“Buenos Aires siempre fue la ciudad puerto del centro del cosmopolitismo antinacional”, sostiene este ex militante de izquierdas que, curiosamente, prefirió radicarse en Londres y enseñar en Oxford, convocado por Hoschbawn, lejos de las “podredumbres políticas” tan fáciles de criticar desde las cómodas poltronas londinenses, y de impregnaciones telúricas “nacionales y populares” a las que, sin embargo, les dedica reflexiones que proyectan el imaginario de los tiempos de su emigración, hace cuatro décadas.
En el pensamiento de izquierdas, hay quienes arriesgan a enfrentar el futuro, y quienes se aferran a los marcos conceptuales del pasado. Es la primera reflexión que surge al comparar los enfoques de los neo-marxistas Ulrich Beck y Zygmund Bauman, por un lado, con los de los también neo-marxistas Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, por el otro.
El marco conceptual de Laclau no agrega mucho a los enfoques nacional-populistas tradicionales, salvo la justificación más cruda y sin hipocresías de su indiferencia ante el estado de derecho, al que identifica como una simple “forma contrahegemónica de oposición a un gobierno popular”. La definición de “popular” que guarda para el gobierno no surge de otra base que de su discrecional caracterización, ya que al no hacer depender esa característica de la mayoría electoral, recurre a etiquetas propias del análisis de hace medio siglo entre “pueblo” y “antipueblo”, “Braden o Perón”, “Patria o colonia” o similares.
Sin embargo, el pensamiento más moderno y plural del neomarxismo no mira al pasado, sino al presente y el futuro. Toma debida nota del cambio de las fuerzas productivas hacia un nuevo escalón cualitativamente superior, apoyado en el desarrollo científico técnico, que han diseñado un paradigma social y productivo global entre cuyas notas diferenciadoras está la superación de los marcos nacionales como límites de análisis sociales –en el plano académico- y como sujeto histórico –en el plano político- y convoca a una reflexión creativa sobre las características de las nuevas formas de conviencia, instaladas en más del 90 % de la población del mundo, desde China a Estados Unidos, desde Brasil hasta Rusia, desde los países musulmanes hasta la Europa post-cristiana. Todos capitalistas, todos globalizados, todos imbricados, todos definiendo nuevos bordes e identidades que han superado en forma irreversible las pertenencias de las sociedades capitalistas nacionales.
Mientras el progresismo de futuro reflexiona y actúa para poner coto a los desbordes de las finanzas globalizadas y del capital liberado de los marcos nacionales, y para ello se esfuerza en articular sus políticas en un proceso que dista de ser lineal pero cuya tendencia es hacia la construcción de una política planetaria en conjunto con otras visiones político-ideológicas diferentes, el progresismo de pasado –que sólo por inercia puede ser calificado de tal, ya que en realidad al postular el imposible retroceso a formaciones históricas irrepetibles no tiene mucha diferencia con el romanticismo reaccionario, el nacionalismo oligárquico o el fundamentalismo religioso- se vuelve contra conquistas que la humanidad ha conseguido con siglos de lucha frente a las arbitrariedades del poder absoluto, la falta de límites a la discrecionalidad del Estado o del capital y la construcción de instituciones que contengan, canalicen y orienten las fuerzas vitales de la sociedad en una convivencia virtuosa.
El retro-progresismo (como ha dado en llamarse en la Argentina a esta visión nostálgica y esclerosada del pensamiento político) termina reviviendo el estalinismo. Lo reconoció hace poco la Diputada Conti, por televisión. No tiene otra salida: si la alienación presuntamente impuesta por una sociedad desigual no le permite a las personas tener claridad sobre su dominación, es necesario reemplazar la voluntad de esas personas alienadas por una autoelegida e iluminada camarilla esclarecida: tal el silogismo sobre el que se elabora conceptualmente el neopopulismo.
En otros tiempos, la propuesta fue la “dictadura del proletariado” a través de su partido, cuya conducción debía estar en manos de los intelectuales que detectaran los verdaderos intereses de ese proletariado y actuaran en su nombre implantando una dictadura cuya finalidad sería terminar con las alienaciones y construir un “hombre nuevo”. Los veinte millones de muertos que dejó el estalinismo fueron el resultado de esa visión, para la que la predicción de Marx sobre la evolución del capitalismo hacia el inexorable triunfo socialista debería “acelerarse” con un proceso revolucionario, en cuyo transcurso las libertades debían subordinarse a la construcción de un nuevo orden, aunque las mayorías no lo quisieran o aún contra su decisión expresa. Las personas dejaron de ser el fin último de la acción política y pasaron a ser subsumidas en “colectivos” frente a los cuales perdían sus derechos más elementales, en función de presuntos fines revolucionarios definidos por las élites.
Hoy, esa construcción intelectual desarrollada por Lenín (la dictadura proletaria) ha “evolucionado” hasta la justificación del indigenismo precolombino, el fundamentalismo islámico, el caudillismo unipersonal o de camarilla, la dictadura de partido único y el autoritarismo patrimonial-populista extrainstitucional vigente en la Argentina. Cualquiera de esas formas reniega expresa o tácitamente de la soberanía popular apoyada en la voluntad política de los ciudadanos a través del sufragio libre como única justificación del poder. Es esencialmente “anti-democrática” y premoderna. Hasta pre-colonial, lindando con las formaciones apoyadas en el puro poder propias de las sociedades primitivas.
La otra visión marxista, en su momento calificada despectivamente como “pequeñoburguesa” o “social-demócrata” creía en otro camino: la utilización de las conquistas democráticas para hacer cada vez más equitativa la convivencia, el funcionamiento de la economía, la construcción de servicios sociales en educación y salud y en fin, un sistema impositivo que retrotrajera para la sociedad gran parte de la injustificada “plusvalía” que el capital obtenía de la superexplotación del trabajo. Ese camino renegó de la “revolución” y sus gigantescos costos sociales e inciertos beneficios, para reemplazarlos por propuestas políticas de integración en el juego institucional, en el que la interacción entre los diversos actores determinaría los equilibrios –siempre inestables, pero posibles- que impulsarían la sociedad hacia formas más justas, en un marco de libertad.
Si para la primera visión el “capital” era el enemigo a destrozar, para el segundo era el otro protagonista con el que era necesario el juego dialéctico de rivalidad. Si para el primer programa el objetivo era socializar forzadamente el capital, para el segundo el objetivo era encauzarlo, limitarlo, pero a la vez potenciarlo a efectos de que su acumulación atravesada por normas –impositivas, laborales, salariales, societarias, ambientales, sancionadas por las instituciones políticas- fuera efectivamente el cimiento de riqueza de una sociedad más equitativa. Y sobre esta cosmovisión se edificaron las sociedades modernas, resultado de la compleja imbricación de la evolución capitalista con las demandas sociales y de la necesidad de acumulación con el bienestar de las mayorías en el marco de una sociedad libre, que respetara los derechos de las personas.
Si ese debate, mientras duró la Unión Soviética y el “socialismo real”, fue proficuo en conflictos académicos y mostraba un equilibrio dinámico entre beneficios y perjuicios de uno u otro camino, la implosión de la URSS y el bloque socialista a fines de la década del 80 mostró el rotundo fracaso de la visión estalinista, y por el contrario el éxito notable del segundo. Las sociedades conducidas con el primer enfoque mostraron al exhibirse libremente retrasos tecnológicos, ambientales, económicos, militares y éticos que contrastaban con el éxito indiscutible de los socialismos democráticos exhibidos por las sociedades europeas occidentales, aún en aquellas gobernadas por partidos políticos alejados del marxismo pero que habían debido articular soluciones para los problemas de la equidad en un debate abierto y constante con las fuerzas socialistas. Y también la superioridad de las propias sociedades capitalistas democráticas.
En el fondo de este cambio estaba –como lo predijo Marx- la evolución de las fuerzas productivas impulsadas por el cambio tecnológico, esta vez saltando los cercos nacionales hacia la construcción de un sistema productivo global. El capital se desvinculó de su base territorial, y con este salto, irreversible porque estaba apoyado en el desarrollo científico técnico, por definición irreversible en cuanto acumulativo, mandó al museo a todas las construcciones teóricas sobre la política dentro de los Estados. Y la lucha por el disciplinamiento del capital comenzó a tener perfiles globales, con actores diversos, tantos como intereses motivadores expresaran las personas en todo el planeta a través de “causas” de gran diversidad –derechos humanos, ambientalistas, defensoras de especies en peligro, igualdad de género, etc. etc. etc-
Las identidades también perdieron sus antiguos bordes, reemplazados por una multiplicidad de identidades difusas que atraviesan culturalmente a cada ser humano en forma diferente. “Sociedad líquida”, dice Bauman. “Cosmopolitismo banal”, afirma Beck. Una superposición de intereses redefinió las “nacionalidades”, las “pertenencias de clase”, las “superestructuras culturales”, las “cuestiones nacionales”. Todos estos conceptos sociológicos y políticos de la modernidad deben ahora ser enfocados desde la perspectiva de la segunda modernidad, la del nuevo estadio de desarrollo del mundo, que ha impregnado ya el funcionamiento, como está dicho, de prácticamente la totalidad de la sociedad humana. Sólo quedan al margen pocos países “museo” como Cuba o Corea del Norte, algunos dominados por los nuevos piratas como Somalia, Chad, Costa de Marfil u otros, y los “autoexcluidos” que pretenden retrotraer la historia, no tomados seriamente en cuenta por nadie que realmente cuente en el mundo, como el “socialismo bolivariano”, el “indigenismo”.... o el retro-progresismo.
Leerlo a Laclau interpretando al movimiento de rebelión de 2008 con los cartabones interpretativos de la “oligarquía vacuna”, calificando a los chacareros liderados por De Angelis como “bandas semifascistas” o mirando el conflicto con las anteojeras de las declaraciones de Faustino Fano de hace cincuenta años muestra esa interpretación, ignorante del actual país real y cuya síntesis es recrear obsesivamente el pasado, de la misma forma que insistir para interpretar el presente en el rol que jugaron las Fuerzas Armadas en el país histórico, en un análisis también sesgado y por lo tanto, anticientífico, como si en la historia de las Fuerzas Armadas hubiera existido una constante antinacional permanente que ignora su rol en la independencia, la ocupación del territorio, la defensa de las fronteras, el desarrollo del petróleo y del acero y el desarrollo científico y técnico que protagonizaron en diversos períodos. Si las posiciones y declaraciones del pasado fueran transpolables a la actualidad descontextualizadas, sería interesante conocer la reflexión de Laclau sobre las declaraciones y actitudes laudatorias de Kirchner en tiempos menemistas, su admiración por Cavallo en tiempos de la convertibilidad, o su amistad con los jefes militares patagónicos en tiempos del proceso...
No existe en Laclau una toma de conciencia de la realidad económica y tecnológica del mundo actual, ni del creciente protagonismo ciudadano en la construcción dialéctica de una especie de “ciudadanía global”, ni de la agenda de la segunda modernidad cada vez más incorporada a la reflexión de las personas de todo el mundo. Leerlo deja la sensación de que el futuro le aterra, no por sus posibilidades sino porque le presenta un escenario ubicado fuera de su capacidad de entendimiento, y frente a ese terror profundiza la proyección conceptual del análisis del pasado otorgándole una vigencia que hace tiempo ya no tiene. Omite la realidad global y sólo habla del Estado y la sociedad nacional, pero no los actuales sino los de hace décadas, que ya no existen. Y de esta forma, recrea una caricatura de la vieja dictadura proletaria, el “neo-populismo”, con el que justifica las negaciones institucionales con el argumento de que las instituciones obstaculizan el “poder popular”. Poder popular que también es una creación voluntarista, porque se refiere a una construcción intelectual (el “pueblo”) que no existe con las características que le otorga en su análisis, pero desconoce la existencia concreta y tangible de una realidad que no responde a ninguna creación intelectual: las personas reales, crecientemente cosmopolitizadas en sus consumos, sus creencias, sus razonamientos, sus marcos conceptuales y hasta sus valores.
Como este análisis no es políticamente neutro, aunque se explicite desde la academia, es imprescindible incluir en su crítica las consecuencias políticas. El llamado a la polarización y el enfrentamiento, la burla sobre la creciente “crispación”, la insistente calificación de “progresistas” de medidas de esencia regresivas como la apropiación de los fondos previsionales para la construcción de clientelismo y el beneficio de los grupos empresarios amigos del poder y de la propia pareja presidencial, la estatización deficitaria de la línea aérea que dilapida –nuevamente- recursos previsionales en beneficio de la clase alta que vuela, de las mafias sindicales y de los proveedores privilegiados, son evidencia de una ligereza en el análisis de la situación nacional que define primero el objetivo y después busca los fundamentos sesgados de justificación, conducta ciertamente anticientífica. Pero insistir en que es necesario “que la gente perciba que la sociedad está dividida en dos campos” –inexplicable simplificación, cuando es realizada desde la academia, para referirse a una colectividad tan compleja y multifacética- es también escasamente responsable, en una sociedad con la historia y la experiencia de la argentina, conociendo las consecuencias sangrientas que han tenido en el pasado reciente esas polarizaciones y crispaciones.
La mezcla, en este sentido, del prestigio académico y de la picardía política, le resta al análisis autoridad científica y lo ubica en el campo más pedestre de la lucha por el poder que, en nuestro país, ha retrocedido a las ancestrales pugnas patrimonialistas. El crecimiento sin límites del patrimonio de la pareja presidencial durante su gestión de gobierno, así como de los funcionarios emblemáticos y de las empresas vinculadas al poder, es la mejor demostración de esta afirmación.
En fin. Decía al comienzo el abismo que notaba en las diferentes visiones académicas de la izquierda para analizar la situación del mundo. La de Laclau no se atreve a soltar amarras, y en esa obsesión saca a superficie lo peor del pasado “socialista”, hoy caricaturizado en el neopopulismo y el retroprogresismo cuya consecuencia es volver a las tolderías. Por el contrario, en el otro extremo, lúcidos pensadores que se resisten a abandonar las enormes contribuciones que el pensamiento de izquierda hizo a la interpretación del mundo estudian y proponen nuevos caminos, asentados en la realidad existente y en la que se avizora. Sin renunciar a sus valores pero tampoco a la posibilidad de luchar por ellos en el nuevo paradigma, profundizan las propuestas democráticas hasta el nivel global. No demonizan a sus adversarios, con los que en todo caso tratan de definir nuevos puntos de reflexión llegando, como en el caso de Beck, a reconocer la potencialidad de “un nuevo comienzo” en el que los viejos rivales no necesariamente lo serán de cara a los problemas actuales.
Los nuevos temas de debate son los ya instalados: el desbalance financiero, el calentamiento global, el agotamiento del petróleo como fuente energética predominante por su perjudicial incidencia en el ambiente, el diseño de nuevas formas de ingresos como el ingreso universal o el trabajo social remunerado como respuesta a la desaparición paulatina del trabajo estable consecuencia del desarrollo tecnológico, la violencia cotidiana instalada como acompañante permanente, las redes de delincuencia global, el terrorismo fundamentalista, la necesidad de nuevas herramientas para contener los efectos desbordantes del capital ante la ausencia de un poder estatal planetario, los problemas de igualdad de género, las migraciones cada vez mayores con sus efectos en las sociedades emisoras y receptoras, las nuevas pandemias, en síntesis, la elaboración conceptual de un cosmopolitismo consciente que asuma la inexorabilidad del nuevo escalón de las fuerzas productivas y diseñe políticas eficaces para orientarlas y contrarrestar los problemas que se generen a raíz de su –saludable- desarrollo.
Porque –y es importante recordarlo- es a raíz de ese salto productivo global que han salido de la pobreza extrema en las últimas décadas miles de millones de personas en el mundo en la China, en India, en el sudeste asiático, en Brasil, en la propia Rusia; que han incrementado sus expectativas de vida, que se han acercado a los beneficios de bienes básicos, que han conseguido por primera vez en su vida un empleo salarial superando el umbral embrutecedor de su atrasada y miserable vida campesina de formas ancestrales, que por primera vez aparecen en su horizonte beneficios sociales y previsionales. Y que están asomándose a una lucha que el mundo occidental protagonizó en los últimos cuatrocientos años para ampliar sus espacios de libertad individual, para tener derechos, para poder dejar a sus hijos una situación mejor que la que recibieron.
Muchos otros luchan para ingresar en ese mundo y por liberarse de los análisis tipo Laclau, cuyo horizonte pueden ver en las sociedades modélicas del retroprogresismo que aún subsisten pero que difícilmente atraigan para vivir en ellas a intelectuales que, desde Oxford, proclaman que todo tiempo pasado fue mejor e intentan volver la historia atrás, dando soporte intelectual y vistiendo argumentalmente a políticos inescrupulosos que utizarán sus ideas mientras les sirvan en cada coyuntura, pero que cambiarán de discurso cuando otro –así sea el opuesto- le sirva para su objetivo crudamente patrimonialista.
La opción a la construcción del futuro global democrático, plural y abierto son los linchamientos populares institucionalizados por la nueva Constitución de Bolivia, el cierre de medios de prensa independiente en Venezuela, la esclerosis deshumanizada de Corea del Norte, el desarrollo de armamentos nucleares del Irán de los Ayatollash que masacra estudiantes, las circuncisiones de clítoris de las mujeres en el Islam fundamentalista, las cárceles cubanas en las que se destroza la condición humana de personas que no piensan como lo dispone el poder. No es con esos horizontes que nuestro país definió, en palabras de San Martín al proclamar la independencia del Perú, que la causa de nuestra revolución, esa que dio origen al país que tenemos, era “la causa del género humano”, de señera vocación cosmopolita e igualitaria.
Al contrario de la afirmación de Laclau, Buenos Aires es lo mejor que hemos podido construir los argentinos y expresa todas las contradicciones de nuestra búsqueda bicentenaria aún inconclusa. Logros excelsos en las ciencias y en las artes, frente a compatriotas durmiendo en los zaguanes. Lugar por excelencia del debate político y espacio a la vez de las intransigencias más duras, hasta sangrientas. Ejemplos de solidaridad ejemplares, frente a egoísmos cargados de cinismo. Puerto de ingreso de personas que llegaron a un país-aldea y lo convirtieron en el asombro del mundo, y puerto de egreso de millones de valientes que salieron a buscar horizontes mejores en un mundo al que no temieron, porque aprendieron en Buenos Aires a no temer a nada. Ámbito de intelectuales de diversos lugares del mundo que encontraron cobijo en nuestras Universidades, donde trajeron su visión universal y cosmopolita, y cuna de intelectuales que se fueron al mundo a llevar su visión telúrica, lejos de su patria. En todo caso, el desafío sigue siendo potenciar los buenos valores de convivencia, y limitar hasta erradicar los negativos, las intransigencias, la deshumanización de los adversarios, la indiferencia hacia el que sufre.
En un mundo que se está edificando alrededor de las ciudades protagonistas –Hong Kong, Shangai, Tokyo, San Fracisco, Nueva York, San Pablo- Buenos Aires es nuestro chance, nuestra “interfase” más directa con el futuro. Agradezcamos que es cosmopolita, que recibe y procesa todo lo que viene, que acunó hace doscientos años la audaz revolución sin la cuál no tendríamos país. Es nuestra única ciudad universal. Como nuestra mejor creación colectiva, un insulto a Buenos Aires es un insulto a los argentinos, que curiosamente en otro aniversario “redondo” –hace 130 años- nos apropiamos de ella, quitándole su exclusividad a los porteños y haciéndola capital de todos.
Buenos Aires –con su maravilloso colorido de derechas, centros e izquierdas conviviendo en la diversidad- es la reserva de la vocación democrática de los argentinos frente a las deformaciones coloniales y autoritarias del neo-populismo.
Agradezcamos que así sea.
Ricardo Lafferriere
*Reflexión crítica sobre las declaraciones de Ernesto Laclau en el sitio “ZOOM”, con el título “Hay que poner las cosas blanco sobre negro”, en reportaje realizado por Juan Salinas. http://www.revista-zoom.com.ar/articulo3130.html
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