Muchas veces nos hemos referido, desde esta columna, a los problemas más importantes de la agenda argentina al iniciar su tercera centuria de vida independiente. Tratando de aportar a ese debate, hemos sostenido que el país se encuentra en un complicado momento de su historia en el que se superponen dos procesos: la necesidad de culminar la modernidad comenzada en 1810, al romper el régimen colonial y estamentario e iniciar la construcción de una sociedad democrática y libre, por un lado. Y por el otro la urgencia de encarar la agenda de la segunda modernidad, más fragmentada y con problemas surgidos de éxitos parciales de la modernidad que se abren en abanico desde el deterioro ambiental hasta la polarización social, desde la violencia cotidiana hasta las desigualdades de género.
En el desafío de determinar prioridades, pareciera claro que la urgencia mayor es la de terminar de establecer las reglas de juego de la convivencia, tanto en la calle como en la relación con el poder. Sin las vigencias de las reglas, cualquier tema de agenda puede resultar conmocionante. Por el contrario, con las reglas rigiendo, hasta los debates más fuertes y duros tendrán contención y formas de resolverse, sin generar conmociones sistémicas.
De ahí que el verdadero problema argentino hoy sea el que enfrenta a quienes desean funcionar bajo reglas –constitucionales, legales, convencionales- y quienes se ríen de las reglas porque prefieren el “puro poder”, aún a riesgo de llevar la vida del país a una movilización permanente y a implantar la ley de la selva en la que el más fuerte tenga más chances de imponer sus intereses frente a los más débiles –ancianos, niños, discapacitados, marginados, y en general, los más pobres- como puede verificarse comparando el salario promedio de los camioneros (10.000) con su similar de jubilados (1.100), o la tasa de ganancia de un empresario de obras públicas amigo del poder con el de cualquier empresario sin “contactos”...
Pareciera claro. Sin embargo, viejos ecos de los conflictos del siglo XX motorizados por visiones enfrentadas que nos llevaron a perder ocho décadas de historia parecen insistir en polarizar la sociedad tendiendo un velo pretendidamente “ideológico” que impide ver con claridad la esencia de los problemas de hoy. Si fuera una cuestión académica, tendría su lugar de debate en las cátedras. Pero no es así: no hay inocentes en este diseño, y la motorización de los falsos conflictos amenaza con hacernos perder, también, las primeras décadas del siglo XXI.
A medida que el proceso político se acerca a la definición presidencial –decisión mayor que articula el resto de los debates- se instala la sensación de que los principales actores van ubicándose en “la interna del modelo”... No del modelo kirchnerista, caricatura grotesca del “nacional-populismo” más sectario, sino al “modelo” como diseño del paradigma dominante desde 1930, que ha elaborado una estructura ideológica justificadora del estancamiento, la anomia, el autoritarismo, el desprecio por la ley y la justicia, el ataque larvado pero constante a la condición del ciudadano, en cuanto titular de derechos inalienables, la grotesca deformación demográfica, las complicidades corporativas, la política asentada en redes clientelistas construidas a costa del vaciamiento del país productivo y como frutilla del postre, la justificación de acuerdos opacos en nombre de un brumoso “interés general” pocas veces explicitado y nunca acreditado.
Quien esto escribe ha militado durante muchos años en política y en ese lapso ciertamente se ha equivocado y ha acertado, como muchos. Las turbulencias de los años 70 lo encontraron en las antípodas de los mercenarios de la muerte, de quienes llenaron las calles de sangre desatando con su provocación inmoral el período más cruel y salvaje de nuestra historia. No sostuvo jamás que “el poder nace del fusil”, o que “hay que provocar el golpe, para que las cosas estén más claras”, como proclamaban las formaciones armadas, peronistas y no peronistas. Junto a otros –entonces- jóvenes, levantó banderas de unidad nacional con el objetivo de instaurar una democracia sólida, que sirviera de marco para discutir las transformaciones de fondo que requería la Argentina, acercando posiciones de viejos rivales sobre cuya división habían cabalgado los grandes retrocesos.
Por supuesto que esos –entonces- jóvenes sentían la Nación en sus entrañas y los intereses de quienes menos tienen como fundamento de su ética política. Defendían a la Nación y al pueblo al que pertenecían. Pero jamás se sumaron a la visión autoritaria del “nacional-populismo” cercano en sus métodos a los fascismos y las dictaduras. Y vieron al radicalismo, en cuanto plural e internamente tolerante, como el renovado instrumento para liderar este proceso de restauración democrática, que se desató con el oportuno liderazgo de Raúl Alfonsín.
Sin sectarismos: basta con observar la composición de los votos del Colegio Electoral que eligió presidente a Alfonsín en 1983. Electores radicales, partidos provinciales, liberales y conservadores, ex radicales y hasta algunos peronistas que querían abrir una puerta al futuro.
Y alcanza con leer el discurso de toma de posesión del primer presidente democrático. El sueño de un país cordializado y de una democracia consolidada pasaba por encima de las viejas consignas, convocando no sólo a propios sino fundamentalmente a extraños, como lo había hecho en la campaña electoral. No había intenciones de avasallar las convicciones ideológicas de quien pensara diferente, refregándole en la cara su visión distinta. Al contrario, la mayor disposición era a escuchar, en la conciencia de que aún en los rivales más duros hay porciones de verdad que pueden aportar soluciones creativas.
El intento de 1983 fue quizás el esfuerzo más cercano en el tiempo de culminar con el programa moderno. A partir de allí, nos fuimos deslizando en la recreación de las viejas polarizaciones, hasta que la magnificación del grotesco se instaló en el 2003 con la llegada de la antigualla K. La que no ha fracasado en su intento de volver la historia atrás, al punto de haber logrado que gran parte de la oposición razone con sus mismas herramientas argumentales, aún al precio de seguir condenando al país al estancamiento.
La Argentina del futuro, sin embargo, vive, trabaja, sueña y crea. Pero se siente cada vez más alejada de la política, que no termina de entender lo que pasa en el país y en el mundo y que más bien da la sensación de aferrarse al minué de las “nomenclaturas”, bailado al compás de variados inventos instrumentales -desde colectoras truchas hasta internas de juguete o manipulación de los calendarios electorales- mientras los problemas reales de los argentinos reales brillan por su ausencia. Hay entre varios de ellos una coincidencia, que no es virtuosa: bordear la ley buscando el mejor atajo de cada uno para llegar al poder. Sin plataformas, sin propuestas.
Como en 1983, el gran dilema de hoy no es ser “nacional y popular” o “neoliberal”. Al contrario, es “democracia republicana o autoritarismo populista”. En lo personal, el autor se define como ciudadano de la democracia. Para lograrla, el camino sigue siendo el mismo: “dejar de lado las cuestiones más sofisticadas de las ideologías de cada uno” y dedicarse a construirla, defenderla, profundizarla. Y en eso se siente aliado de todos los que crean en la democracia, sean de izquierda o de derecha, sean progresistas o conservadores, sean liberales o estatistas. A condición de que asuman que el poder no les pertenece, que sólo se justifica si se ejerce en representación de los ciudadanos –que son sus dueños-, que ninguna corporación, ni empresarial, ni política, ni gremial, tiene privilegios de cara a los ciudadanos de a pie, cuyos derechos no son un bien mostrenco que se puede confiscar, negar, apropiar o matar, sino justamente la razón de ser del sistema político, basado en la Constitución y las leyes, para lograr una convivencia en paz que nos permita ser mejores.
Ricardo Lafferriere
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