martes, 10 de agosto de 2010

Los ceros de la moneda

Los ceros de la moneda

Desde que nuestro país tiene moneda de circulación oficial, el peso ha perdido trece ceros, y ha cambiado de nombre cinco veces (moneda nacional, peso ley 18188, peso argentino, Austral y peso).

Hay otros países que han tomado decisiones parecidas. Francia le sacó dos ceros al Franco, antes del ingreso al Euro. Brasil hizo lo propio con su cruceiro. Otros, mantuvieron su signo y su denominación, referenciándose material o idealmente con el oro: la libra esterlina, el dólar norteamericano, el dólar australiano, el dólar canadiense. Ninguno, sin embargo, ha sufrido la desvalorización sistemática y persistente a largo plazo que ha deteriorado a la moneda argentina de curso legal.

Cuando leemos sobre nuestra historia, pocos quedamos satisfechos de esta situación, inédita en el mundo. Sentimos algo de vergüenza, pero a pesar de que las causas son conocidas y están estudiadas, la mayoría prefiere mirar para otro lado o simular distracción cuando se toman las medidas que producen este deterioro, cuyos efectos no son gratis: el principal es que la moneda no es usada para ahorrar e invertir, sino que la riqueza generada en condiciones de ahorrarse se transfiere inmediatamente a alguna divisa o valor (sea dólares, euros, oro, o títulos en moneda extranjera) para ponerla a resguardo de la arbitrariedad pública, restándola a la capacidad de inversión del país. En este momento, hay entre Ciento cincuenta mil y doscientos mil millones de dólares producidos por la economía nacional que han salido del circuito.

La expresión más conocida para referirse a este fenómeno se denomina “inflación”, la que es identificada, sin mucha precisión, como “aumento generalizado de precios”.
Como lo hemos dicho en esta columna, más que un aumento de precios la inflación significa “pérdida de valor de la moneda”. Y si tenemos en cuenta que la moneda es una unidad de cuenta entre otras cosas para el salario, las jubilaciones y pensiones, los retiros, su verdadera naturaleza queda patentizada en el empobrecimiento colectivo y cotidiano de los compatriotas de ingresos fijos.

Para disimular que los salarios son víctimas de un impuesto, el “impuesto inflacionario”, no decidido ni discutido por el Congreso, se prefiere esconderlo tras el aumento de precios, que no produce las mismas protestas directas y siempre puede achacarse a los comerciantes.

Una unidad de moneda nacional –el peso- que hasta el 2002 alcanzaba para comprar un dólar de ese momento, sólo alcanza hoy para comprar veinticinco centavos de un dólar devaluado. Si quisiéramos comprar un Euro, no podríamos hacerlo con noventa centavos de peso –como en aquellos tiempos- sino que necesitaríamos más de cinco pesos. O sea que con un peso no podríamos comprar más de Un Euro, como entonces, sino apenas veinte centésimos de Euro.

Si la cuenta se hiciera con un paquete de precios internos en lugar de con monedas extranjeras, la cuenta sería más cercana al Euro que al dólar. Con un peso de hoy, alcanzaríamos a comprar menos de la quinta parte de cosas que las que se podía comprar hace diez años. Y el proceso de deterioro se está acelerando rápidamente a partir de los últimos dos años.

Con las perspectivas de inflación –o sea, de deterioro de valor del peso- en la que coinciden los economistas privados, en un momento entre mediados del 2012 y mediados del 2013, el valor del dólar llegará a los diez pesos. O sea, el peso argentino valdrá la décima parte de lo que valía en el 2001, equivaldría a lo que en ese tiempo valía una moneda de diez centavos. Los años "K" le habrán agregado otro cero, en la mejor demostración de haber regresado a las andanzas que comenzaron cuando comenzó el estancamiento y la decadencia, por 1930. Ya no serán trece ceros, sino catorce.

Es posible que en ese momento, volvamos a acordarnos de la inflación como problema, y el gobierno de turno decida “sacarle un cero a la moneda”, para tener la sensación de que volvimos a ser un país “fuerte y serio”. El peso –o la denominación que lo reemplace- volvería a “valer un dólar”.

El “ego nacional” podría recuperarse, disimulando que, simplemente, habríamos agregado una nueva careta para esconder la realidad y la incapacidad general para enfrentarla. Con un país más atrasado y la gente más pobre. Aunque con unos pocos, más ricos. Sustancialmente más ricos.

Ricardo Lafferriere

martes, 3 de agosto de 2010

Las retenciones y la justicia social

Trece millones de argentinos viven en los cuatro mil kilómetros cuadrados del área metropolitana. Son el 40 % del país, viviendo en el 0,14 % del territorio nacional. Veintiocho millones de argentinos viven en los dos millones ochocientos mil kilómetros cuadrados restantes, el 99,85 % del territorio.


Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.

Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.

La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.

Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.

Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.

Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.

Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.

Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.

Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.

Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.

Degradante

Cristina en China

Otro viaje al exterior. Esta vez, a China.
Es dificil no adherir al propósito de aprovechar las ventajas que pueden obtenerse de una buena relación comercial con un país convertido, junto a Estados Unidos, en la locomotora del mundo.
En todo caso, lo dificil es hacerlo sin humillarse y sin humillar a los compatriotas que representa.
Como en oportunidad de su viaje a Cuba, ni una palabra salió de sus labios sobre la violación serial de derechos humanos en el país que visita. Hace unos meses, reclamábamos en este mismo sitio por la masacre realizada en Sin-Kiang (o Xinjiang), pidiendo que la Argentina levantara su voz en defensa del asesinato de seres indefensos. Hoy, sentimos con vergüenza la sucesión de disparates pronunciados oficialmente por la presidenta de la Nación frente a sus anfitriones, tales como que el peronismo y el maoismo son partidos similares, o que China es un país que siempre nos apoya (justamente en el medio de un diferendo comercial de más de dos mil millones de dólares al año).
“Acá sí que saben cómo tratar a la economía”, afirmó, con desparpajo, la presidenta argentina. Lo decía en un país que no tiene leyes laborales, que carece de normativa sobre la jornada de trabajo, ni salario mínimo vital y movil, sin paritarias ni discusión salarial, sin vacaciones ni descanso semanal –se trabaja siete días a la semana, corridos-, donde el sindicalismo libre es inexistente y cualquier reclamo salarial se reprime a sangre y fuego.
El viaje de Cristina Kirchner a China hubiera sido el mejor motivo para lo inverso: el viaje del presidente chino a la Argentina. Argentina les ha comprado trenes y material ferroviario sin licitación por 7.500 millones de dólares, le ha asegurado apoyo a la calificación de “economía de mercado” que pretende China –olvidando entre otras cosas su trabajo esclavo y la prohibición de la actividad sindical- y no ha logrado absolutamente nada en la reanudación de compras de aceite de soja, interrumpida desde hace meses por decisión de las autoridades del país asiático.
Eso no es todo. El reciente informe de Amnistía Internacional destaca que las autoridades chinas continuaron endureciendo las restricciones a la libertad de expresión, reunión y asociación; que defensores y defensoras de los derechos humanos fueron detenidos, procesados, recluidos bajo arresto domiciliario y sometidos a desaparición forzada; que el control sobre Internet y los medios de comunicación continuó siendo práctica generalizada; que las campañas de ‘mano dura’ dieron lugar a detenciones masivas en la Región Autónoma Uigur del Sin-kiang; que en las regiones habitadas por población tibetana se impidió el acceso de observadores de derechos humanos independientes; que las autoridades continuaron ejerciendo un férreo control sobre las prácticas religiosas; y que continuó la dura y sistemática campaña contra los seguidores de Falun Gong iniciada 10 años atrás.
La Argentina podría mirar para otro lado cuando se violan derechos humanos elementales en otro país. De hecho, Cristina Kirchner lo está haciendo, volviendo sobre sus pasos cuando destrató al presidente Obiang, de Guinea Ecuatorial, luego de invitarlo a visitar el país. Lo que es vergonzoso es hacerlo mientras se levantan en forma hipócrita esas banderas, en forma sesgada y mendaz. Y lo triste es que el poco prestigio que nuestro país aún podía exhibir en algún tema sea arrastrado en la ciénaga por el alegre relativismo ético de la presidenta.
La constante es la misma y es la actitud característica de la endeblez moral. Humillar a quién considera inferior. Humillarse ante quien se considera superior.
Lo contrario, exactamente lo contrario, de lo que haría un argentino bien nacido.


Ricardo Lafferriere

Las retenciones y la justicia social

Trece millones de argentinos viven en los cuatro mil kilómetros cuadrados del área metropolitana. Son el 40 % del país, viviendo en el 0,14 % del territorio nacional. Veintiocho millones de argentinos viven en los dos millones ochocientos mil kilómetros cuadrados restantes, el 99,85 % del territorio.


Los primeros alcanzan una densidad urbana de aproximadamente 3200 habitantes por km2, una de las más altas del mundo. Los segundos, 10 habitantes por km2, una de las más bajas.
Esa es la consecuencia de acciones y omisiones que hemos realizado los argentinos durante toda nuestra historia. Es el resultado del vaciamiento económico y político de las zonas productoras del interior, que saqueadas en sus riquezas y excedentes, se han visto y se ven castradas de posibilidades de potenciar sus procesos de desarrollo industrial e infraestructura.

Es la consecuencia de la ausencia de ley de coparticipación de impuestos, de las arbitrarias retenciones a la exportación y del vaciamiento de sus potestades políticas y económicas en un sistema económico-social hegemonizado por las complicidades corporativas que lucran con la deformación estructural de la Argentina.

La construcción social resultante de este dislate está a la vista. El conurbano es la sede de las mafias y la corrupción sistémica más atroz de nuestra historia. Allí tienen su asiento las redes de narcotráfico, tráfico de personas, desarmaderos de autos robados, cooptación de jóvenes sin futuro para las bandas delictivas, corrupción política con complicidades judiciales y policiales, atroz violencia cotidiana, desocupación y desinterés por el futuro, pobreza y marginalidad.

Han llegado y llegan diariamente compatriotas de diferentes regiones ahogadas por el vaciamiento arriba mencionado, que buscan mejor futuro pero terminan muchos de ellos cayendo en la integración a esas redes clientelares en pos del mejoramiento ilusorio de su nivel de vida y de sus horizontes de realización.

Los recursos que se saquean a las zonas productoras, por su parte, no se destinan a mejorar la vida de quienes lo necesitan y allí viven, sino a reproducir las estructuras de la infamia: aumenta la pobreza, los chicos en la calle, las familias sin techo, el hacinamiento y la inseguridad.

Sin embargo, sólo las retenciones –inconstitucionales, ilegítimas, arbitrarias- absorben a la producción alrededor de 10.000 millones de dólares al año. Es el monto equivalente al subsidio estatal, entre otras aberraciones, del consumo energético de la clase media alta, que paga el gas natural al décimo de su valor que la garrafa usada en los hogares populares.

Si fueran reemplazadas por el impuesto que grava las ganancias de las empresas dando al campo el mismo tratamiento que a cualquier contribuyente, el monto recaudado sería el mismo, estaría distribuido con mayor justicia –porque pagaría más el que más gana-, pero ingresaría a la masa coparticipable, volviendo en parte a las provincias y municipios para mejorar la infraestructura y realizar mejores políticas sociales.

Permitiría el crecimiento del interior, potenciaría las economías de los pueblos, industrializaría el país sobre la base de su producción primaria en lugar de favorecer las aventuras de los amigos del poder y mantendría a los compatriotas de las provincias en sus pueblos sin romper familias ni ilusiones.

Los productores agropecuarios –chicos, medianos y grandes, desde Buzzi hasta Biolcatti, desde De Angelis hasta Grobocopatel-, cada uno desde su papel, son parte de los cimientos del país del futuro. Los Esquenazi, los Báez, los Kirchner, los López, los Ulloa, los caciques del conurbano, las mafias sindicales que compran estancias y falsifican medicamentos, pertenecen a la Argentina deformada, decadente, corrupta y oscura.

Es inadmisible que se condene a los que crean riqueza porque defienden lo suyo, y se mantenga silencio frente a los amigos del poder que lucran con los fondos saqueados a los argentinos que invierten y trabajan. Asociarse al discurso oficial tan ligeramente es asociarse objetivamente al reciclaje de la decadencia argentina, iniciada en 1930 y potenciada en una medida orgiástica en estos últimos años, especialmente desde noviembre de 2007.

sábado, 10 de julio de 2010

Otra vez las retenciones...

Como en el 2008, el tema de las retenciones está ocupando el debate parlamentario y nuevamente chocan, en las diferentes posiciones, las visiones diferentes sobre el país que subyacen en las diversas fuerzas políticas. Esas visiones diferentes no se identifican con una u otra fuerza partidaria, sino que las atraviesan horizontalmente, principalmente a las mayoritarias. Un acercamiento en su análisis indica que es lógico que así ocurra.

Hoy el debate renace al tener que definir el Congreso las “facultades delegadas” que mantendrá el Poder Ejecutivo, ante su próximo y tardío vencimiento. Adelantemos que en el caso de las retenciones, esa delegación no fue decidida por el parlamento, sino por el gobierno de facto que redactó el Código Aduanero, en tiempos de la “Revolución Argentina” y el presidente Onganía.

Los impuestos a la exportación estuvieron prohibidos expresamente en nuestra Constitución, que los habilitó con carácter excepcional para financiar la guerra del Paraguay. A partir de ese momento, nunca desaparecieron, aunque en tasas sustancialmente inferiores a las actuales y decididas por ley, como deben serlo todos los impuestos.

Las retenciones confiscan ingresos generados por los productores agropecuarios que se han destinanado históricamente a diferentes finalidades, desde sostener el presupuesto en tiempos de ajustes, devaluaciones e inflación, hasta usarlas como herramientas de distribución de ingresos marginando el debate fiscal parlamentario.

Entre otros males, han sido una de las principales causas de la deformación estructural del país: el 40 % de la población argentina está concentrada en el núcleo urbano porturario y alrededores (trece millones de compatriotas en 4000 k2, a razón de 3200 por km2, una de las tasas más altas del mundo), mientras el 60 % restante (veintiocho millones de argentinos) ocupan 2.800.000 km2, a razón de .. ¡10 habitantes por km2! ... (una de las más bajas del mundo....)

La concentración ha sido el resultado de privar al país productor de sus ingresos y consecuentemente de su camino de industrialización, para derivarlo en la red de complicidades corporativas. El país interior fue privado de sus posibilidades de crecimiento, de generación de empresas, fuentes de trabajo, infraestructura, investigación científica, educación, servicios médicos de excelencia, y vaciado del juego de su política.

Las retenciones provocaron el vaciamiento político y económico del interior. Las legislaturas y concejos deliberantes, los gobernadores y los intendentes, dejaron de ser la herramienta de la voluntad de sus pueblos para convertirse en simples foros de discusión sin incidencia real alguna en el destino de sus respectivas comunidades. Y el estancamiento resultante generó la migración interna que no se detiene, como lo muestra el crecimiento de las urbanizaciones informales que en los últimos años han atraído incluso a miles de ciudadanos de países limítrofes.

El núcleo urbano resultante es la sede de las mayores redes de corrupción, delincuencia, tráfico de estupefacientes, violencia criminal, asiento de complicidades delictivas que incluye a burocracias policiales, judiciales y políticas, empresarios protegidos, mafias sindicales.... todos lucrando con millones de personas sometidas a la humillación del clientelismo, sostenidos por la impostura ideológica del populismo que se invoca “progresista” mientras mantiene en la pobreza extrema a quienes con cuyo disciplinamiento edifica su lastre hacia el pasado.

La Argentina, a partir del 2008, ha visto a sus ciudadanos protagonizar por primera vez en muchas décadas una defensa directa de sus derechos, no motorizada por estamentos corporativos sino por sus intereses más elementales. Han sido compatriotas que no reciben ningún el regalo de ningún “bien social” sino que sufren la confiscación del fruto de su trabajo tesonero, de su esfuerzo inversor, de su ahorro, de su futuro. Se trata de personas que no viven de los fondos públicos sino que pagan todo lo que usan, desde sus insumos hasta sus infraestructuras, desde sus cooperadoras escolares, hospitalarias y judiciales hasta muchas veces sus propios caminos. Compatriotas que jamás negarían –como no lo han hecho- su aporte para sostener un esfuerzo nacional compartido para erradicar la pobreza, pero que ya no toleran en silencio que ese esfuerzo no se enmarque en la Constitución, las leyes y sus propios derechos ciudadanos.

De un lado está la Argentina del pasado, corporativa y prebendaria, populista y antidemocrática, arbitraria, deformada e intolerante. Del otro, la Argentina vital de sus zonas productivas, democrática y solidaria, abierta y plural, verdaderamente progresista. Esas “placas tectónicas” atraviesan, como está dicho, las fuerzas políticas aunque sus bordes no se expresen con nitidez en sus debates internos. No tenerlo en claro es la mejor forma de atarnos al estancamiento, a la pobreza secular, a la polarización social creciente, a la violencia y a la falta de futuro mediante la impostura de definiciones presuntamente ideológicas que hace tiempo han desmerecido.

Sostener que los argentinos deben dejar en la voluntad discrecional del Poder Ejecutivo la facultad de apropiarse, por decreto, de ingresos de sus ciudadanos, no es progresista: es premoderno. No es compatible con el estado de derecho, ni con la letra constitucional.

El financiamiento del Estado, así como sus objetivos, debe ser establecido por el Congreso porque es la base constitutiva de una sociedad democrática. Para eso están los legisladores, para eso los argentinos sostienen la institución parlamentaria con recursos, aseguran su independencia con inmunidades y emolumentos públicos y les dan seguridad en sus cargos. El argumento de la “dificultad en reunir el parlamento” es de una sustancial endeblez moral y política. Los parlamentarios estarían de más si renunciaran a su facultad principal, que es definir los objetivos del Estado, su financiamiento y su control.

Si los argentinos deciden hacer “política económica” con los impuestos, deben discutirlo en forma abierta y transparente, como sólo puede hacerse en las Cámaras legislativas, en el marco de la normas de la Constitución. De lo contrario, se repetirán las deformaciones escandalosas de las que estamos siendo testigos, con valijas cargadas de dinero, fideicomisos sin control, obras públicas de precios desmedidos y correlativos crecimientos desbordantes e injustificados de los funcionarios ejecutivos.

Definir impuestos en la penumbra de los despachos y los acuerdos secretos en los Ministerios es, además, la mejor forma de reciclar complicidades, realizar negociados con fondos públicos, presionar a gobernadores e intendentes, privilegiar empresarios amigos, construir clientelismo, reciclar el estancamiento.

Los argentinos no merecen eso de sus legisladores.


Ricardo Lafferriere

miércoles, 7 de julio de 2010

Jubilaciones y números

Una de las consecuencias más directas de la aceleración inflacionaria es la dráctica caída del valor real de las prestaciones previsionales. Esto ha instalado en el debate la endeblez del sistema, apoyado en la discrecionalidad y el voluntarismo, y carente de previsiones serias sobre su sustentabilidad.

Si el sistema mantenía un fragil equilibrio hasta el inicio del gobierno de los Kirchner, su decisión de incorporar el 80 por ciento más de beneficiarios sin aportes entre el 2003 y el 2010 lo llevó a tomar decisiones disparatadas en términos económicos, jurídicos y éticos.

En primer término se decidió financiar a los nuevos jubilados mediante la reducción de los haberes mayores, lo que se llevó a cabo congelando las prestaciones mayores a $ 1000. Bueno es recordar que quienes tenían haberes mayores no era porque hubieran cometido algún ilícito o apropiado de recursos ajenos, sino que habían aportado durante toda su vida importes sustancialmente mayores a la mínima. Fueron condenados por los Kirchner, en lo que debieran ser sus años dorados, a reducir su nivel de vida a niveles de subsistencia.

En segundo término, como eso no alcanzaba, decidieron apropiarse de los ahorros previsionales de quienes habían sido instados a ahorrar para ocuparse por su propia responsabilidad de incrementar su haber básico –esta vez, acompañados por el peronismo, el retroprogresismo y los socialistas-. La suma confiscada fue convertida en “fondo de sustentabilidad previsional”, y alcanza hoy a aproximadamente 150.000 millones de pesos, de los cuales más de 90.000 millones (60 %) están ¡prestados al Estado!...

En tercer término, como esto tampoco alcanzaba, los Kirchner decidieron licuar el haber previsional impulsando una ley abtrusa, de imposible comprensión, pero cuya consecuencia es la reducción inexorable y sistemática de los haberes activos, a la que calificaron de “Ley de movilidad jubilatoria”. Los haberes se actualizan mediante la aplicación de dos índices –la recaudación y la evolución salarial- pero no utilizando el mayor, ni siquiera el promedio de ambos, sino “el que sea menor”. Como consecuencia, a medida que el tiempo transcurre los haberes previsionales caen progresiva y acumulativamente.

Hoy el sistema mantiene en haberes mínimos el 80 % de los prestatarios –cuando llegaron los Kirchner, eran menos del 20 %- y resiste juicios de más de 350.000 jubilados que colapsan los juzgados federales de la seguridad social, no cumpliendo las sentencias judiciales –lo que es una burla a los derechos básicos de los ciudadanos que reclaman-.

Los objetivos que se persiguieron, curiosamente, no pueden dejar de ser compartidos. ¿Está mal garantizar un piso de dignidad a todos los argentinos que superen la edad de estar aptos para trabajar, pongamos por caso los 70 años? Por supuesto que no. Lo que está mal es cargarles ese fardo a los jubilados y hacerlo con su dinero, el que han ahorrado durante su vida activa para tener un futuro tranquilo. Si el país toma ese decisión, debe decidir también cómo lo financia, en forma equitativa. Pero para los Kirchner, el manotazo es más facil.

¿Está mal garantizar un ingreso universal a la niñez? Por supuesto que no. Ha sido un reclamo de quienes hoy son opositores –los radicales, con su primer proyecto presentado durante los noventa, luego Elisa Carrió que lo convirtió en su proyecto bandera, hasta que los Kirchner decidieron implementarlo-. La diferencia, sin embargo, es quién lo financia. En los proyectos parlamentarios se establecía un sofisticado mecanismo de impuestos y excenciones, redistribuyendo gastos. Para los Kirchner, el manotazo era más facil. ¿De dónde? Pues... de la caja de los jubilados.

Una vez que tuvieron la idea, lo siguiente fue patético. Negociados de sindicalistas corruptos, proveedores amigos y mafias, como los déficits de Aerolíneas; empresas multinacionales, como General Motors financiando nuevos modelos de autos; dislates como el “fútbol para todos” y despilfarro comprando decodificadores sin licitación ni control, cualquier ocurrencia presidencial había encontrado en la “cajita feliz” de la ANSES su proveedora de recursos.

Hoy, la situación de los jubilados quedó desnudada por la estampida inflacionaria. Un jubilado no llega a 900 pesos. Un pensionado, apenas supera los 700. El promedio jubilatorio general es de poco más de 1100 pesos. Pero el piso de subsistencia, por su parte, supera los 2000.
Frente a esta realidad dramática de seis millones de compatriotas de edad madura, la propuesta opositora es sensata: el 82 % del Sueldo Mínimo, Vital y Móvil, como piso del haber previsional. “Es demencial”, exclama, sin criterio, un desmedido Aníbal Fernández. “Nos costará 150.000 millones de pesos”, declara desaforado un mendaz Néstor Kirchner. El cálculo real, sin embargo, es que costará alrededor de 30.000 millones más que los montos que actualmente demanda el sistema.

Con el sistema actual, los recursos asignados para el pago de prestaciones previsionales son de aproximadamente 95.000 millones anuales, de los cuales 90.000 tienen origen en aportes y 20.000 millones en impuestos –IVA y ganancias-, con lo que el superávit es de aproximadamente 10.000 millones, gastados en el ingreso a la niñez y las ocurrencias presidenciales.

Lo que está en juego no es poco dinero, pero tampoco es inaccesible, si tenemos en cuenta que el gasto total anual del presupuesto nacional, supera los $ 350.000 millones y que las empresas amigas del gobierno reciben más de 40.000 millones por año en subsidios, la mayoría de los mismos sin control ni auditoría.

Por supuesto que será necesario reasignar partidas, estudiar en forma medulosa el financiamiento, y quizás también comprender que en un mundo en el que el trabajo estable ha entrado en un declive estructural, es imposible vincular “aportes” con “beneficiarios”, como en los años felices de la mitad del siglo XX. Hoy habría que rediscutir todo, por supuesto que respetando los derechos adquiridos, pero tomando nota que el problema no sólo no desaparecerá sino que se agrandará.

Hoy hay que estudiar la implementación de un ingreso universal que establezca un piso de ciudadanía, comenzando por niños y ancianos, financiados por los sectores activos de la economía –única fuente legítima y autosustentable-. En ese propósito deben tenerse en cuenta las necesidades de reinversión, de desarrollo tecnológico para reciclar el crecimiento, de preservar el capital de trabajo. Pero deben estar presentes, como guías fundamentales, los derechos constitucionales, la racionalidad económica y la ética fundamental de cualquier sociedad que busca la integración y la inclusión: cuidar a sus niños y sus viejos.

Y deberá aplicarse la “doctrina Barrionuevo”, esa sí, en forma inapelable, aunque con una ampliación: habrá que dejar de robar, pero por mucho más tiempo que dos años.

Un país maduro tomaría esta crisis como una oportunidad para buscar consensos de largo plazo, sustentables e inteligentes. Sin los Kirchner, es posible que así actuaría la Argentina. Pero para eso, faltan por lo menos tres semestres. Mientras, seguramente seguiremos escuchando alaridos. Los jubilados sintiéndose armas de combate político. Y los argentinos, apretándose los bolsillos con el miedo al nuevo manotazo, que puede venir en cualquier momento, de cualquier lado.

Ricardo Lafferriere

domingo, 27 de junio de 2010

Estímulo o ajuste, el debate aparente

La diferencia de opiniones entre Sarcozy y Cristina Fernández en la reunión de Toronto del G-20 sobre las políticas más adecuadas para sortear la crisis (diferencia magnificada posteriormente ante la prensa por la presidenta argentina) refleja la doble estrategia que aparentemente chocan argumentalmente en estos días en el mundo: planes de estímulo de la actividad económica, o ajuste fiscal.

La realidad es más complicada que elegir “uno u otro camino”. Porque la verdad es que la crisis se presenta de diferentes formas en los distintos escenarios, y requiere soluciones diferentes.

En Estados Unidos el problema es la caída de actividad a raíz del pánico provocado por la caída del sistema financiero. Y USA es un país que tiene aún capacidad de endeudamiento sin provocar inflación, por tratarse de la principal potencia mundial y último lugar de reserva de los capitales de todo el planeta. Aún en el medio de su implosión –hace 12 meses- siguió recibiendo ahorros del resto del mundo en forma ininterrumpida. Ello le permitió, en consecuencia, destinar recursos para mantener la actividad económica por la forma en que lo decidieron sus cuerpos políticos, luego de una intensa discusión y acuerdo parlamentario.

No es inoportuno recordar que el paquete aprobado por el Congreso norteamericano fue el fruto de un acuerdo bipartidario, y que su discusión comenzó en el medio de una transición presidencial, iniciado por el presidente Bush y continuado por el presidente Obama. Tampoco lo es advertir que a pesar de la inmensa cantidad de recursos volcados al sistema, su índice de inflación no se ha movido. Es previsible que cuando ello comience a ocurrir, la Reserva Federal comience a retirar el dinero prestado aumentando la tasa de interés, y el gobierno comience su esfuerzo para recuperar el equilibrio fiscal.

En Europa, la situación es diferente. La caída de actividad fue producida por un excesivo endeudamiento público que no tuvo como respaldo la fuerte confianza que despierta en el mundo el país del norte sino, al contrario, provocó dudas en los inversores por la caída de su productividad promedio, resultado de la sobrevaluación resultante del Euro. No recibe ahorros del resto del mundo, sino que sufre la huida de sus ahorros. No tiene capacidad de mayor endeudamiento, porque no tiene quien le preste. Y aunque quiera impulsar la actividad con recursos fiscales, éstos no están disponibles ni existe una fuente casi ilimitada –en la coyuntura- de ellos, como sí tienen los Estados Unidos.

Europa no tiene otro camino que la austeridad fiscal, para nivelar sus cuentas y demostrar que puede pagar sus deudas, a fin de retener y atraer capitales, y recuperar capacidad de ahorro y de inversión. Económicamente, por su parte, su competitividad está atravesada con una situación diversa entre sus países miembros que dificulta una acción unificada. Si quisiera hacer lo que hace Estados Unidos, provocaría en su seno una presión inflacionaria inmediata, ya que debería deteriorar el valor de su moneda, y en el contexto europeo la inflación es inmediatamente relacionada con los traumas del siglo XX. Fue la hiperinflación alemana lo que provocó el surgimiento del nazismo, y el origen de la segunda guerra mundial. La unidad europea, y el propio Euro como unidad monetaria común, se enmarca en un proyecto político sustancialmente más importante que la crisis, al punto que la ruptura de la unidad europea tendría efectos sísmicos que trascenderían el viejo continente para afectar duramente a toda la economía mundial.

Esta doble realidad es lo que explica la aparente contradicción de Obama, que impulsa el paquete de ayuda en su economía, mientras presta respaldo a los enormes esfuerzos que están realizando los países europeos, sin diferencias de orígenes políticos, para poner en línea sus finanzas públicas y recuperar confianza, desde Rodríguez Zapatero a Cameron, desde Sarkozy a Merkel. O sea, socialdemócratas, conservadores, populares y demócratas cristianos.

Los países en desarrollo también tienen situaciones diferentes. Es muy distinta la situación de Brasil, excedentario en capitales y receptor de ahorros del resto del mundo –lo que lo acerca a Estados Unidos- pero con riesgos en su productividad ya que, al recibir tantos recursos externos se revalúa su moneda y ello puede golpear su índice inflacionario y su competitividad externa y acarrearle dificultades en su sector productivo. Esa circunstancia lleva a Brasil a mantener activas sus tasas de interés internas positivas, para prevenir ambos peligros.

La Argentina, por su parte, está siendo llevada hacia una crisis inflacionaria por la rudimentaria aplicación de políticas expansivas cuando no existen recursos genuinos para sostenerlas, ni capacidad de crédito, ni disposición inversora por la desaparición de la seguridad jurídica imprescindible para decidir inversiones de riesgo en el sector productivo. La política cambiaria, por su parte, al ser utilizada con fines antiinflacionarios, provoca el retraso del tipo de cambio y afecta la balanza comercial, tanto como la balanza de capitales. La primera, porque estimula las importaciones, que se hacen baratas. Y la segunda, porque estimula la fuga de divisas, ante la incertidumbre –fiscal, política, jurídica y económica- y la intuición de que el proceso terminará desembocando en una devaluación, como tantas veces ha ocurrido cuando se ha tomado un camino similar.

La economía es más sutil que distribuir papel pintado sin valor, creyendo que de esa forma se distribuye riqueza. En algún tiempo, más corto que largo, la Argentina puede encontrarse con los males de los dos escenarios. La inflación escapada de control puede disparar una crisis hiperinflacionaria, mientras la deuda pública se encontrará a niveles inmanejables y los sectores retrasados (jubilados, trabajadores informales, sindicatos más débiles, empleados públicos) pueden estar sufriendo un nivel de pobreza y carencias como las que vivieron en la crisis de cambio de siglo. Una nueva recesión sería, en este escenario, la desembocadura inexorable de mirar sólo una parte de la realidad y de creer, además, que puede interpretarse esa parte con lentes ideológicos.

El “contencioso” entre Sarkozy y Fernández de Kirchner debe leerse en consecuencia en clave de “puesta en escena” de la presidenta argentina que habla en el exterior hacia su público interno, al que mantiene adormecido en su comprensión de la crisis económica mediante la secuela narcotizante en el corto plazo del “efecto riqueza”, útil en términos políticos coyunturales pero muy peligroso en términos de sus consecuencias de mediano y largo plazo.

No es una discusión “ideológica”, ni mucho menos “intelectual”. Es, como la mayoría de los relatos kirchneristas, lo que le conviene decir hoy, que seguramente cambiará mañana, tal como cambió el endiosamiento de los “superávits gemelos” (¿recuerdan?), presentados, en su momento, como la piedra filosofal de la doctrina kirchnerista y hoy convertidos en recuerdos molestos de épocas gloriosas tan evanescentes como la prosperidad de utilería de estos días.

La situación argentina no es mala, pero va mal. Para ir bien debería asumir la realidad, evitar los riesgos inflacionarios, recrear la seguridad integral que entusiasme a emprendedores y empresarios, a inversores y ahorristas, y aprovechar el momento para vincularse con un mundo que está comenzando a expandirse en sus dos motores principales, Estados Unidos y China. Extremos que no están al alcance, lamentabemente, de una administración caracterizada por la falsificación de estadísticas, la endeblez del discurso, la fragilidad jurídica y la demonización de quienes no piensen como ellos.

Ricardo Lafferriere