El proceso electoral parece estar lanzándose, con sus protagonistas elevando la exposición de sus mensajes y comenzando a definir sus propuestas básicas para los años próximos.
Lamentablemente, las primeras voces no parecen prometedoras. La invocación a la nostalgia o la corrección de la megacorrupción como nodos centrales, aún con sus valías, son insuficientes para crear en la imaginación de la Nación una imagen más o menos clara sobre el puerto de destino que se le ofrece. Las opciones parecen más bien grises, sin atreverse soltar amarras ni siquiera en lo propositivo, de la esperpéntica agenda impulsada desde el poder en estos años.
No se construirá una alternativa entusiasmante pasando a un segundo plano las definiciones programáticas, ni organizando internas de juguete, ni ofreciendo a la sociedad un camino que, aunque emprolije los métodos, no alterará sustancialmente el rumbo kirchnerista.
La Argentina necesita sentirse convocada a un esfuerzo creíble, atractivo, motivador. Debe incluir a todos los compatriotas recuperando la autoestima nacional luego de este nuevo amague frustrado que significó la propuesta K, pero ello no significa que los argentinos aceptarán cualquier retorno a visiones que ignoren su agenda de hoy e insistan en soluciones a problemas que no son los actuales. Y debe sentir que el respeto a las reglas de juego será un piso tan sólido que habrá de someter a su vigencia a cualquier tipo de poder corporativo, social o extrainstitucional que lo desafíe.
Las sociedades exitosas, en el mundo y en el plano regional, por encima de contar con el difuso telón de fondo de la ideología de sus dirigencias, han encarado la articulación de sus esfuerzos con la marcha de la nueva etapa global, caracterizada por el exponencial avance científico técnico, la utilización de la dimensión gigantesca del mercado mundial y la creciente adopción del estado de derecho con la viga maestra de los derechos humanos, los que hasta China se ve obligada a reconocer como un objetivo legítimo.
Para lograrlo, han sido capaces de concertar acuerdos estratégicos que incluyen el amplio consenso de sus élites, desterrando la intolerancia recíproca y sabiendo priorizar aquellos puntos que concitan coincidencias. No ha cambiado mucho el rumbo de Brasil desde Fernando Henrique Cardoso hasta Lula o Russef, ni tampoco Chile desde la Concertación a Piñera y me atrevería a decir que tampoco cambió el Uruguay en forma rotunda desde Jorge Batlle hasta Mujica. Por supuesto que varía el acento en determinadas miradas y que no puede decirse que sean exactamente lo mismo, pero es indiscutible que lo que sí es igual es la forma de imaginar el aprovechamiento en sus respectivos países de la nueva etapa global, apoyada en un “ethos” político maduro, tolerante y reflexivo.
El nuevo período seguramente tomará algunos saldos exitosos aún del propio kirchnerismo. Parece sensato reconocer que su gestión en el área de la ciencia y la tecnología ha sido de lo mejor en las últimas décadas. Sin embargo, el resultado global es fuertemente negativo. Lo peor no es eso, sino que es de varios de estos aspectos negativos que parecen heredar su discurso algunos relatos opositores.
El tema de las retenciones agropecuarias es un ejemplo. La afirmación de la “inexorabilidad” de las retenciones esconde en el mejor de los casos, una ingenuidad peligrosa y en el peor, un cinismo inaceptable. Sin respetar los derechos de las personas –entre las cuales, la de disponer del producido de su trabajo o inversión tiene una protección constitucional central- será imposible relanzar el proceso de inversión.
La continuidad de las retenciones implica la continuación de la concentración macrocefálica, de la explotación de los esfuerzos productivos de las provincias para financiar redes clientelistas – mafiosas del conurbano y el reconocimiento de la impotencia nacional para financiar su propio desarrollo. Es más: significa que continuará la invocación del fantasmagórico “interés general” como justificación del avasallamiento de los derechos constitucionales de los ciudadanos. Las retenciones, que son un robo convertido “de facto” en institución del Estado, deben ser reemplazadas –aunque sea en forma progresiva pero inexorable- por un moderno y elaborado impuesto a las ganancias, progresivo, coparticipable y enmarcado en el sistema impositivo nacional.
Pero lo peor es que tras ese discurso aparentemente progresista (justificando las retenciones por la necesidad del gasto social) se esconde la impotencia para proponer un camino de desarrollo apoyado en la educación, la reconversión productiva de los compatriotas marginados y la reforma del Estado terminando con los innumerables mecanismos de apropiación de ingresos y de transferencia a empresarios amigos a cambio de migajas dejadas en el camino a quienes desde el poder les abren esas posibilidades.
Ignorar el problema de los servicios públicos escudándolo en visiones ideológicas es una falencia parecida. La falta de agua potable y cloacas, el infierno del transporte público, la obsolescencia energética y el mantenimiento de subsidios esquizofrénicos –como el de la línea aérea estatal, y las transmisiones de partidos de fútbol por TV- atacan el sentido común, al coexistir con el mayor índice de pobreza y polarización social en muchas décadas, salvo el pico coyuntural de la crisis del 2002.
Escuchar a los candidatos justificar la dilapidación de más de dos millones de dólares por día (doscientas viviendas por día, o comida diaria para doscientas mil personas...) por no animarse a enfrentar a los intereses corporativos de gremios y proveedores, o el mantenimiento de los 50.000 millones de pesos anuales de subsidios a empresas de servicios, claramente significa la resignación del crecimiento al anular toda capacidad de inversión reproductiva.
Ello no significa olvidar el problema social, sino incluirlo en un abanico de desafíos que, sin dogmatismos ni ideologismos, articule el crecimiento pujante y vigoroso, con la participación de todos en ese proceso mediante adecuadas políticas públicas de respeto a los derechos inversores, la estricta fiscalización impositiva debatida previamente en el Congreso, la distribución de los recursos públicos entre las jurisdicciones nacional, provinciales y municipales y el respeto impecable a la independencia de la justicia y el estado de derecho.
Eso están esperando los ciudadanos, para volver a sentirse integrantes de una Nación y no simples objetos de discursos de marketing. Esa es, por otra parte, la tarea y la justificación de la actividad política, cuya legitimidad se funda en el reconocimiento de la soberanía de los ciudadanos –no de los partidos, ni de los sindicatos, ni siquiera del Estado- como últimos depositarios de su libertad y titulares finales de cualquier acción pública.
Ricardo Lafferriere
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