Un año electoral es un año de definiciones.
Aunque todos los días los ciudadanos construyen su país con su trabajo, su opinión, sus estudios, sus investigaciones, su creación cultural e incluso su influencia en la política, es en la definición de su gobierno cuando elige el rumbo del mediano plazo, el que en última instancia enmarcará el resto del funcionamiento político y social en los años inmediatos.
En ese sentido, un año electoral debe ser por definición polémico. Debe enfrentar proyectos, opiniones y propuestas que las fuerzas políticas y los candidatos formulen los ciudadanos para su evaluación. Requiere debate, fuerte, denso, sustantivo.
Desde esta columna hemos presentado reiteradas veces nuestra visión sobre las alternativas posibles para el país, que en el fondo y como aproximación didáctica podemos definir en dos grandes opciones: un país “de retaguardia”, cerrado y mediocre, que trata de reconstruir un tiempo que pasó sin levantar la mirada, nacionalista fuera de época, aislado del mundo y coto de caza de corporaciones –sindicales, empresarias, políticas-; o un país “de vanguardia”, abierto y pujante, que decide la construcción de su futuro con vocación cosmopolita, decidido a enfrentar la agenda del siglo XXI con vocación de éxito a fin de lograr una convivencia madura y equitativa, sumado al tren del futuro en una imbricación virtuosa con el mundo.
El primer camino significa marchar a contramano, insistiendo en todos los fracasos, desde la violación de los derechos de las personas hasta la justificación seudoideológica de un Estado irracional, desde la subordinación de las “declaraciones, derechos y garantías” de los ciudadanos a un difuso “interés general” definido por una camarilla en el poder, desde la transferencia de riquezas al margen de los procedimientos democráticos y constitucionales hasta la justificación de la confiscación por cualquier causa, desde el aislamiento internacional hasta el vaciamiento del federalismo.
La consecuencia de persistir en este rumbo está a la vista: un país deformado hasta el ridículo concentrando en su área metropolitana (4000 kms 2) 14 millones de habitantes a una densidad de 3500 habitantes por km2, mientras ocupa el resto de su inmenso territorio continental (2.800.000 kms2) con apenas 10 habitantes por km2. Un país que en los mejores años de su historia económica ha reforzado su inequidad social con una pobreza que alcanza a más de un tercio de su población, que de ser señero en educación y ciencia ha pasado a revistar entre los últimos del continente en calidad educativa pública, que ha incrementado su inseguridad ciudadana al compás de la complicidad oficial con el narcotráfico y que vive de liquidar su capital –como ahorros previsionales, reservas de divisas y capacidad de endeudamiento- mientras no es capaz de formular acuerdos nacionales estratégicos de cara a sus próximos años.
El otro rumbo está disponible, pero un inexplicable bloqueo intelectual no sólo de la mayoría dirigencial sino del telón de fondo cultural de la mayoría del sistema comunicacional –aún el opositor- lo hace inabordable. Es comprensible. Todos en la Argentina nos formamos en un mapa conceptual propio del “primer camino”. En todo caso la pregunta es si eso justifica poner un pulmotor en conceptos quizás válidos para otros tiempos, con otro mundo, otra agenda y otro país, y si justifica la pereza intelectual de ignorar la agenda de hoy y de mañana, en lugar de repetir propuestas formuladas para otros problemas.
La Argentina podría convertirse en diez años en un país que hoy no nos atreveríamos a imaginar: equilibrado y plural, democrático y equitativo, abierto y solidario. Respetuoso de su inteligencia y de su creación en libertad. Descentralizado y con cada lugar de su territorio incorporado a lo mejor del confort, seguridad y avances tecnológicos. No nos llevaría más que una década volver a vernos, junto a Chile y Uruguay, y en palabras de Belisario Roldán hace un siglo, como “el contrapeso meridional del Continente”.
¿Cómo no lamentarse, entonces, que ante esa perspectiva se escuche sin embargo, en un año de definiciones estratégicas, centrar el debate en temas como la persistencia del Fútbol para Todos, en el mantenimiento de un subsidio inmoral a una línea aérea convertida en coto de caza de sindicalistas, proveedores y acreedores con fondos malversados del sistema previsional, o en la ilusoria reconstrucción de un sistema jubilatorio posible en los años de auge del industrialismo pero inconsistente con la realidad económica del nuevo paradigma económico global?
El dilema no es de “izquierdas o derechas”. Lo prueban Fernando Henrique Cardoso, Lula, Ricardo Lagos, Bachelet, Tabaré Vázquez, Mujica, Dilma Ruseff, salvo que alcancemos con el apelativo de “neoliberales” a estos dirigentes que han sido capaces de conducir sus países atravesando la crisis del cambio de siglo y el auge de los años siguientes con vocación democrática con una solidez institucional creciente y sin “estados de excepción”, “facultades extraordinarias” ni medidas especiales que ignoren el debate parlamentario o los derechos políticos, económicos o sociales de sus ciudadanos.
Y el propio Alfonsín. ¿O es que acaso olvidamos las críticas salvajes al Plan Houston, a las propuestas de incorporación de capital privado a la ex ENTEL, a la asociación de Aerolíneas con SAS y otras sensatas propuestas modernizadoras saboteadas en el Congreso y en la calle por las mismas voces trogloditas que luego apoyaron el remate indiscriminado del capital público en los 90?
Los partidos y los candidatos, para recuperar credibilidad y respetabilidad ciudadana, deberían hoy hablar claro en sus propuestas, con nitidez y honestidad intelectual y política. Nuestro pueblo, que no es necio, elegirá lo que le parezca más adecuado. No es una buena práctica construir los discursos sobre las presiones corporativas o apelando a sentidas emotividades. Los argentinos quieren –queremos- escuchar ideas sobre nuestros problemas de hoy y los años que vienen. Es el requisito ineludible de una democracia exitosa.
Ricardo Lafferriere
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