La Argentina en la tormenta del
mundo
No hace mucho –apenas un par de semanas- analizábamos en
esta columna la enorme diferencia de dimensiones entre la economía real, la que
efectivamente produce bienes y servicios utilizados por las personas, con la capitalización
bursátil en todo el mundo.
Para tener un número de partida destacamos los 240 billones
de dólares de capitalización bursátil con los 60 billones a que alcanza el
Producto Bruto Global de todo el planeta en un año. Pero en realidad esa
comparación oculta una circunstancia aún más dramática: mientras que para
producir esos 60 billones el mundo necesita un año –de inversión, trabajo,
comercio, creación, intercambio, gestión pública-, la capitalización bursátil
gira en tiempo real, no ya en meses o semanas, sino en días y aún hasta en
horas, minutos y segundos.
En otros tiempos esa relación era aproximadamente de uno a
uno, y el movimiento de capitales no se asentaba aún en la revolución de las
comunicaciones, la informática y la libertad de desplazamiento financiero, o
sea, en el “tiempo real”.
En épocas de estabilidad este desfasaje temporal no es tan
trascendente. Pero en tiempos de crisis, sus consecuencias son graves.
La semana que corrió entre el 23 y el 28 de octubre de 2011
mostró –una vez más- otro ejemplo. El avance de las conversaciones en Europa
para sostener a Grecia y al Euro con aportes públicos y semi-públicos de
alrededor de un billón de dólares –que pagarán los ciudadanos, a través de los
presupuestos públicos, vía sus impuestos- hicieron “subir” las bolsas en Europa
en un promedio del 3,2 % con alzas puntuales del 8,9 % en el índice bancario y
alzas puntuales que superaron el 20 % en bancos franceses. En Wall Street la
suba del Down Jones se acercó al 3 %, en Tokio subió el 2 % y en Hong Kong
superó el 3 %. El promedio de capitalización bursátil fue del 3 %, lo que implica que a raíz de una
medida aún no tomada y cuyo valor es de un billón de dólares, la “riqueza”
bursátil aumentó en 7,2 billones de dólares.
El ajuste europeo retirará, vía impuestos y ahorros en otros
rubros, un billón de dólares de los bolsillos de la gente, haciendo crecer la
desocupación, diluir los salarios, desmejorar la seguridad, desatender la
salud, deteriorar la educación.
A cambio, los operadores bursátiles serán 7,2 billones más
ricos, sólo manejando imágenes comunicacionales, porque nada ha sido decidido.
Los diarios del sábado ya anunciaban que “los operadores
comenzaban a sentirse decepcionados” por el mecanismo aún no establecido. Se
anunciaba para esta semana una nueva caída de las bolsas. Obviamente, “tomarán
ganancias”. Y recomenzará el juego de imágenes comunicacionales moviendo el
“sube y baja”, presionando más a los Estados para que el ajuste sea más grande,
porque “como está no alcanza”. La rueda seguirá girando, empobreciendo a unos,
concentrando riqueza en otros.
La solución –lo hemos dicho en esta columna- no es
económica, sino política. Son los gobiernos, en ejercicio de su autoridad, los
que deben establecer urgentes normas que limiten, contengan y reglamenten el
juego financiero global, aislando a los paraísos fiscales –verdaderas bases de
operaciones extraterritoriales del terrorismo económico- y dictando normas que
disciplinen los movimientos de capitales a la autoridad de las instituciones globales
que se establezcan por parte de los gobiernos.
El camino elegido hasta ahora los entierra más, porque los
endeuda más y los hace más vulnerables y dependientes de aquéllos a quienes
tendrían que reglamentar. Y como el entramado es global, no hay chance alguna
que las medidas se tomen en forma aislada.
Si no lo hacen, no habrá solución. Lo sabemos de sobra en la
Argentina, donde la fiesta de los años 90 terminó generando una inexorable
caída que nadie estaba en condiciones de evitar, aunque las pequeñeces de la
política criolla hayan cerrado luego la evaluación concentrando las culpas,
como en la leyenda bíblica, en un “chivo emisario” que ninguna responsabilidad
tenía en el endeudamiento del país y que no contaba con herramienta alguna para
evitar el tsunami.
Así está hoy el mundo, pero en grande. Si la conmoción
argentina del 2001/2002 retumbó en todo el planeta, la conmoción en el planeta
tendrá consecuencias que no podemos imaginar.
No estaría mal que frente a este nuevo ejemplo, en nuestros
pagos aprendiéramos la lección que pareciera estar olvidándose, de lo que
ocurre cuando se gasta más que lo que se recauda, se toma con alegre
displicencia el gravísimo tema del desequilibrio monetario y fiscal, o se
ignora el efecto desarticulador de la inflación, tanto para la convivencia como
para las decisiones de largo plazo.
Hemos tenido un fortísimo viento de popa que hemos
desperdiciado por casi una década, que hoy corre peligro por la crisis del
mundo. Actualmente tenemos otro elemento favorable, consecuencia no buscada del
aislamiento, que ha provocado una barrera natural ante los efectos financieros
de la crisis: no sufrimos una dependencia fuerte del capital financiero global.
Pero ante la obsesión populista de no pensar en las consecuencias, frente al
exigido presupuesto público se están escuchando ya alternativas que nos
llevarán al centro de la tormenta, como la de volver a endeudarse en los
“mercados voluntarios”, aún antes que la crisis se decante.
Por lo pronto, la desesperación por conseguir divisas en
cualquier lado y de cualquier forma descubren la gran falacia de las “reservas”,
que parecen acercarse mucho más al cero denunciado
por los analistas, que a los “50.000 millones” del mendaz relato oficial.
Sería bueno que antes de avanzar en una política
coyunturalmente tan peligrosa, se agoten las medidas que están a nuestro
alcance sin entrar a la tormenta del mundo si podemos evitarlo: ordenar las
finanzas públicas, sancionar la ley de coparticipación para que cada uno se
haga responsable de sus gastos, y se ponga fin a la dilapidación de recursos
por no tomar medidas consideradas “impopulares” pero cuya demora lo será mucho
más, cuando la crisis del mundo –y de las propias imprevisiones- nos alcance y
el ajuste se imponga por sí sólo, como ocurrió en 1975, cuando, casualmente,
gobernaba la presidenta del mismo partido que Cristina.
Ricardo Lafferriere