La diferencia de opiniones entre Sarcozy y Cristina Fernández en la reunión de Toronto del G-20 sobre las políticas más adecuadas para sortear la crisis (diferencia magnificada posteriormente ante la prensa por la presidenta argentina) refleja la doble estrategia que aparentemente chocan argumentalmente en estos días en el mundo: planes de estímulo de la actividad económica, o ajuste fiscal.
La realidad es más complicada que elegir “uno u otro camino”. Porque la verdad es que la crisis se presenta de diferentes formas en los distintos escenarios, y requiere soluciones diferentes.
En Estados Unidos el problema es la caída de actividad a raíz del pánico provocado por la caída del sistema financiero. Y USA es un país que tiene aún capacidad de endeudamiento sin provocar inflación, por tratarse de la principal potencia mundial y último lugar de reserva de los capitales de todo el planeta. Aún en el medio de su implosión –hace 12 meses- siguió recibiendo ahorros del resto del mundo en forma ininterrumpida. Ello le permitió, en consecuencia, destinar recursos para mantener la actividad económica por la forma en que lo decidieron sus cuerpos políticos, luego de una intensa discusión y acuerdo parlamentario.
No es inoportuno recordar que el paquete aprobado por el Congreso norteamericano fue el fruto de un acuerdo bipartidario, y que su discusión comenzó en el medio de una transición presidencial, iniciado por el presidente Bush y continuado por el presidente Obama. Tampoco lo es advertir que a pesar de la inmensa cantidad de recursos volcados al sistema, su índice de inflación no se ha movido. Es previsible que cuando ello comience a ocurrir, la Reserva Federal comience a retirar el dinero prestado aumentando la tasa de interés, y el gobierno comience su esfuerzo para recuperar el equilibrio fiscal.
En Europa, la situación es diferente. La caída de actividad fue producida por un excesivo endeudamiento público que no tuvo como respaldo la fuerte confianza que despierta en el mundo el país del norte sino, al contrario, provocó dudas en los inversores por la caída de su productividad promedio, resultado de la sobrevaluación resultante del Euro. No recibe ahorros del resto del mundo, sino que sufre la huida de sus ahorros. No tiene capacidad de mayor endeudamiento, porque no tiene quien le preste. Y aunque quiera impulsar la actividad con recursos fiscales, éstos no están disponibles ni existe una fuente casi ilimitada –en la coyuntura- de ellos, como sí tienen los Estados Unidos.
Europa no tiene otro camino que la austeridad fiscal, para nivelar sus cuentas y demostrar que puede pagar sus deudas, a fin de retener y atraer capitales, y recuperar capacidad de ahorro y de inversión. Económicamente, por su parte, su competitividad está atravesada con una situación diversa entre sus países miembros que dificulta una acción unificada. Si quisiera hacer lo que hace Estados Unidos, provocaría en su seno una presión inflacionaria inmediata, ya que debería deteriorar el valor de su moneda, y en el contexto europeo la inflación es inmediatamente relacionada con los traumas del siglo XX. Fue la hiperinflación alemana lo que provocó el surgimiento del nazismo, y el origen de la segunda guerra mundial. La unidad europea, y el propio Euro como unidad monetaria común, se enmarca en un proyecto político sustancialmente más importante que la crisis, al punto que la ruptura de la unidad europea tendría efectos sísmicos que trascenderían el viejo continente para afectar duramente a toda la economía mundial.
Esta doble realidad es lo que explica la aparente contradicción de Obama, que impulsa el paquete de ayuda en su economía, mientras presta respaldo a los enormes esfuerzos que están realizando los países europeos, sin diferencias de orígenes políticos, para poner en línea sus finanzas públicas y recuperar confianza, desde Rodríguez Zapatero a Cameron, desde Sarkozy a Merkel. O sea, socialdemócratas, conservadores, populares y demócratas cristianos.
Los países en desarrollo también tienen situaciones diferentes. Es muy distinta la situación de Brasil, excedentario en capitales y receptor de ahorros del resto del mundo –lo que lo acerca a Estados Unidos- pero con riesgos en su productividad ya que, al recibir tantos recursos externos se revalúa su moneda y ello puede golpear su índice inflacionario y su competitividad externa y acarrearle dificultades en su sector productivo. Esa circunstancia lleva a Brasil a mantener activas sus tasas de interés internas positivas, para prevenir ambos peligros.
La Argentina, por su parte, está siendo llevada hacia una crisis inflacionaria por la rudimentaria aplicación de políticas expansivas cuando no existen recursos genuinos para sostenerlas, ni capacidad de crédito, ni disposición inversora por la desaparición de la seguridad jurídica imprescindible para decidir inversiones de riesgo en el sector productivo. La política cambiaria, por su parte, al ser utilizada con fines antiinflacionarios, provoca el retraso del tipo de cambio y afecta la balanza comercial, tanto como la balanza de capitales. La primera, porque estimula las importaciones, que se hacen baratas. Y la segunda, porque estimula la fuga de divisas, ante la incertidumbre –fiscal, política, jurídica y económica- y la intuición de que el proceso terminará desembocando en una devaluación, como tantas veces ha ocurrido cuando se ha tomado un camino similar.
La economía es más sutil que distribuir papel pintado sin valor, creyendo que de esa forma se distribuye riqueza. En algún tiempo, más corto que largo, la Argentina puede encontrarse con los males de los dos escenarios. La inflación escapada de control puede disparar una crisis hiperinflacionaria, mientras la deuda pública se encontrará a niveles inmanejables y los sectores retrasados (jubilados, trabajadores informales, sindicatos más débiles, empleados públicos) pueden estar sufriendo un nivel de pobreza y carencias como las que vivieron en la crisis de cambio de siglo. Una nueva recesión sería, en este escenario, la desembocadura inexorable de mirar sólo una parte de la realidad y de creer, además, que puede interpretarse esa parte con lentes ideológicos.
El “contencioso” entre Sarkozy y Fernández de Kirchner debe leerse en consecuencia en clave de “puesta en escena” de la presidenta argentina que habla en el exterior hacia su público interno, al que mantiene adormecido en su comprensión de la crisis económica mediante la secuela narcotizante en el corto plazo del “efecto riqueza”, útil en términos políticos coyunturales pero muy peligroso en términos de sus consecuencias de mediano y largo plazo.
No es una discusión “ideológica”, ni mucho menos “intelectual”. Es, como la mayoría de los relatos kirchneristas, lo que le conviene decir hoy, que seguramente cambiará mañana, tal como cambió el endiosamiento de los “superávits gemelos” (¿recuerdan?), presentados, en su momento, como la piedra filosofal de la doctrina kirchnerista y hoy convertidos en recuerdos molestos de épocas gloriosas tan evanescentes como la prosperidad de utilería de estos días.
La situación argentina no es mala, pero va mal. Para ir bien debería asumir la realidad, evitar los riesgos inflacionarios, recrear la seguridad integral que entusiasme a emprendedores y empresarios, a inversores y ahorristas, y aprovechar el momento para vincularse con un mundo que está comenzando a expandirse en sus dos motores principales, Estados Unidos y China. Extremos que no están al alcance, lamentabemente, de una administración caracterizada por la falsificación de estadísticas, la endeblez del discurso, la fragilidad jurídica y la demonización de quienes no piensen como ellos.
Ricardo Lafferriere
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