construye esta doctrina de manera arbitraria a partir de partes de diversos orígenes, repitiendo clichés que ya han sido expuestos en la mayoría de las críticas al populismo. Su definición no aporta nada nuevo a la tesis sobre la que se han expandido muchos escritores, que establece que el populismo consiste en oponer un 'pueblo puro' a una 'élite corrupta' y concebir la política como una expresión inmediata de la 'voluntad general' de la gente. Esta es la visión que encontramos en El siglo del populismo, con algunas variaciones.

Cuando Rosanvallon se refiere a autores que toman una posición diferente, deforma sus ideas para que se ajusten a su tesis. Varias de mis obras están caricaturizadas de esta manera, hasta el punto de que me tengo que preguntar si este conocido historiador las ha leído, o está ejerciendo una especie de deshonestidad metodológicamente dudosa.

Comprender los diferentes populismos implica volver a las condiciones específicas de su aparición en lugar de reducirlos a manifestaciones de la misma ideología.

Por ejemplo, afirma que rechazo la democracia representativa liberal, mientras que mi trabajo Por un populismo de izquierda enfatiza la importancia de incorporar esta estrategia en el marco de la democracia pluralista y no renunciar a los principios del liberalismo político. Al contrario de lo que dice Rosanvallon, argumento en The Democratic Paradox que la democracia liberal es el resultado de la combinación de dos lógicas en última instancia incompatibles, pero que la tensión entre igualdad y libertad, cuando se manifiesta de manera "agonística", en forma de lucha entre adversarios, protege el pluralismo. Asimismo, alega que defiendo la unanimidad como horizonte regulador de la expresión democrática, cuando los temas de la división social y la imposibilidad de un consenso total son centrales en todo mi pensamiento.

Pero si este trabajo destinado a producir una teoría del populismo no contribuye a una mejor comprensión del fenómeno, es principalmente por su arrogancia: no existe el populismo como una entidad única sobre la que se pueda teorizar o conceptualizar. Solo hay populismos, lo que explica por qué la noción produce tantas interpretaciones y definiciones contradictorias.

En lugar de buscar la definición de los principios del populismo, hay que examinar la lógica política puesta en marcha por movimientos descritos como "populistas". De esta forma, en Sobre la razón populista Ernesto Laclau muestra que se trata de una estrategia para construir una frontera política a partir de una oposición entre los de abajo y los de arriba, entre los dominantes y los dominados. Los movimientos que adoptan el populismo surgen siempre en el contexto de una crisis del modelo hegemónico. En este sentido, el populismo no parece ser ni una ideología, ni un régimen, ni una plataforma específica. Todo depende de la forma en que se dibuje la oposición nosotros / ellos, así como de los contextos históricos y las estructuras socioeconómicas en las que se despliega esta oposición. Comprender los diferentes populismos implica volver a las condiciones específicas de su aparición en lugar de reducirlos a manifestaciones de la misma ideología, como hace Rosanvallon.


República del centro

En su estudio del populismo, en lugar de aclarar su propósito, Rosanvallon revela la naturaleza y los límites de su propia concepción de la democracia. Según él, la teoría democrática que sustenta la ideología populista aboga por "una forma límite de democracia" que consiste en poner a prueba la naturaleza liberal y representativa de las democracias existentes. Lo hace contraponiéndolos a una solución alternativa basada en tres características: democracia directa, un proyecto de democracia polarizada y una concepción inmediata y espontánea de la expresión popular.

El exsecretario de la Fundación Saint-Simon contrasta esta supuesta doctrina populista con esta propia concepción, desarrollada en sus trabajos anteriores. A nivel filosófico, es una versión sofisticada de la doctrina dominante de los partidos socialdemócratas bajo hegemonía neoliberal, los desarrollados en las décadas de 1980 y 1990 por teóricos de la Tercera Vía como Anthony Giddens en el Reino Unido y Ulrich Beck en Alemania. Su tesis es que hemos entrado en una "segunda modernidad" donde el modelo antagónico de la política es obsoleto, por falta de adversarios sociales. Las identidades colectivas como las clases han perdido su relevancia y las categorías de derecha e izquierda están obsoletas. Sigue habiendo diferencias de opinión que podrían conducir a conflictos, pero se están reduciendo y desaparecerán si se concilian las diversas demandas individuales..

Una visión "pospolítica" como la de Rosanvallon, centrada en la ausencia de una alternativa a la globalización neoliberal, encarga al sistema político la tarea de "gobernar el vacío".

La adopción de este punto de vista por los partidos socialdemócratas está en la raíz del social liberalismo que ha dominado a Europa occidental desde finales de los años ochenta. En Francia, este proyecto - una 'República del centro' - encontró a sus más fervientes devotos alrededor de Rosanvallon e intelectuales del Centro Raymond-Aron de la École des hautes etudes en sciences sociales (EHESS)(6). Esta corriente intelectual prioriza la dimensión liberal de la democracia: enfatiza la defensa de los rasgos constitucionales en detrimento de la participación política del pueblo. Este predominio del liberalismo sobre la soberanía popular conduce a ignorar la división social, las relaciones de poder y las formas antagónicas de lucha asociadas con la noción de lucha de clases.

Lejos de constituir un progreso democrático, una visión 'pospolítica' de este tipo, centrada en la ausencia de una alternativa a la globalización neoliberal, encarga al sistema político la tarea de 'gobernar el vacío', como ha demostrado Peter Mair. En 2005, sostuve que la ausencia de una lucha entre proyectos sociales opuestos priva a las elecciones de su significado y proporciona un terreno fértil para el desarrollo de partidos populistas de derecha, que pueden así reclamar devolver al pueblo el poder confiscado por el establecimiento. Quince años después, el panorama político europeo apoya esta hipótesis.

Rosanvallon no se da cuenta de que el modelo basado en el consenso de una política sin fronteras es la razón por la que el populismo se ha vuelto cada vez más fuerte. A sus ojos, solo el desarrollo de un proyecto alternativo fuerte puede detenerlo en seco, una 'segunda revolución democrática' que implica repensar tanto la participación ciudadana como las instituciones democráticas. Es así como formula una serie de propuestas no poco interesantes, que buscan diversificar y hacer un uso más eficiente de las instituciones democráticas, y ampliar el alcance de la participación ciudadana. Por ejemplo, a una 'democracia de autorización', que entrega el poder de gobernar a través de elecciones, deberíamos agregar una 'democracia de gobernabilidad', encargada de someter el ejercicio del poder a criterios democráticos. Pero, dado que estas propuestas pertenecen a una concepción pospolítica,

Concebir el populismo como una estrategia para construir una frontera política hace que el "momento populista" sea inteligible de una manera que la perspectiva de Pierre Rosanvallon no lo hace. Estos movimientos rechazan el liderazgo de los expertos y la reducción de la política a cuestiones técnicas. Afirman su visión partidista y muestran los defectos de un enfoque basado en el consenso. Rechazan lo pospolítico y exigen que la ciudadanía pueda participar en las decisiones de los asuntos públicos y no simplemente controlar su implementación. Algunos expresan sus demandas en forma de populismo de derecha, de tipo "inmunitario" y xenófobo, deseando constreñir la democracia a los nacionales; otros lo hacen bajo la forma de un populismo de izquierda que apunta a extender la democracia a muchos dominios y profundizarla.

Una estrategia populista de la izquierda con el objetivo de generar apoyo popular para un Green New Deal podría convertir esta crisis en una oportunidad para democratizar profundamente el orden socioeconómico existente.

Para alcanzar ese objetivo, la estrategia populista de izquierda propone una ruptura con el orden neoliberal y el capitalismo financiero, que, como ha demostrado el sociólogo Wolfgang Streeck, son incompatibles con la democracia. Pretende establecer una nueva formación hegemónica capaz de afirmar la centralidad de valores como la igualdad y la justicia social. Tal proyecto no implica el rechazo de las instituciones que juntas constituyen el pluralismo democrático, sino su reivindicación. Para poner en marcha una ruptura a esa escala, la estrategia del populismo de izquierda es unir las luchas democráticas y crear una voluntad colectiva, un 'nosotros' capaz de transformar las relaciones de poder e instalar un nuevo modelo social y económico a través de lo que Antonio Gramsci llamó una "guerra de posiciones". El conflicto entre este 'nosotros' - articulando diferentes demandas vinculadas a las condiciones de explotación, dominación y discriminación - y su adversario, un 'ellos' constituido por los poderes neoliberales y sus aliados, es cómo la 'lucha de clases' (como se la conoce en la tradición marxista) se expresa. Por lo tanto, no es de extrañar que Rosanvallon le sea hostil. Prisionero de su propio modelo centrista, ve todas las formas de populismo como una amenaza para la democracia.


Agotamiento del modelo neoliberal

La estrategia populista de la izquierda parece particularmente pertinente en el contexto de una salida de la crisis de Covid-19 que ha sido promocionada como un preludio para la construcción de un nuevo contrato social. Esta vez, a diferencia de la crisis de 2008, se podría abrir un espacio para el choque de proyectos contrapuestos. Un simple regreso a la normalidad parece improbable y el estado probablemente jugará un papel central y más prominente. Podemos ser testigos de la llegada de un "capitalismo de estado" que utiliza las autoridades públicas para reconstruir la economía y restaurar el poder del capital. Podría adoptar formas más o menos autoritarias dependiendo de las fuerzas políticas que lo dirijan. Este escenario señalaría la victoria de las fuerzas populistas de derecha o el último intento de los defensores del neoliberalismo de asegurar la supervivencia de su modelo. Sin embargo, al exacerbar las desigualdades, la crisis del coronavirus confirma el agotamiento del modelo neoliberal. Al recrear las fronteras políticas y reafirmar la existencia de antagonismos, señala un retorno de lo político y da una nueva dimensión al momento populista. Dependiendo de las fuerzas sociales que se apoderen de ella y de la forma en que creen una oposición "nosotros" / "ellos", esta pandemia puede desencadenar soluciones autoritarias o conducir a una radicalización de los valores democráticos. Una cosa es cierta: al contrario de lo que sostiene Rosanvallon, lejos de amenazar la democracia, hoy el populismo de izquierda es la mejor estrategia si queremos orientar las fuerzas que resisten un orden neoliberal posdemocrático en una dirección igualitaria.

Chantal Mouffe

Filósofo. Autor, más recientemente, de Por un populismo de izquierda (Verso, 2019).



Qué lejos... y qué cerca.

Tratar de empatizar con quienes se pretende dialogar es el primer paso de frescura intelectual y honestidad en la polémica.

Adelanto que me siento muy lejos del prestigio y la versación de los dos grandes exponentes del análisis político contemporáneo. Mis opiniones están sólo avaladas por la experiencia en la política concreta, que -en última instancia- es el campo que intelectualizan Rosanvallon y Mouffe, cuyas obras despiertan adhesiones y cuestionamientos, en ocasiones duros, entre los dos campos de interpretación de la realidad que ellos expresan.

Afirma Rosanvallon que el populismo inhabilita el perfeccionamiento de la democracia, cuya actualidad requiere una complejidad creciente para incorporar a su dinámica a los diferentes -y casi infinitos- grupos de opinión e intereses de las complejas sociedades modernas. Cuestiona en él la simplificación de agrupar en un “nosotros” contra “ellos”, propia del populismo, que somete a la sociedad a una tensión permanente inhibidora de su perfeccionamiento.

Mouffal critica esta mirada -similar a la de Ulrich Beck, o a la de Antony Giddens, o "de las socialdemocracias europeas", dice- porque en su opinión ignora las tensiones reales entre “dominantes y dominados” o “explotadores y explotados”. Descalifica a esta visión como una “democracia de centro” y sostiene que la tensión entre “ellos” y “nosotros” enriquece el debate y a la propia democracia, evitando las deformaciones “populistas de derecha” que se imponen cuando el pueblo no encuentra una representación que lo interprete cabalmente. El antídoto frente al populismo de derecha sería, en su opinión un “populismo de izquierda”, que exprese a los “oprimidos” y “explotados” y le quite al “neoliberalismo” su manejo del Estado.

Hasta aquí el núcleo de la polémica.

Veamos.

Que la política es, entre otras cosas, una lucha de intereses, no es ni novedad ni está superado por la historia. Dejará de haber política cuando no existan intereses contrapuestos. Sin embargo, las ideas contemporáneas sobre la democracia no niegan esta realidad. Muy por el contrario, las incorporan sosteniendo la necesidad de perfeccionar la democracia para hacerla compatible con la complejidad de la sociedad moderna. Daniel Innerarity, en su “Una teoría de la democracia compleja lo desarrolla en profundidad, en las antípodas de Chantal Mouffe.

No es entonces la inexistencia de componentes “amplificadores” de la democracia liberal la que pueda achacarse a Rosanvallon, que insinúa un camino recorrido en su misma línea por otros pensadores, buscando su ampliación.

Sin embargo, en el fondo de la crítica de Mouffe subyace una profunda contaminación ideológica. La sensación que deja es la de una obstinada obsesión por aplicar a la sociedad actual los mecanismos de análisis del marxismo clásico, a pesar de que los actores son tan diferentes que poca relación tendrían con los que motorizaron las luchas de izquierdas y derechas durante el siglo XX.

Cierto que Marx sostenía la motorización de la historia por una lucha entre la “burguesía” y el “proletariado”. Ambos, en su lucha por la apropiación de la plusvalía, mantendrían un contencioso que él pronosticaba con un final inexorable: el triunfo definitivo del proletariado accediendo a la propiedad de los medios de producción. Reitero, sin inocencia alguna: la “propiedad” de los medios de producción que pasarían a quienes crean la riqueza, los trabajadores. No “los pobres”...

La historia del siglo XX, sin embargo, fue atenuando posiciones. La plusvalía, crudamente apropiada por la burguesía en el siglo XIX, fue repartiéndose cada vez más con el surgimiento de los Estados de Bienestar, las conquistas obreras, la educación y la salud gratuitas y una serie de instituciones públicas -impositivas, previsionales, asistenciales, sociales, y muchas más- que hicieron que de esa cruda apropiación originaria poco quedara en manos exclusivas de la burguesía.

Ésta, por su parte, fue cambiando también su composición, impulsada por mecanismos económicos que democratizaron el acceso al propio capital. Las bolsas en las que se abría la participación accionaria al público controlada por normativas públicas rigurosas, los sistemas de ahorro y capitalización, las normas bancarias y financieras, etc., fueron haciendo desaparecer a los empresarios individuales fuertes. Quedaron los ricos, pero sus empresas dejaron de ser su coto de caza para tener que responder a controles fiscales, previsionales, normas laborales, reglamentaciones antimonopólicas, leyes de transparencia y competencia, incompatibilidades varias en sus relaciones con el poder, etc., que diluyeron fuertemente su poder y su incidencia.

El motor indudable del progreso, la revolución científica y técnica con su vanguardia, la revolución de las comunicaciones, dio origen a otro fenómeno propio de fines del siglo XX y comienzos del XXI: la globalización. En el campo productivo, el mercado global -espacio de “realización de la ganancia” de las empresas de hoy- y el encadenamiento productivo produjo la superación de la pobreza extrema para cientos de millones de personas y la reducción de la pobreza rural a un nivel nunca visto en la historia humana. Fue logrado por empresas y gobiernos que articularon en forma virtuosa normas de todo tipo, incluyendo la construcción de un mercado global crecientemente regulado, un “sistema” económico y político superador del “modelo siglo XX”, al punto de lograr las “metas del milenio” un lustro antes de lo previsto.

Pero también surgió otro fenómeno, menos positivo: el crecimiento de la “riqueza simbólica”. Lugar de refugio de ganancias obtenidas en zonas “grises” aprovechando deficiencias normativas, de riquezas surgidas de la corrupción estatal y para-estatal en muchos países especialmente de poco desarrollo -en Argentina podemos dar fe de muchos casos-, y de ingresos directamente originados en actividades delictivas. Esta “riqueza simbólica” busca escapar de las decisiones públicas, que, sin embargo, no renuncian a su papel. 

El mundo, hoy, está atravesado por una maraña de reglamentaciones que desmienten -al límite del ridículo- la continuación del comodín dialéctico descalificante del "neoliberalismo", utilizado usualmente para esconder la ausencia de argumentos.

Las decisiones del G-20 referidas a la riqueza "simbólica", luego de la crisis del 2008, alinearon a regímenes políticos de diferente origen “ideológico” en la misma dirección: controlarla, acotarla, convertirla en lo posible en riqueza real mediante políticas públicas y limitar fuertemente su libertad de circulación y acumulación. 

Todo ésto lo hizo la “política de centro”. No la de “ellos” contra “nosotros”.

Entonces, mi punto: donde existió una política interesada en administrar la marcha económica, la evolución de la sociedad fue positiva. Europa, Estados Unidos, las propias China y Rusia, aplicaron medidas “desde el centro” hacia los distintos campos de la realidad. No fueron motivadas por luchas de clases ni de “opresores” contra “oprimidos”.

Más bien donde han invocado luchas claras de “unos” contra “otros” (con el agregado no menos importante, que los “opresores” no son precisamente los “ricos” históricos sino nuevas oligarquías creadas en complicidades al borde de lo legal, ni los “oprimidos” son solamente los “pobres”) es en las sociedades que se acercan a la mirada de Mouffe: Venezuela, Nicaragua, Corea del Norte, Turquía, Irán, espacios donde el “ellos” contra “nosotros” son el motor de la acción política. 

Y qué decir la recién llegada Argentina, que desde que retomó la senda populista ha visto derrumbarse todos sus índices, tanto de “ellos” como de “nosotros”: más desocupación, más mortalidad, más pobreza, más desamparo asistencial, más represión. Más quiebras de empresas, más desmantelamiento productivo, más paralización de la inversión, menores jubilaciones, menores salarios. La expansión de la limosna social vía “planes”, incluso, aún con su dimensión colosal, sigue siendo inferior a la realizada por la “democracia de centro” del macrismo, que no acertó a encontrar la forma de incluir a ese enorme contingente de personas sin capacitación en la economía formal, a pesar de sus esfuerzos. Pero que terminó continuando -a pesar de su “democracia de centro”- la asignación de recursos de una forma históricamente memorable -el mayor gasto social en la historia argentina- y no muy diferente a la que hubiera realizado el populismo -y de hecho lo está haciendo-.

Por supuesto que hay que modernizar la democracia. No puede sostenerse la gobernabilidad de sociedades crecientemente complejas con democracias rudimentarias. Si un acuerdo existe entre los teóricos de la democracia es que es un sistema inacabado y en permanente evolución, que debe adaptarse a las realidades cambiantes y aunque está en mora en hacerlo, son innegables sus esfuerzos en todos los planos.

Pero esto no puede lograrse destrozando la democracia mediante la negación de su base filosófica fundamental: su edificación sobre la base del respeto a las personas, consideradas en su individualidad y en su capacidad empática de convivencia, en sus derechos y en sus obligaciones. No es retornando a las sociedades autoritarias anteriores a la revolución democrática, ni recreando los liderazgos excluyentes al estilo de los imaginados por Carl Schmitt, que dividían a la sociedad al punto de tolerar e impulsar hasta el exterminio físico de quienes no sean “nosotros” y pertenezcan al odiado colectivo de los “ellos”, según la sanción señalada con el dedo autoritario del “líder carismático”.

Mucho menos se logrará el perfeccionamiento democrático imaginando que "los oprimidos" son equivalentes a "los trabajadores", del marxismo histórico. Éstos ocupaban -debates al margen sobre la "plusvalía"- un lugar central en el sistema productivo. Sin ellos, sin el trabajo obrero, no habría producción. Hoy la producción, crecientemente automatizada, ya no los cuenta como protagonistas decisivos. Ya existen fábricas sin obreros, sistemas informáticos que reemplazan a los trabajadores de "cuello blanco" y hasta camiones sin conductores. 

Los "pobres" de hoy son excluidos sociales y excluidos tecnológicos, no obreros ni trabajadores. Marx los calificaba en el prólogo del "18 Brumario" como "lumpenproletariado", en forma despectiva. Hoy no  usaría ese calificativo nadie, mucho menos en la "democracia de centro", que los trataba sustancialmente mejor que la administración populista. Sería, además, poco imaginable que las decisiones de una sociedad compleja, en lo económico, en lo social, en lo político, en lo internacional, quedaran en sus manos, o en el de sus "partidos" populistas y las condujeran al éxito y al mejoramiento. Basta con observar lo que está logrando el populismo en Argentina -y en Turquía, y en Venezuela, y en Nicaragua, entre otros- con gobiernos de sus partidos "representativos".

Se agravia Mouffe que Rosanvallon no reconoce su admisión a los principios de la democracia representativa. Sin embargo, la democracia que ella deja traslucir en sus juicios es la que incorpore sólo a los "nosotros", excluyendo claramente a los "ellos":  "Para poner en marcha una ruptura a esa escala, la estrategia del populismo de izquierda es unir las luchas democráticas y crear una voluntad colectiva, un 'nosotros' capaz de transformar las relaciones de poder e instalar un nuevo modelo social y económico a través de lo que Antonio Gramsci llamó una "guerra de posiciones". El conflicto entre este 'nosotros' - articulando diferentes demandas vinculadas a las condiciones de explotación, dominación y discriminación - y su adversario, un 'ellos' constituido por los poderes neoliberales y sus aliados, es cómo la 'lucha de clases' (como se la conoce en la tradición marxista) se expresa." dice en su nota, para finalizar afirmando "la crisis del coronavirus confirma el agotamiento del modelo neoliberal. Al recrear las fronteras políticas y reafirmar la existencia de antagonismos, señala un retorno de lo político y da una nueva dimensión al momento populista. Dependiendo de las fuerzas sociales que se apoderen de ella y de la forma en que creen una oposición "nosotros" / "ellos", esta pandemia puede desencadenar soluciones autoritarias o conducir a una radicalización de los valores democráticos. Una cosa es cierta: al contrario de lo que sostiene Rosanvallon, lejos de amenazar la democracia, hoy el populismo de izquierda es la mejor estrategia si queremos orientar las fuerzas que resisten un orden neoliberal posdemocrático en una dirección igualitaria." Escondido en palabras que suavizan la propuesta y pretenden hacerla atractiva a la izquierda democrática, su visión es evidente: una democracia de los amigos, en la que aquellos que considere enemigos ("ellos") sean desalojados de cualquier posición de poder o influencia en las decisiones públicas.

Creo que los hechos -esos molestos datos que verifican y cuantifican los análisis científicos, aún en las ciencias sociales- muestran claramente la superioridad de la democracia plural, participativa e integradora sobre el populismo autoritario, aunque se autodefina como "democrático". Pero también muestran los peligros del populismo, sea de izquierda o de derecha, al sentirse sin limitación alguna para el ejercicio del poder, que es su característica identificatoria.


Ricardo Lafferriere           



El retorno cíclico de la Argentina al populismo puede verse como una foto o como una película.
También puede analizarse en su dinámica interna o como una pieza del "puzzle" global.
Esta obra se define en ambos casos por la segunda opción.
Analiza los condicionantes sociológicos de un país en el que el populismo encuentra una base de suficiente dimensión como para transformarse periódicamente en mayoría electoral, y que ha concentrado su reflexión pública en un enfoque introvertido, cuál si el mundo no existiese o en el mundo no existiera otra realidad que la argentina.
Entrado el siglo XXI, con la portentosa revolución científico-técnica lanzada en un proceso exponencial de cambio de paradigma económico global, los límites de ambas miradas -la populista y la introvertida- quedan expuestos en todo su dramatismo.
El último regreso populista, iniciado formalmente el 10 de diciembre de 2019 pero cuyos efectos anticipados comenzaron a sentirse cuatro meses antes, ha sometido al país a una tensión que multiplica sus lastres históricos.
En apenas un año la pobreza creció en un tercio de la existente (del 32 al 44 %). La deuda pública lo hizo en 20.000 millones de dólares, las reservas externas de libre disponibilidad desaparecieron y las reservas externas totales cayeron un 25 %, la desocupación creció en un 50 % (de 10% a 15% de la PEA, cuatro millones de nuevos desocupados), quebraron o cerraron alrededor de 200.000 pequeñas empresas y comercios, el PBI cayó el 12 % -el doble que la media regional- y la pésima administración de la salud pública ubicó a la Argentina, tradicionalmente líder en la salud pública del subcontinente, en el podio mundial de muertos por habitantes.
Populismo no es sólo economía: es banalidad, normalmente escasa capacitación para la gestión, reemplazo de la profesionalidad por el clientelismo y desmantelamiento de la excelencia en la administración del Estado. El gobierno populista de Argentina la convirtió en el único país del mundo que mantuvo sus escuelas cerradas todo el año mientras abría los casinos, que sostuvo el confinamiento personal obligatorio por nueve meses mientras organizaba espectáculos masivos -algunos, macabros, como el sepelio del astro deportivo Diego Maradona- y que utilizó la paralización social de la pandemia para avanzar en la desarticulación del sistema judicial y político.
Sin embargo, dos años antes la Argentina había logrado organizar la mejor reunión internacional en la historia del G20 -lo expresó la entonces presidenta del FMI-, en cuatro años había recuperado su impulso en infraestructura, organizado un sistema de líneas aéreas "low cost" que permitió viajar por primera vez en avión a varios millones de argentinos (desmantelado de un plumazo en 2020), en pocos meses había revertido la balanza energética altamente deficitaria recibida en 2015 y se había ubicado en la vanguardia en el desarrollo de energías primarias no convencionales.
La extraña naturaleza de estos fenómenos es la curiosidad y la originalidad argentina: capaz de mostrar en poco tiempo avances enormes y, de pronto, reaccionar con un impulso tanático que la lleva a destrozar lo construido.
El autor demuestra la inexorable necesidad de la vinculación con el mundo para lograr un desarrollo dinámico e inclusivo y la imposibilidad de hacerlo, por limitaciones objetivas de recursos y mercados, con un proyecto de cerramiento.
Y analiza los efectos nocivos de un debate público tomado mayoritariamente por las ideas de encierro y autosuficiencia de moda a mediados del siglo XX adoptadas como dogmas por el "saber oficial" del país, así como limitar el análisis de los caminos posibles sin aprovechar la potencialidad de los mercados globales con inteligencia, insertarse en los espacios plurales del mundo y participar en la construcción del edificio normativo que regirá el mundo en construcción.
Obra de debate que busca aportar ideas para el esclarecimiento del gran dilema argentino: ¿Qué "nos" pasó?




jueves, 1 de abril de 2021

Todo es posible en economía

Lo que es imposible es escapar a las consecuencias



Diálogo imaginario -o no tanto- en la “intimidad del poder”


C.: Tenemos que retrasar el dólar para frenar la inflación. Si no, perderemos las elecciones.

G.: La única forma de atrasarlo es cerrando más el país.

C.: Qué nos importa.

G.: Con el país cerrado, es imposible crecer. No encontraremos financiamiento y deberemos endeudarnos adentro, para lo cual tendremos que subir la tasa de interés, para que la gente nos preste. O si no, tenemos que emitir. Las dos cosas traerán inflación.

C.: Contené los precios. Para qué está la Ley de Abastecimientos...

G.: Los precios dependen de los costos. Para contener el dólar tengo que subir la tasa de interés, para que la gente no presione el “blue” comprando dólares con los pesos que tenga disponibles y nos preste su plata a nosotros. Y si subo la tasa de interés, eso golpeará a la inflación.

C.: Controlá los precios que no suban...

G.: Si subo la tasa de interés y frenamos las importaciones, al dólar lo contendremos... por un tiempo. Cuando se den cuenta que no les vamos a devolver la plata, o que tendremos que defaultear los depósitos porque no tenemos plata para devolverlos, la estampida hacia el dólar Blue será histórica.

C.: Pero... prohibí el Blue. ¿Para qué tenés la ley del mercado único de cambios?

G.: Si hacemos eso, rompemos definitivamente cualquier posibilidad de arreglar con el Fondo... la libertad cambiaria es una norma internacional. Podemos hacer como que la respetamos prohibiendo o demorando importaciones, poniendo impuestos como hemos hecho con el 30 y el 35 por ciento, pero estamos "al borde". Tenemos que dejar una ventana al cambio libre, porque si no nos colocaríamos definitivamente al margen del mundo...

C.: ¿Y qué c..... nos importa? ¿Para qué m... queremos al mundo?

G.: Y... mirá: qué traemos del mundo: celulares -o componentes para los celulares-. Tecnología para todos los eslabones productivos -servicios, agropecuarios, industriales, infraestructura-. Las maquinarias petroleras, los generadores eólicos -o sus componentes estratégicos-. Las placas solares para los parques energéticos renovables. Los combustibles y lubricantes que no tenemos acá, la mayoría de los medicamentos o las drogas para fabricarlos, el equipamiento médico, los productos de óptica, las lentillas descartables, la tecnología para los automóviles (que abarca el 70 % de los componentes), los motores de todo tipo, los alquileres de los aviones de Aerolíneas y todas las líneas aéreas, la informática de punta -y sus componentes-, la tecnología de las comunicaciones, (4 G, 5 G, etc. etc.), el equipamiento para los canales de televisión, y sigue la lista...

C.: Son todas cosas que compran los ricos... que se jodan. Nosotros protegemos a los pobres, que son los que nos votan y no les interesan esas cosas.

G.: Ojo, que los pobres viven de la actividad económica que mueven todos. Si los “ricos” no gastan ni invierten, los “pobres” dependerán cada vez más de los subsidios públicos, lo que nos golpea en el presupuesto. Pero además: ¿no más celulares? ¿no más remedios ni equipamiento hospitalario? ¿no más lentes y lentillas? ¿no más extracción petrolera y gasífera? ¿no más generadores eólicos y solares? Ojo, que los pobres también hablan por teléfono, acceden a internet, se atienden en los hospitales, necesitan remedios, usan anteojos...y no quieren quedarse sin luz, sin agua, o sin celulares.

C.: Te ahogás en un vaso de agua. Para qué tenemos la fábrica de plata. Le damos a la maquinita...

Eso nos cubre cualquier déficit.

G.: Pero, C. … El problema no será imprimir pesos que no valen nada. El problema será que no habrá nada que comprar con esos pesos.

C.: Los pobres no compran todas esas cosas y los alimentos nos sobran.

G.: Tampoco es tan así. Los alimentos baratos para los pobres se financian -como todo lo que hacemos- con los excedentes del campo, para lo cual necesitamos dos cosas: que los del campo produzcan, y que puedan exportar. Si no producen porque los desalentamos con más impuestos, no habrá producción para exportar. Y si nos aislamos del mundo tampoco será tan fácil exportar lo que tengamos en producción.

C.: Bueno, que no exporten. Se los tendrán que vender barato a nuestra gente. Porque si no, se lo tendrán que comer ellos.

G.: Pueden decidir no sembrar...

C.: Jajajaja ¿Y de qué van a vivir? El que no produce, no come.

G.: Jajajaja... está bien eso. Que no te escuchen en la Matanza.... Perdón, es una broma...

C.: No le hacen gracia a nadie tus bromas. Pelotudo.

G.: ….

C.: Además, tenemos industriales, ¿no? Esos deberían estar con nosotros, le damos en bandeja todo el mercado interno sin competencia...hacemos que nos olvidamos de sus traiciones...

G.: Sin importaciones y sin tecnología, lo que produzcan será a precio de oro. El mercado interno, además, está cada vez más raquítico... no les alcanza para una escala competitiva. Y si rompemos con el mundo, tampoco podrán exportar. Más bien creo que se van a rajar, van a vender sus fábricas o directamente a cerrarlas. Salvo que los atemos con obra pública administrada. Pero después de la causa Cuadernos, no los veo muy dispuestos...

C.: ¿Y le dijiste a los ignorantes del Fondo que no podemos pagar porque no tenemos plata?

G.: Si les digo eso, no nos refinancian más.

C.:¿y para qué corno los queremos?

G:. C, nos prestan al 4 %... En cualquier otro lado nos piden el 18 %... Yo también lo uso como bandera, pero no nos creamos nosotros mismos nuestro invento. Si el Fondo no nos refinancia, estaríamos en default.

C.: Ya estuvimos en default, y no se murió nadie. Y a ver si tomas conciencia que vos estás ahí porque yo gano elecciones. Y en las elecciones, el Fondo no vota...

G.: bueno... tendremos otro año más sin crecer. Este año podremos dibujar los números por el arrastre estadístico y la paralización de la pandemia como comparación, pero no nos engañemos: será con la pobreza aumentando tanto como la deuda defaulteada, que después nos cuesta más cara. Además, una cosa son los números que mostramos y otra la realidad que vive la gente. El default no nos conviene porque después nos sale mucho más caro.

C.: Vos no te preocupés por el “después”. Lo mandamos al enano que renegocie y arreglamos. Ahora eso no importa.

G.: C, llevamos sin crecer tres décadas... tenemos el mismo producto por habitante que en la década del 60...

C.: ¿Y vos querés que los héroes seamos nosotros?

G.: No, entendeme lo que te quiero decir: el país se irá llenando cada vez de más pobres y pareceremos una gran toldería. Vamos a ver exilados argentinos no sólo en España, Uruguay y EEUU sino hasta en Bolivia y Paraguay.

C.: Que se vayan, para qué los queremos.Son de clase media, lo único que traen son problemas. Nos quedamos con los leales, los que no se van, los que nos dan el triunfo nacional con la 3a Sección...

G.: Pero, ojo, tengamos cuidado. Ahora esos también están reclamando...

C.: ¿Qué quieren? ¿que vuelva el inútil? ¿No saben que estamos así porque nos metió en el Fondo y que es culpa de él lo que nos pasa?

G.: Si, hizo crecer la deuda en 20.000 millones en cuatro años.... Pero nosotros en este año hemos tenido que sumar una suma mayor, cerca de 25.000 millones... y ahora en total ya debemos 331.000 millones... (de paso, la mayor parte la hicimos nosotros) pero eso a ellos no les importa: quieren comer y cada vez se nos hace más difícil darle planes y subsidios.

C.: Pués si eso quieren, se les dá. Les sacaremos más a la ANSES, aumentaremos los impuestos del campo, defaultearemos la deuda en pesos -no pueden ser que esos h d p sean los únicos que no sufran la situación y sean privilegiados, si defaulteamos a los externos, que ellos también aporten lo suyo-... pero no podemos aflojar ahora. No sé por qué te complicás tanto. Es sencillo: más impuestos a los que tienen -son todos contra-, subsidios para los nuestros y maquinita para el Estado.

G.: Por contener la inflación podremos estar llevando el país a la hiper...

C.: A mí lo que me parece es que vos te estás ablandando y en esta nueva etapa necesitamos gente dura y firme... por eso nos va como nos va...

Fin

Ricardo Lafferriere              








martes, 9 de marzo de 2021

"Judicializar la política"

 




Es ya una moda cuestionar la “judicialización de la política”, en ocasiones acompañada de un similar cuestionamiento a la “politización de la justicia”.

Frase efectista, que en sí es sólo un oxímoron.

Política y justicia son dos órdenes de la vida social -como la económica, la religiosa, la artística, la cultural-, cada una con sus reglas edificadas tras siglos de elaboración, ensayo y error y consolidación de formas cada vez más sofisticadas que marcan, justamente, la diferencia entre las sociedades primitivas y las sociedades avanzadas.

La vida social, por supuesto, es una sola. La división en “campos” tiene un significado epistemológico -producto de una categorización que ha permitido separar cuidadosamente las reglas de cada uno y hacer posible la convivencia en las sociedades modernas-. Se conjugan regulando la totalidad de esa vida social, cierto que a veces con límites difusos pero, en general, con áreas de acción bastante delimitadas.

La política es el conjunto de reglas expresas y tácitas que norma el acceso y ejercicio del poder. Todo un edificio normativo regula sus relaciones, desde la Constitución -norma básica del ordenamiento jurídico a partir de la soberanía del pueblo- hasta las más puntuales leyes, decretos y reglamentos, a los que no son ajenos tradiciones y prácticas culturales.

También abarca la dinámica concreta de la puja por el poder, sofisticada y cambiante al compás de los cambios sociales en la comunicación, la cultura y los valores de cada sociedad y cada tiempo.

La justicia es más precisa. Tiene un papel ordenador -civil, comercial, laboral, internacional, administrativa, electoral, tributaria, etc.- y un papel sancionatorio, que, a diferencia de todos los anteriores, define con precisión cuáles son las acciones que la sociedad califica como “delitos” y la sanción que les cabe a quienes los cometen.

El primer papel -se suele decir, para una comprensión más directa- es como un “océano”: inunda toda la realidad. No hay conducta que no tenga su encuadramiento, sus “cauces”, sobre el principio básico de la libertad personal, las formas de ejercerla y sus limitaciones.

El segundo, el penal, es más preciso. Define “islotes” en ese océano social, los que con toda claridad veda las actitudes insoportables para la convivencia en paz.

Los delitos pueden afectar diferentes “valores” jurídicos: la vida, la propiedad, la libertad personal, el orden democrático, la confianza en la fe pública, el orden constitucional, etc. La sanción penal, en nuestro ordenamiento legal y en la mayoría de los existentes, erradicada ya la pena de muerte en casi todo el mundo, se efectúa a través de la privación de la libertad y las multas. Modernas legislaciones han ampliado las sanciones posibles en determinados delitos a decisiones abiertas de los jueces -como ayudas comunitarias, asistencia a clases de educación, etc-.

Quien comete una acción definida como delito debe ser sancionado. Sea presidente, gobernador o legislador. Sea economista, religioso o deportista. El delito pasa por encima de las diferentes actividades. La sanción es una limitación grave al principio de libertad, por lo que la Constitución establece cuidadosamente que sólo puede ser definida por la ley, no puede ser objeto de Decretos de necesidad y Urgencia, y escapa a las facultades del Poder Ejecutivo, que jamás puede asumir funciones judiciales ni dictar penas (art. 109, CN): esa función es atribuida a los jueces con exclusividad, y la función judicial es separada también cuidadosamente de la política, al punto que ni son electos, ni sus cargos pueden ser revocados salvo casos previstos por la ley, por un procedimiento especial cuya última palabra es del Congreso. Su eventual remoción no implica revocar sus sentencias, ni puede cesárselo por el contenido de éstas.

La “judicialización de la política” o el curioso invento del “lawfare” no pasan de ser rudimentarias argucias exculpatorias. Sería absurdo pretender que quien ocupa el poder pueda robar, matar o defraudar o incluso atentar contra el estado de derecho -es decir, cometer delitos- y no se le pueda juzgar por ser funcionario o invocar que constituyen "medidas de gobierno, y por lo tanto no justiciables". Justamente, quien está en una posición de poder es quien más debe ser observado ante el desequilibrio que otorga el poder para realizar acciones al borde de la legalidad, “protegido” en alguna manera por su prestigio, su fama o los ornamentos institucionales del poder. Quien comete un delito, debe ser sancionado.

En las sociedades actuales, la vieja inmunidad del poder que consagraba la indemnidad a soberanos o determinados estratos sociales ha desaparecido o ha quedado reducida a un papel simbólico, cada vez más limitado. Y en nuestro caso, ese principio se estampó en la Constitución Nacional: “La Nación Argentina no admite prerrogativa de sangre ni de nacimiento: no hay en ella fueros personales ni títulos de nobleza. Todos sus habitantes son iguales ante la ley…” (art. 16, CN)

De ahí la importancia de la escrupulosa separación de jueces y política. El papel de los magistrados está pensado justamente para evitar su contaminación por las pasiones que desata la vida política. Y es obligación de los políticos -como de todos- respetarlos con la misma escrupulosidad, aún más que cualquier otro ciudadano, porque son la última garantía de la vigencia de la libertad, del orden jurídico y de la paz social.

                                                                                                              Ricardo Lafferriere




lunes, 8 de febrero de 2021

COVID 19 - Interrogantes de un hombre común

 Hace unos años asumimos con mi esposa el desafío de comprar un pequeño lote de terreno en Tigre, uno de cuyos lados lindaba con un “arroyo” -curso insignificante de agua al que el término le resultaba más que pretencioso-. Pensábamos construir una cabaña isleña donde aislarnos a leer y tomar mayor contacto con la naturaleza que el que ofrecía la ciudad.

De las características del lote un hecho me llamaba la atención: bordeando ese arroyo casi seco, con un cauce de alrededor de tres metros de hondura, había un albardón que no debía tener más de 30 o 40 cms. de altura.

Pensé que era inútil, primero por la escasa cantidad de agua del arroyo y segundo porque si había creciente o una marea grande, lo superaría.

Un vecino de años en la zona me explicó que el albardón estaba alineado con el nivel del Rio de la Plata a una altura de 3,30 “sobre el cero de Riachuelo”, altura a la que llegaban las mareas normales a esa altura del Delta. Al principio no entendí mucho y luego -Internet mediante- comprendí lo que significaba.

Durante varios años el agua no llegó ni siquiera a desbordar el cauce, ni en las sudestadas más fuertes, al punto que llegué a suponer -ingenuo de mí- que se debía al cambio climático y que no vendrían más inundaciones como las que ilustraban las fotos de las que había sufrido Tigre antes de la construcción del Canal Aliviador.

Construimos la cabaña isleña de madera, por las dudas con soportes -también de madera- de una altura de dos metros sobre el nivel del piso. Y disfrutamos de la exhuberancia delteña, mosquitos, humedad y cortes de luz -pero sin crecientes ni mareas- durante un hermoso tiempo de felicidad.

Hasta que llegó la primera experiencia. Una mañana de sol radiante, mientras desayunaba en la terraza de la cabaña noté cómo el arroyo crecía, y crecía y crecía con rapidez. Llegaba al borde del cauce. Y lo desbordaba. Estaba ya llegando al albardón, y hasta su parte superior.

El primer desborde del albardón se produjo en un sector cercano a la casa, por una hendidura de unos 20 centímetros de ancho, que rápidamente, pala en mano taponé con tierra sintiéndome por unos segundos una especie de héroe de entrecasa: ¡había parado una inundación! Cuando estaba terminando la tarea, en el otro extremo apareció otra “filtración”, que también taponé rápidamente. Al terminar de hacerlo, tres nuevas filtraciones, en el centro del terreno, empezaban a superarme. Hasta que de pronto las filtraciones eran ya cinco, ocho, diez... y todo el albardón desbordado por la creciente, con el agua ingresando al terreno que quedaba convertido en una gigantesca pileta.

La reacción de un “ciudadano” -como yo- no podía ser otra que la impotencia. El agua subía, subía, subía. Y no podía irme a la seguridad del asfalto y de mi casa, ya que también la calle -de tierra- estaba totalmente cubierta de agua, que alcanzaba ya más de la mitad de las ruedas del auto en su lugar de estacionamiento, relativamente elevado. La impotencia se transformaba en desesperación.

Hasta que de pronto, una multitud de pequeñas embarcaciones apareció por todos lados, con chicos y jóvenes festejando. ¡Hay marea, hay marea!...

Lo que para mí era un drama, para los habitantes de la zona era una fiesta. De pronto, todo se transformó en comunitario. Los botes andaban por las calles, por los terrenos, por el arroyo...

Y comprendí que simplemente había que tener paciencia, esperar, y enfrentar la situación con tranquila resignación. Así que eso hice: instalé una cómoda reposera en la terraza de la cabaña, me puse a leer un libro que tenía en lista de espera desde hacía tiempo y a observar la diversión de los niños en las canoas. No podía hacer mucho más.

En cuatro o cinco horas, el agua empezó a bajar. Al día siguiente, salvo por algún charco perdido en algún desnivel del terreno o de la calle, todo estaba normal. Y la vida siguió.

¿Y eso? Puede preguntarse el amigo que siguió el relato hasta aquí. Y... algo tiene que ver con la pandemia.

Desde el comienzo escuchamos, tanto de la OMS como de científicos de los que dicen que saben, que el virus infectaría al 90 % de la población, inexorablemente. Que de ese 90 %, alrededor del 80 % serían asintomáticos -es decir, no notarían estar infectados y clínicamente no mostrarían ningún signo de enfermedad-. El 28 % restante era dividido en dos grandes grupos, de dimensión similar. La mitad –o sea, alrededor del 14%- tendrían síntomas leves, similares a una gripe común, y la otra mitad -14 %- se dividirían a grandes rasgos a su vez en dos: la mitad sufriría síntomas fuertes, de gran molestia, pero sin gravedad, y la otra mitad -7%- tendrían síntomas severos, que podrían llegar a provocar la hospitalización y hasta la muerte. En este último agrupamiento estarían principalmente personas de edad -con su sistema inmunitario debilitado-, personas con enfermedades preexistentes que también hubieran debilitado el sistema inmunitario, y los altamente expuestos al virus por coexistir con él durante largas horas en lugares cerrados -principalmente, personal sanitario cumpliendo su tarea-, que hubieran sufrido “alta carga viral”.

Esas previsiones se cumplieron y fueron repetidas en numerosas oportunidades por epidemiólogos. El gran desafío público, se decía, era que “la curva” de contagiados graves no saturara el sistema sanitario exigiéndole lo que no podía brindar: equipamiento de respiradores y unidades de terapia intensiva. Debía “aplanarse la curva” -se decía- para que ese porcentaje de enfermos graves pudiera tener un tratamiento adecuado en los centros de salud.

7% no es poco. En 1.000.000 de habitantes, son 70.000. En un pueblo pequeño de 10.000 habitantes, son 700. En un país de 45.000.000 de habitantes, son 3.150.000. Difícilmente haya en el planeta un país con semejante cantidad de respiradores y Unidades de Terapia Intensiva. Hay que “aplanar la curva”, para que los enfermos graves lleguen de a poco, y no todos juntos, para no “saturar” o “colapsar” el sistema sanitario.

De ahí se dedujo la estrategia del encierro. Confinar a todos, para que “la curva” se “aplane”. Nunca se dijo que el objetivo del confinamiento era detener la pandemia, conscientes que hubiera sido un objetivo tan absurdo como frenar el desborde del arroyo delteño. El virus no se puede frenar. Sólo paliar su daño, en tres líneas: demorar su expansión -con el confinamiento-, desarrollar rápidamente el reforzamiento de la infraestructura sanitaria y acelerar lo más posible las respuestas médicas para los casos en que se requirieran, elaborando protocolos serios lo más rápido que permitiera el desarrollo de la ciencia. Todo ésto, acompañado por comportamientos individuales imprescindibles: mascarillas, distancia interpersonal, higiene.

Sin embargo, de a poco el objetivo pareció ir cambiando. Se convirtió en parar la expansión de la pandemia, y para ello se paralizó el mundo. Algunos países -con más espaldas económicas- lo pudieron soportar, con una especie de gigantescas vacaciones pagas hogareñas impuestas a sus ciudadanos. Otros, destrozaron sus economías con la mirada puesta en los titulares de la “incidencia acumulada” y los “nuevos casos”, que se renovaron hasta el clímax cuando, generalizados los tests a todos, tuvieran o no síntomas, los números empezaron a relacionarse con los “infectados” y no ya con los enfermos. Infectados que, como se ha dicho, habrán de llegar a la larga o a la corta al 90 % de la población. Estén o no vacunados.

El curso de acción internacional fue curioso. La “batalla de las vacunas” se transformó en el desafío épico de la humanidad, y miles de millones de Euros, dólares, yenes y rublos se adelantaron a empresas farmacéuticas de alta capacidad de producción e investigación que -hay que reconocerlo- actuaron con rapidez. Como no. “¡Hay pandemia, hay pandemia!” parecían exclamar con la emoción de los niños jugando con las mareas en el Delta.

Se conjugaron el “bien común” interpretado por los gobiernos, con el beneficio económico atado a países que, además, tenían reservas suficientes para pagar cualquier cosa. Lejos de mí está cuestionar la limpieza de los números. Sólo poner la atención un instante en lo que significa para empresas privadas tener colocadas antes de producir -y antes incluso de contar con los productos, que debían ser investigados y elaborados- con sumas gigantescas de facturación que en tiempos normales hubieran obtenido en varios años, quizás en lustros, en un mercado cautivo. Cifras que, además, se mantienen en secreto...

Y así fue como a un costo inmenso, hubo vacunas.

Sólo que, curiosamente, casi todas -algunas expresamente, otras tácitamente, otras reticentemente- advierten que su máxima efectividad se alcanza en personas adultas -más de 18 años- que no superen los 55, 60 o 65 años. O sea, aquellos a los que el virus, estadísticamente, les ataca con menor fuerza -obviamente, con las excepciones naturales de cualquier proceso biológico-. Esos miles de millones de dólares servirán para proteger a los que -por decirlo de alguna forma- ya están protegidos (por su edad, por su salud y por su propio sistema inmunológico- que, ni aún vacunados, dejarán de ser posibles "portadores sanos". Pero no protegen a los vulnerables, a los que sí puede alcanzar el virus con mayor “virulencia”.

A diferencia del peligro de la neumonía -cuya vacunación se aconseja especialmente a mayores de 60 años, más vulnerables a esta derivación de una gripe estacional-, en el caso del COVID-19 los mayores son los menos cuidados, seguramente no porque las vacunas sean malas sino porque al no haberse completado la tercera fase de los ensayos clínicos, no se han segmentado lo suficiente los efectos adversos y el análisis de las dosis adecuadas en el afán por obtener una vacuna para los que no la necesitan, pero que se vendería masivamente de inmediato, terror sanitario de por medio.

La pregunta es obligada: ¿Se reforzó el sistema de salud? ¿Se aprovechó el tiempo para desarrollar los protocolos médicos para tratar adecuadamente a los enfermos “de verdad”? ¿Existieron esas investigaciones? ¿Con cuánto se financiaron?

Una ojeada a lo ocurrido en estos meses nos muestra que hubo diversas experiencias, algunas serias, otras menos serias y otras grotescas, que surgieron de diversos centros de investigación, de la suerte, de la inventiva individual o de la desesperación de médicos que debían enfrentar la enfermedad sin contar con la adecuada información. Fueron numerosas y podemos citar algunas:

En Israel, dos fármacos desarrollados en sendos hospitales, denominados “EXO CD 24” y “Allocetra” han mostrado resultados altamente favorables logrando revertir la enfermedad en su estadio grave (https://www.infobae.com/america/ciencia-america/2021/02/07/en-israel-probaron-con-exito-dos-farmacos-para-casos-graves-de-covid-19/)

En Argentina conocemos dos experiencias, ambas en principio exitosas para tratar casos en situación de gravedad intermedia: el Ibuprofeno hidrolizado, desarrollado por Dante Beltramo, -Investigador Principal del CONICET- para neutralizar la inflamación de los aveólos pulmonares -el ataque más letal del virus- se aplica en Córdoba y otros lugares del país con excelentes resultados ( https://www.infobae.com/salud/2020/08/07/un-tratamiento-con-ibuprofeno-inhalado-revirtio-casos-graves-de-covid-19-en-el-pais/) y el COVIFAD (popularmente conocido como “plasma equino”), que aprovecha la fortísima capacidad de producción de anticuerpos de estos animales, multiplicando por 200 el efecto del plasma humano de quienes han generado anticuerpos por el virus, reduciendo a la mitad la mortalidad de enfermos graves y en un 24 % la necesidad de cuidados intensivos (https://www.scidev.net/america-latina/news/argentina-aprueba-suero-equino-como-tratamiento-para-covid-19/). Se está aplicando en numerosos hospitales y ha sido adquirido en cantidad por la provincia de Corrientes. En ambos casos fueron investigadores o equipos médicos locales buscando con razonamientos intuitivos exitosos los que lograron la importante reducción de mortalidad.

En Canadá, se enfrentó la situación con el uso de una medicación ancestral para el reuma, la Colchicina. No necesitó protocolo especial salvo la comunicación entre los médicos, porque es una droga existente y aprobada. (https://theconversation.com/la-colchicina-un-farmaco-relativamente-toxico-publicitado-para-la-covid-19-por-una-nota-de-prensa-154231). También se utiliza la Dexametasona, al parecer convertida en un tratamiento poco menos que rutinario.

En Estados Unidos fue noticia la mezcla de fármacos no aprobados por la FDA (cóctel de anticuerpos REGN-COV2) que llevaron a la recuperación rápida del entonces presidente Trump, quien a pesar de su edad pudo enfrentar las obligaciones nada menos que de una campaña electoral.

Casos como éstos hay muchos, en todos lados. El bamlanivimab, el baricitinib, la melatonina o el lopinavir de encuentran entre ellos, junto a muchos otros. Algunos seguramente serán eficaces, otros menos y otros no. Mi punto es: ¿Por qué no se los estudia en profundidad, destinándoles un porcentaje aunque sea mínimo de los miles de millones de dólares gastados en inmunizar a los inmunizados?

¿Cuántos de estos proyectos de investigación recibieron el apoyo de los gobiernos, tan abiertos a la compra de vacunas? ¿Con qué montos? ¿Qué coordinación realizaron los gobiernos, para atender las necesidades de aquellos colectivos desatendidos por la Gran Estrategia Vacunatoria Global por ser viejos, enfermos o predispuestos? ¿Por qué no existió para ellos la coordinación que si existió para las vacunas, o incluso para los confinamientos y encierros?

Y la pregunta más importante: ¿Cuáles de estos medicamentos, los realmente importantes para salvar vidas, fueron logrados, producidos o investigados por alguno de los grandes “elefantes blancos” que fabrican las vacunas? ¿Lo fue alguno?

….

Hoy, iniciando el 2021, la pandemia se ha extendido al planeta y ha llegado a los lugares más recónditos. Hasta la selva del Amazonas se ha dado el lujo de contar con una “cepa” propia del COVID-19. La discusión de tapa de los diarios, sin embargo, es la batalla de las vacunas para los clínicamente “sanos” -porque no tienen síntomas-. Las arcas de los gobiernos están siendo vaciadas para comprar unidades de vacunas a precios insólitos -desde los 3/5 dólares por unidad de Oxford-Astra Zéneca hasta más de 30 dólares por unidad de Moderna o Sinofarm-. Y la OMS fogonea la vacunación total de los 7.500.000.000 de habitantes del planeta “para evitar la desigualdad”, garantizando con ésto un mercado cautivo virtualmente infinito, para cuidar a la inmensa mayoría que no se enfermará, sin reclamar con igual fuerza la investigación del tratamiento o los tratamientos adecuados para los -muchos menos- que muy posiblemente sí lo hagan.

La respuesta surge sola. Unos son muchos, muchos. Otros son, en relación, muy pocos. Para unos, alcanza con un fármaco elaborado “con brocha gorda”, todos iguales -porque son saludables y tienen defensas propias-. Para los otros, hay que investigar más en detalle, en dosis, en situaciones particulares. Para unos, el mercado es inmenso, rápido y cautivo. Para los otros, lento, disperso y trabajoso.

Los que se enfermen... que se arreglen con las investigaciones artesanales de los sacrificados médicos de batalla, que deberán encontrar ellos sus propias respuestas. No tendrán, seguramente, nombres “importantes”. Y hasta es probable que ni siquiera se les permita procedimientos acelerados de aprobación como los que graciosamente se le otorgaron a los grandes laboratorios, eximiéndolos de pasos importantes -lógico, por la urgencia- para garantizar buenos fármacos.

Lógico, para ellos, que además son eximidos por leyes especiales -en todo el mundo- de cualquier consecuencia de mala praxis. Eximición que no existe para el médico que debe enfrentar el drama de su paciente lejos de cualquier apoyo oficial, arriesgándose sí a los reclamos de “mala praxis” por el eventual mal final de alguno de sus pacientes.

Quien ésto escribe no es “antivacuna” sino decididamente “pro-vacunas”. La antivariólica logró erradicar una enfermedad atroz que acompañó a la humanidad desde tiempos prehistóricos. La antipolio es una vacuna excelente que, donde se administró con eficacia, erradicó la poliomielitis. Numerosas enfermedades están siendo cercadas y reducidas en su letalidad por vacunas diversas, algunas de imprescindible uso preventivo, como las anti-neumonía, o la antitetánica. Sólo que ninguna de ellas recibió la masiva e indiscriminada laxitud en su rigor técnico, ni mucho menos los favores económicos gigantescos, que las anti Covid-19.

Los Estados, mientras, siguen con el confinamiento como medida central. Enamorados de los encierros y cubriendo sus falencias, para no ser condenados por la “opinión publicada”, generadora de terror en la opinión pública y grandes ganancias en las grandes firmas farmacéuticas. Y aprovechando para llevar adelante un gigantesco experimento de disciplinamiento social -en las democracias- y de abiertas conductas totalitarias -en los populismos autoritarios- que desmerece y hasta ridiculiza los derechos humanos y el daña estado de derecho, resultado de cientos de años de civilización política. “En pandemia no hay derechos”, hemos tenido que escuchar de dirigentes coyunturalmente importantes de un país sedicentemente democrático, que ha llegado a tolerar campos de concentración y encierros forzados.

He titulado esta nota de manera neutra, porque lejos de mí aceptar ser “emblocado” en las trincheras que se cruzan epítetos. Fui formado con la ética del pensamiento crítico y del respeto a la razón, la ciencia y la moral. Y para lograr todo ello, en la exigencia del abierto y fresco debate democrático. Sólo busco eso. Y en todo el debate sobre el COVID 19, no lo encuentro.

Ricardo Lafferriere                    



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domingo, 17 de enero de 2021

Patriotas cosmopolitas


América First”, “América para los americanos”, “Nac & Pop”...

o

Sea la América para la humanidad”... “los hombres sagrados para los hombres”

y “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”


Dos siglos discutiendo el destino americano. El de ellos y el nuestro.

Tal vez sea uno de los pocos hitos que unificaron nuestra visión nacional de futuro: el país cosmopolita, el país abierto al mundo, la Argentina para la humanidad.

Lo increíble no es la persistencia del debate, sino la temprana de visión de nuestros padres fundadores. En 1823, el presidente Monroe de EEUU estableció su doctrina de “América para los Americanos”. En el mismo momento, San Martín marcaba otro rumbo al proclamar en Lima que “nuestra causa es la causa del género humano” y definir en una frase la vocación cosmopolita de esa sureña revolución emancipadora que comenzara en la Plaza Mayor del Virreynato del Río de la Plata, en mayo de 1810.

No puedo saber si existe relación entre ambos pronunciamientos. Es probable que la coyuntura internacional ya estuviera tiñendo la mirada de los hombres que tenían responsabilidades y estaban al tanto de lo que ocurría en el escenario atlántico, en el cual jugaban sus piezas. Apasionante desafío para historiadores. Sea como fuera, prefiguraban ya un debate que atravesaría -y atraviesa, en pleno siglo XXI- las visiones políticas en todo el mundo occidental.

Por un lado, exaltando la pretendida superioridad de la propia “patria” por sobre las demás. La “América First” de Trump no es muy diferente de las raíces de la “nación católica” en nuestros pagos, que intelectualiza críticamente Loris Zanetta, y que se expresara tantas veces en nuestra historia desembocando en el nacionalismo cerril y en el populismo sectario que desprecia hasta la negación a cualquiera que no siga sus arcaicas consignas. Para estas miradas, la “patria” -”su” patria- es superior y trasciende a las personas, responde al ser supremo, al “caudillo”, al “jefe” o la “jefa”, que “concede” derechos y en ella deben tributar los míseros mortales del montón. Desde la “Santa Federación” y el hermético país rosista hasta los criollo-fascistas de Tacuara, triples A, “orgas” diversas, Cámporas y similares. Cerrada, intolerante, y si es necesario, hasta criminal. Violenta, sin ley.

Por el otro, la propia patria igual a la de los demás, de la igualdad esencial de todos los hombres y mujeres del mundo, la “unidad esencial del género humano”. Éstos son superiores en importancia a cualquier abstracción colectiva, sea una nación, un partido, un sindicato, una ideología o una religión. Son iguales ante la ley, sin “sumisiones ni supremacías” y su dignidad y sus derechos son sagrados y deben ser respetados, vivan donde vivan. Y entre nosotros se los garantizaríamos a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. “Los hombres son sagrados para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de Yrigoyen. Reina la ley y el estado de derecho.

Para esta mirada, la patria es una aventura de hombres libres e iguales que suman sus esfuerzos solidarios al igual que otros hombres, también libres e iguales, lo hacen con las suyas. No ve a los demás como “enemigos” sino como constructores de caminos confluyentes hacia una humanidad sin divisiones, aportando todos la riqueza de su variedad que comparten con esperanza para alcanzar una sociedad plural, libre y tolerante.

No es la “América First”, ni la “nación católica”, ni el nacionalismo cerril ni mucho menos la rudimentaria cruzada populista. Es “la causa del género humano”, que proclamara San Martín al liberar el Perú, la que estampa la Constitución en su preámbulo y establece la igualdad de derechos entre nacionales y extranjeros, curiosidad que muy pocos países -si alguno- tenían incorporados a sus leyes en tiempos de nuestra Constitución.

En el Congreso Panamericano de 1889, en Washington, cuando se insistió en la doctrina Monroe, le tocó a la delegación argentina encabezada por Roque Sáenz Peña pronunciar el mandato que retomaba la visión sanmartiniana: “Sea la América para la humanidad”. Y sin renunciar a la vocación de futuro de todo el continente, se negó a imaginarlo como una fortaleza excluyente recelando de los demás, sino abriendo sus puertas a la solidaridad universal. El mandato fundacional atravesaría alineamientos y conflictos intestinos: lo asumirían tanto partidos “populares” como los hombres del “régimen”. En este tema no había en la mirada de Leandro N. Alem o Juan B. Justo diferencia de utopía con la de sus duros rivales de entrecasa.

Cierto es que el debate nunca terminó de cerrarse, con sus condimentos tal vez antropológicos.

La segunda gran guerra fue una orgía de sangre desatada por estos supremacistas. Nazis, fascistas, imperialistas japoneses, racistas “puros” en los balcanes, antisemitas en toda Europa, llevaron al mundo a la mayor masacre criminal de su historia con 60 millones de muertos. Y que continuaron los supremacistas “de clase” o “ideológicos”, que hoy conforman ese espacio populista global escondido en la vieja geografía ideológica del siglo XX, en derechas y en izquierdas.

El debate existe hoy mismo en EEUU, entre la fuerza dura de los nacionalistas “trumpistas”, homogénea, blanca y protestante con las miradas plurales de la confederación de minorías que está enfrente. Es el país tradicional, que existe y teme el cambio inexorable al punto de sentir que cualquier evolución conduce a la democracia y a su país a un peligro extremo. Pero en el siglo XXI frente a la dureza conceptual conservadora, para la que hasta la democracia se ha vuelto una molestia, se levanta un colorido de reclamos más cercanos a la base de la propia democracia, el hombre común.

Al avanzar el siglo XXI esos hombres comunes se apasionan por reclamos de infinito colorido. Los unos, sienten las diferencias de género como trabas a su dignidad. Otros, reclaman con firmeza su derecho a un ambiente sano y a la protección de la casa común, nuestro planeta. Otros, piden no ser disciminados por su origen étnico o nacional, recordando que cada ser humano, nazca donde nazca, es un ser sagrado, “único e irrepetible”. Otros recuerdan al “poder” que es una excepción a la libertad natural de las personas, que no le otorga preeminencias o supremacías -como señeramente lo reclamara entre nosotros el decreto morenista de “supresión de honores”, en un tiempo global de revoluciones pero también de reyes y aristócratas-. Y muchos, muchos más. Es lo inquietante, pero a la vez emocionante de una humanidad cada vez más libre, luchando contra los bolsones autoritarios expresos o implícitos que aún existen en todo el planeta. Frente al resurgimiento de los mandones vemos la explosión de los que gritan que se acabó el tiempo de los mandones.

Esos reclamos asustan a muchos, porque también muchos de quienes lo expresan carecen de la experiencia democrática y del ejercicio de sus sabios mecanismos de tratamiento y resolución de conflictos. Son -por así llamarlos- recién llegados al debate público. Frente a esa aparente anarquía -Yrigoyen dijo alguna vez: “todo taller de forja parece un mundo que se derrumba”- la respuesta no puede ser la represión salvaje sino la docencia democrática, y en todo caso la firmeza para defender los mecanismos democráticos que nos costó -a los argentinos y a todos los países democráticos- tantos años, décadas y siglos conseguir y mantener.

Firmeza para respaldar y sostener la democracia, por un lado. Pero por el otro, puertas abiertas y estímulos participativos sin frenos burocráticos ni estructuras mañosas por el otro. Resistir los reclamos violentos significa repudiar la violencia pero requiere abrir a los reclamos canales responsables sin trampas ni recodos en los partidos, en los parlamentos, en los gobiernos. De lo contrario sólo sería otra forma autoritaria, escasamente democrática.

Hoy el desafío principal no parece ser de contenidos, sino de formas. Reconstruir herramientas que nos permitan resolver los conflictos de contenido -todos los conflictos- sin perder los valores más importantes, la libertad, la vida, la convivencia, la solidaridad.

No es sencillo predicar la importancia de la lucha democrática cuando cada uno -cada sector, cada persona- tiende a reaccionar por el tema puntual que lo daña, en muchos casos sin respetar las formas.

Las formas son esenciales a la democracia. La contracara de las formas es la violencia o la fuerza. El respeto a las formas se reduce también, en última instancia, al respeto al pensamiento diferente. Esto es válido en la lucha más grande, la que enfrenta proyectos, pero también en la construcción de las herramientas, las necesarias para canalizar con eficacia el debate público y la propia construcción de los agrupamientos políticos o electorales. Organización, acuerdos, programas compartidos.

 Sin democracia eficaz no hay posibilidad de lograr una convivencia estable, ni en el país ni en el mundo ya que no sólo no contaremos con esas herramientas indispensables sino que abriremos espacio a quienes desde siempre cuelan las simples -y falsas y rudimentarias- consignas supremacistas del “America First” y de sus sucedáneos diversos “Nac & Pop” en diversos lugares del mundo.

Frente a ellos, la alianza plural global de la democracia debe incluir a todos, sean también de izquierdas o derechas. Así fue la forma de detener al nazismo, que también tenía su “ala izquierda” -empezando por su propio nombre-. Después, podremos seguir discutiendo matices y filigranas. Hacerlo antes, puede llevar la batalla hasta el infinito o hasta nuestra propia extinción.


Ricardo Lafferriere                             

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ARGENTINA MUNDIAL

PUBLICADO EN EL CENTENARIO DE LA INDEPENDENCIA