“A mi me parece bien que el radicalismo se considere socialdemocrata, nos permite no caer nunca mas en alternativas liberales conservadoras ....”, me escribió en el sitio de Facebook un “ciber-amigo”, en el debate autoorganizado sobre las elecciones del domingo en Buenos Aires.
Esta curiosa afirmación trasunta una desconfianza, o para ser más precisos, una “auto-desconfianza” sobre las actitudes que podría tomar el radicalismo en caso de ser gobierno.
Sin embargo, como lo afirma esta columna desde hace muchos años, “socialdemócrata” no quiere decir nada. Sólo es una caracterización política propia de mediados del siglo XX, desconectada con los problemas actuales del mundo.
Socialdemócrata por antonomasia es, hoy por hoy, Rodríguez Zapatero y el socialismo español. Están sosteniendo el mayor ajuste económico de la historia de su país, a raíz de haber generado el previo “desajuste” sobre el que alertaron muchos, y que llevó a España a un nivel de desempleo del 20 %. ¿Eso significa?
“Al contrario...”, se afirmaría seguramente en un hipotético debate sobre el tema. “Lo que queremos es poner freno al capital financiero, regular su funcionamiento para evitar que repitan la crisis como la que estamos sufriendo”.
Perfecto. Pero eso es, justamente, lo que están impulsando Angela Merkel y Sarkozi, para nada “socialdemócratas” sino, más bien, dirigentes que serían calificados, sin dudar un momento, como “neoliberales”.
Es que, en realidad, ni “socialdemócrata” ni “neoliberal” definen ya nada, y ambos términos ocultan más de lo que dicen. Contienen recetas para los problemas de la primera mitad del siglo XX, que forman ya parte del arsenal de medidas disponibles y aplicables por todos. Ni un “neoliberal” dejaría de usar herramientas “socialdemócratas” si fueran necesarias para la correcta gestión económica, ni la inversa. Hoy mismo los diarios anotician que Bernake, presidente de la Reserva Federal norteamericana –o sea, “el propio Diablo”, diría Hugo Chavez- defendió la herramienta del déficit fiscal para sortear la recesión. Poco que ver con el “Consenso de Washington”...; mientras, Mujica (¿socialdemócrata?) convoca a la inversión extranjera en el Uruguay prometiendo bajar impuestos, no expropiar nada y garantizar el derecho de propiedad.
Quien esto escribe presenció, hace diez años, en España, un debate entre economistas del Partido Popular –entonces en el gobierno- y socialistas –entonces en la oposición- sobre la reforma el impuesto a las ganancias. Los segundos sostenían que con el nivel de desarrollo ya alcanzado por España, lo correcto era unificar las alícuotas y no segregarlas por niveles de ingresos. Los primeros, con la responsabilidad de recaudar porque eran gobierno, sostenían la inconveniencia de terminar con la segregación de alícuotas, aunque justificabando argumentalmente su posición en que proyectaría una injusticia tributaria. Los términos de un histórico contradictorio entre unos y otros se habían invertido, al compás de las conveniencias políticas coyunturales también de unos y otros. Poco tiempo después los socialistas fueron gobierno, los populares pasaron a la oposición... y las propuestas de unos y otros volvieron a invertirse.
Algo similar ocurre con las políticas sociales. Ni la “derecha” más recalcitrante negaría hoy la necesidad de construcción de “pisos de ciudadanía” o de acciones públicas destinadas a paliar los efectos de la pobreza extrema. No hay que ir muy lejos para verlo. La administración macrista, demonizada como “neoliberal”, ha impulsado la cooperativización de los cartoneros, por ejemplo, logrando para muchos de ellos su ascenso de un par de peldaños en la escalera de recuperación de su dignidad. Atravesando la General Paz vemos, por el contrario, gestiones “nacionales y populares” (¿socialdemócratas?) ignorando la pobreza, clientelizando los pobres e instalando por activa y por pasiva redes de narcotráfico e inseguridad que dañan principalmente a los más necesitados.
Pretender reconstruir alineamientos políticos sobre las opciones de hace medio siglo, atrasa medio siglo. La agenda de hoy, la que interesa a los ciudadanos, pasa lejos. Las etiquetas motivan a viejos militantes formados con catecismos de otros tiempos, y quizás sirvan para tranquilizar conciencias atormentadas, pero no responden a las demandas que los ciudadanos hacen a la política –y cuya respuesta es lo único que legitima éticamente al poder-: cómo enfrentar los problemas que presenta la realidad, que es cambiante y cada vez más dinámica e impredecible. Agrupar por ese lado a una fuerza política no la acercará a los ciudadanos, que en todo caso la mirarán con curiosa indiferencia.
Las organizaciones políticas más adecuadas para los nuevos tiempos no se caracterizarán por su “ideología” sino por su “metodología”. Serán funcionales a las que muestren mayor capacidad de generar consensos, articular intereses contradictorios y responder con eficacia a los problemas que los ciudadanos perciban como más importantes. Y retrocederán hasta convertirse en testimoniales las que se aferren a viejas creencias ideológicas, no porque las personas renieguen de las ideologías –en rigor, respetan cada vez más el derecho de cada uno a tener las creencias que quiera, por esotéricas que parezcan, y también su derecho inalienable a actuar en consecuencia y defender lo que le parezca más justo-, sino porque no aceptan el derecho de nadie a imponerle su ideología a los demás, y mucho menos desde el poder, lo ocupe quien lo ocupe.
En ese sentido, mi "ciber-amigo" tal vez no debiera preocuparse tanto de la definición ideológica del radicalismo, sino de acrecentar la madurez y transparencia del funcionamiento interno para que sirva de adecuado marco de síntesis de las diferentes posiciones, en condiciones de gobernar una sociedad tan compleja como la nuestra.
Ricardo Lafferriere
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