Dos siglos atrás, en un 25 de Mayo como hoy, el Cabildo de Buenos Aires decidía asumir la facultad de designar su gobierno, dando el paso trascendental de formar una Junta que pasaría a la historia con el nombre de “Primera Junta de Gobierno Patrio”.
La decisión se asentaba en los principios más avanzados de la época, siguiendo los pasos de la revolución norteamericana, de la Revolución Francesa y de las propias Juntas que habían comenzado a constituirse en la Península, ante la cautividad del monarca ibérico en Fracias: el principio de la soberanía del pueblo.
Los patriotas no tomaron una decisión que naciera de alguna mente iluminada, o estuviera reducida a los poco más de doscientos vecinos caracterizados de Buenos Aires que constituían “lo más sano y principal del vencindario”. Por el contrario, en una ciudad que contaba con poco más de cuarenta mil habitantes, más de ocho mil de ellos formaban parte de cuerpos militares, en la mayoría de los casos eligiendo sus propios Jefes, armados a partir del episodio de las Invasiones Inglesas.
Los porteños abrieron en esos días un camino nuevo para su convivencia, guiados por las ideas políticas más actualizadas de entonces y apoyados en la fuerza de un pueblo cuyos voceros no dudaron en afirmar, ante la pregunta “¿dónde está el pueblo?” que “tóquese generala en los cuarteles...” y se llenaría la plaza de inmediato con el pueblo ausente.
Allí empezamos un camino independiente que se extendería al territorio del Virreynato, que se concretaría en 1853 y finalizaría 1860, al completarse la organización institucional del nuevo Estado. En realidad, en este año 2010 no sólo conmemoramos los doscientos años de vida autónoma, sino también el sesquicentenario de la culminación de nuestra organización nacional, al unificarse definitivamente el país con la incorporación de la provincia de Buenos Aires a la Confederación y la aprobación de la Reforma Constitucional de 1860.
A partir de ese momento, y por siete décadas, aún con conflictos y densos debates, la historia fue favorable. En pocas años, las instituciones funcionando demostraron ser el cauce adecuado para liberar la potencialidad transformadora e inclusiva de un país en crecimiento exponencial. Frente a las extrañas críticas a la Argentina del Centenario escuchadas en estos días aludiendo a la presunta gran “exclusión social” existente entonces, la realidad era que el país funcionaba como un imán de inmigrantes, y que la polarización de riqueza era sustancialmente menor que la existente luego de los siete años kirchneristas, cien años después. No se le hubiera ocurrido ni a de la Plaza o a Sáenz Peña –antes del 16- ni a Yrigoyen –después- felicitarse por el crecimiento de las villas miserias atribuyéndolo al crecimiento económico, como hiciera la presidenta Fernández de Kirchner en una de sus definiciones de antología, pocas semanas atrás.
Pero estamos en 2010. Y frente a la Argentina que abría rumbos de hace dos siglos, y a la que derramaba optimismo de hace cien años, tenemos hoy un país desorientado, crispado, enfrentado, empobrecido y sujeto a las tensiones que no han surgido de las entrañas del pueblo sino que se le generan desde el poder, un poder en el que aparentemente el horizonte ha desaparecido de sus mensajes y no dibuja con nitidez –ni desde el gobierno ni desde la oposición- el rumbo del país en los años que vienen.
Se atribuye a Sócrates el aforismo que afirma que para el navegante que no conoce su puerto de destino, ningún viento le será favorable. Y la sensación que tienen los argentinos hoy es que ese rumbo no está en la cabeza de su dirigencia, cuyas argumentaciones quedan reducidas a riñas de pre-adolescentes, a berrinches de malcriados o a ansiosos de mando por el solo hecho del poder. Los compatriotas tienen la sensación de no ser conducidos a ningún puerto, a pesar de la verborragia diariamente contradictoria de lo que se dice y lo que se hace, sin hesitar en cambiar lo afirmado el día anterior si es necesario para el titular periodístico del día siguiente.
Esto ocurre en el gobierno y es grave. Pero ocurre también en varios sectores de oposición política, y es preocupante. Ante este vacío de debate maduro y orientación clara, el único camino que le queda a los argentinos de a pié es tomar las riendas de su vida en sus propias manos, lo que conlleva el peligro del egoísmo individualista. Pero pocas alternativas le dejan las conductas de muchos de sus hombres públicos.
En este comienzo del siglo XXI, el mundo no es el mismo que a inicios del XIX. Se está construyendo la ciudad universal, al compás del portentoso avance científico técnico, el encadenamiento productivo global que ha superado los límites nacionales para conformar un sistema económico planetario, la revolución de las comunicaciones interactivas que ha convertido a cada ser humano en célula de una red universal con terminal en los individuos, sin pasar por el poder ni por los Estados, y ha reivindicado para las personas cuotas de independencia de criterio, libertad personal y reasunción de su “soberanía” en un grado no advertido aún por los protagonistas del escenario político.
Los habitantes de Buenos Aires reclamaban del Cabildo, en las históricas jornadas de Mayo, que “el pueblo quiere saber lo que se trata”. Hoy, los porteños y los argentinos saben de qué se trata más que los dirigentes, y en todo caso lo que extrañan es que sean los protagonistas del escenario de lucha por el –raquítico- poder residual los que se den cuenta, de una vez por todas, de lo que se trata. Que miren el horizonte. Que recuerden que nuestro país fue grande cuando fue capaz de convivir alrededor de un consenso estratégico básico con las instituciones funcionando, cuando a pesar de los duros debates por el futuro, todos se consideraban com-patriotas de un mismo país compartido, y se respetaban las leyes.
Ese es el mensaje que se notó en las calles en estos festejos, al llenar las plazas y escenarios con la emoción de las marchas patrias desempolvadas, de los viejos uniformes de pasadas glorias aplaudidos nuevamente al inspirar el recuerdo de gestas comunes, y al demandar de sus dirigentes gestos de tolerancia y de unidad.
En síntesis, reclama de todos los seres humanos que habitamos el planeta una actitud de mirar hacia adelante. Como no lo ha hecho en estas fiestas una administración que sólo ha atinado a mirar al pasado. Como sí lo sienten y lo reclaman los millones de compatriotas que animaron los festejos, quizás extrañando a una presidenta que ha preferido encerrarse en su residencia antes que arriesgarse a sentir el juicio de sus compatriotas en los actos a los que debía exponerse sin la custodia de su guardia pretoriana. El inédito episodio de un desfile militar de la significación del Bicentenario sin la presencia de su Comandante en Jefe, con el argumento que estaba cansada y no quería saturar, fue la demostración más patética. Podríamos imaginar que hubiera pensado Juana Azurduy, o Manuela la Tucumana, o cualquiera otra de las heroicas mujeres de la Independencia ante esta actitud, para darnos cuenta de lo lejos que estamos de aquéllos que hicieron la patria.
El mundo que viene, plural y cosmopolita, abierto y democrático, necesita reproducir a escala planetaria el entramado institucional que los países exitosos mantuvieron y alrededor del cual construyeron su éxito, tal como lo tuvimos en nuestras primeras décadas, cuando San Martín proclamaba en Lima que la causa de nuestra Revolución era “la causa del género humano”. Debe contener a las fuerzas desatadas de la especulación financiera, de las redes globales de delitos internacionales, tráfico de personas, drogas y armas, lavado de dinero fruto de la corrupción y la delincuencia, terrorismo y violencia. Debe cuidar el planeta, y cuidar la gente.
Para hacerlo, debe apoyarse e inspirarse en lo bueno que han logrado, en los derechos humanos, en la democracia, en el pluralismo, en la libertad, en la solidaridad y la justicia. Construir el entramado institucional del mundo global, ese es el equivalente actual a las avanzadas decisiones de 1810. No intentar retroceder a antes de 1810 con visiones premodernas, socias de los neofascismos indigenistas, de las teocracias genocidas, de los tiranuelos angurrientos, de las aventuras militaristas, de las intolerancias discursivas y la esclerosis intelectual.
En este sentido aniversario, entonces, la pregunta que se impone es ¿quién mira hacia adelante? Porque es bueno advertir que eso es justamente, al iniciar el tercer siglo de vida en común, lo que están esperando los argentinos.
Ricardo Lafferriere
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