lunes, 24 de enero de 2011

Año de definiciones

Un año electoral es un año de definiciones.

Aunque todos los días los ciudadanos construyen su país con su trabajo, su opinión, sus estudios, sus investigaciones, su creación cultural e incluso su influencia en la política, es en la definición de su gobierno cuando elige el rumbo del mediano plazo, el que en última instancia enmarcará el resto del funcionamiento político y social en los años inmediatos.

En ese sentido, un año electoral debe ser por definición polémico. Debe enfrentar proyectos, opiniones y propuestas que las fuerzas políticas y los candidatos formulen los ciudadanos para su evaluación. Requiere debate, fuerte, denso, sustantivo.

Desde esta columna hemos presentado reiteradas veces nuestra visión sobre las alternativas posibles para el país, que en el fondo y como aproximación didáctica podemos definir en dos grandes opciones: un país “de retaguardia”, cerrado y mediocre, que trata de reconstruir un tiempo que pasó sin levantar la mirada, nacionalista fuera de época, aislado del mundo y coto de caza de corporaciones –sindicales, empresarias, políticas-; o un país “de vanguardia”, abierto y pujante, que decide la construcción de su futuro con vocación cosmopolita, decidido a enfrentar la agenda del siglo XXI con vocación de éxito a fin de lograr una convivencia madura y equitativa, sumado al tren del futuro en una imbricación virtuosa con el mundo.

El primer camino significa marchar a contramano, insistiendo en todos los fracasos, desde la violación de los derechos de las personas hasta la justificación seudoideológica de un Estado irracional, desde la subordinación de las “declaraciones, derechos y garantías” de los ciudadanos a un difuso “interés general” definido por una camarilla en el poder, desde la transferencia de riquezas al margen de los procedimientos democráticos y constitucionales hasta la justificación de la confiscación por cualquier causa, desde el aislamiento internacional hasta el vaciamiento del federalismo.

La consecuencia de persistir en este rumbo está a la vista: un país deformado hasta el ridículo concentrando en su área metropolitana (4000 kms 2) 14 millones de habitantes a una densidad de 3500 habitantes por km2, mientras ocupa el resto de su inmenso territorio continental (2.800.000 kms2) con apenas 10 habitantes por km2. Un país que en los mejores años de su historia económica ha reforzado su inequidad social con una pobreza que alcanza a más de un tercio de su población, que de ser señero en educación y ciencia ha pasado a revistar entre los últimos del continente en calidad educativa pública, que ha incrementado su inseguridad ciudadana al compás de la complicidad oficial con el narcotráfico y que vive de liquidar su capital –como ahorros previsionales, reservas de divisas y capacidad de endeudamiento- mientras no es capaz de formular acuerdos nacionales estratégicos de cara a sus próximos años.

El otro rumbo está disponible, pero un inexplicable bloqueo intelectual no sólo de la mayoría dirigencial sino del telón de fondo cultural de la mayoría del sistema comunicacional –aún el opositor- lo hace inabordable. Es comprensible. Todos en la Argentina nos formamos en un mapa conceptual propio del “primer camino”. En todo caso la pregunta es si eso justifica poner un pulmotor en conceptos quizás válidos para otros tiempos, con otro mundo, otra agenda y otro país, y si justifica la pereza intelectual de ignorar la agenda de hoy y de mañana, en lugar de repetir propuestas formuladas para otros problemas.

La Argentina podría convertirse en diez años en un país que hoy no nos atreveríamos a imaginar: equilibrado y plural, democrático y equitativo, abierto y solidario. Respetuoso de su inteligencia y de su creación en libertad. Descentralizado y con cada lugar de su territorio incorporado a lo mejor del confort, seguridad y avances tecnológicos. No nos llevaría más que una década volver a vernos, junto a Chile y Uruguay, y en palabras de Belisario Roldán hace un siglo, como “el contrapeso meridional del Continente”.

¿Cómo no lamentarse, entonces, que ante esa perspectiva se escuche sin embargo, en un año de definiciones estratégicas, centrar el debate en temas como la persistencia del Fútbol para Todos, en el mantenimiento de un subsidio inmoral a una línea aérea convertida en coto de caza de sindicalistas, proveedores y acreedores con fondos malversados del sistema previsional, o en la ilusoria reconstrucción de un sistema jubilatorio posible en los años de auge del industrialismo pero inconsistente con la realidad económica del nuevo paradigma económico global?

El dilema no es de “izquierdas o derechas”. Lo prueban Fernando Henrique Cardoso, Lula, Ricardo Lagos, Bachelet, Tabaré Vázquez, Mujica, Dilma Ruseff, salvo que alcancemos con el apelativo de “neoliberales” a estos dirigentes que han sido capaces de conducir sus países atravesando la crisis del cambio de siglo y el auge de los años siguientes con vocación democrática con una solidez institucional creciente y sin “estados de excepción”, “facultades extraordinarias” ni medidas especiales que ignoren el debate parlamentario o los derechos políticos, económicos o sociales de sus ciudadanos.

Y el propio Alfonsín. ¿O es que acaso olvidamos las críticas salvajes al Plan Houston, a las propuestas de incorporación de capital privado a la ex ENTEL, a la asociación de Aerolíneas con SAS y otras sensatas propuestas modernizadoras saboteadas en el Congreso y en la calle por las mismas voces trogloditas que luego apoyaron el remate indiscriminado del capital público en los 90?

Los partidos y los candidatos, para recuperar credibilidad y respetabilidad ciudadana, deberían hoy hablar claro en sus propuestas, con nitidez y honestidad intelectual y política. Nuestro pueblo, que no es necio, elegirá lo que le parezca más adecuado. No es una buena práctica construir los discursos sobre las presiones corporativas o apelando a sentidas emotividades. Los argentinos quieren –queremos- escuchar ideas sobre nuestros problemas de hoy y los años que vienen. Es el requisito ineludible de una democracia exitosa.

Ricardo Lafferriere

El año del gran debate

El proceso electoral parece estar lanzándose, con sus protagonistas elevando la exposición de sus mensajes y comenzando a definir sus propuestas básicas para los años próximos.

Lamentablemente, las primeras voces no parecen prometedoras. La invocación a la nostalgia o la corrección de la megacorrupción como nodos centrales, aún con sus valías, son insuficientes para crear en la imaginación de la Nación una imagen más o menos clara sobre el puerto de destino que se le ofrece. Las opciones parecen más bien grises, sin atreverse soltar amarras ni siquiera en lo propositivo, de la esperpéntica agenda impulsada desde el poder en estos años.

No se construirá una alternativa entusiasmante pasando a un segundo plano las definiciones programáticas, ni organizando internas de juguete, ni ofreciendo a la sociedad un camino que, aunque emprolije los métodos, no alterará sustancialmente el rumbo kirchnerista.

La Argentina necesita sentirse convocada a un esfuerzo creíble, atractivo, motivador. Debe incluir a todos los compatriotas recuperando la autoestima nacional luego de este nuevo amague frustrado que significó la propuesta K, pero ello no significa que los argentinos aceptarán cualquier retorno a visiones que ignoren su agenda de hoy e insistan en soluciones a problemas que no son los actuales. Y debe sentir que el respeto a las reglas de juego será un piso tan sólido que habrá de someter a su vigencia a cualquier tipo de poder corporativo, social o extrainstitucional que lo desafíe.

Las sociedades exitosas, en el mundo y en el plano regional, por encima de contar con el difuso telón de fondo de la ideología de sus dirigencias, han encarado la articulación de sus esfuerzos con la marcha de la nueva etapa global, caracterizada por el exponencial avance científico técnico, la utilización de la dimensión gigantesca del mercado mundial y la creciente adopción del estado de derecho con la viga maestra de los derechos humanos, los que hasta China se ve obligada a reconocer como un objetivo legítimo.

Para lograrlo, han sido capaces de concertar acuerdos estratégicos que incluyen el amplio consenso de sus élites, desterrando la intolerancia recíproca y sabiendo priorizar aquellos puntos que concitan coincidencias. No ha cambiado mucho el rumbo de Brasil desde Fernando Henrique Cardoso hasta Lula o Russef, ni tampoco Chile desde la Concertación a Piñera y me atrevería a decir que tampoco cambió el Uruguay en forma rotunda desde Jorge Batlle hasta Mujica. Por supuesto que varía el acento en determinadas miradas y que no puede decirse que sean exactamente lo mismo, pero es indiscutible que lo que sí es igual es la forma de imaginar el aprovechamiento en sus respectivos países de la nueva etapa global, apoyada en un “ethos” político maduro, tolerante y reflexivo.

El nuevo período seguramente tomará algunos saldos exitosos aún del propio kirchnerismo. Parece sensato reconocer que su gestión en el área de la ciencia y la tecnología ha sido de lo mejor en las últimas décadas. Sin embargo, el resultado global es fuertemente negativo. Lo peor no es eso, sino que es de varios de estos aspectos negativos que parecen heredar su discurso algunos relatos opositores.

El tema de las retenciones agropecuarias es un ejemplo. La afirmación de la “inexorabilidad” de las retenciones esconde en el mejor de los casos, una ingenuidad peligrosa y en el peor, un cinismo inaceptable. Sin respetar los derechos de las personas –entre las cuales, la de disponer del producido de su trabajo o inversión tiene una protección constitucional central- será imposible relanzar el proceso de inversión.

La continuidad de las retenciones implica la continuación de la concentración macrocefálica, de la explotación de los esfuerzos productivos de las provincias para financiar redes clientelistas – mafiosas del conurbano y el reconocimiento de la impotencia nacional para financiar su propio desarrollo. Es más: significa que continuará la invocación del fantasmagórico “interés general” como justificación del avasallamiento de los derechos constitucionales de los ciudadanos. Las retenciones, que son un robo convertido “de facto” en institución del Estado, deben ser reemplazadas –aunque sea en forma progresiva pero inexorable- por un moderno y elaborado impuesto a las ganancias, progresivo, coparticipable y enmarcado en el sistema impositivo nacional.

Pero lo peor es que tras ese discurso aparentemente progresista (justificando las retenciones por la necesidad del gasto social) se esconde la impotencia para proponer un camino de desarrollo apoyado en la educación, la reconversión productiva de los compatriotas marginados y la reforma del Estado terminando con los innumerables mecanismos de apropiación de ingresos y de transferencia a empresarios amigos a cambio de migajas dejadas en el camino a quienes desde el poder les abren esas posibilidades.

Ignorar el problema de los servicios públicos escudándolo en visiones ideológicas es una falencia parecida. La falta de agua potable y cloacas, el infierno del transporte público, la obsolescencia energética y el mantenimiento de subsidios esquizofrénicos –como el de la línea aérea estatal, y las transmisiones de partidos de fútbol por TV- atacan el sentido común, al coexistir con el mayor índice de pobreza y polarización social en muchas décadas, salvo el pico coyuntural de la crisis del 2002.

Escuchar a los candidatos justificar la dilapidación de más de dos millones de dólares por día (doscientas viviendas por día, o comida diaria para doscientas mil personas...) por no animarse a enfrentar a los intereses corporativos de gremios y proveedores, o el mantenimiento de los 50.000 millones de pesos anuales de subsidios a empresas de servicios, claramente significa la resignación del crecimiento al anular toda capacidad de inversión reproductiva.

Ello no significa olvidar el problema social, sino incluirlo en un abanico de desafíos que, sin dogmatismos ni ideologismos, articule el crecimiento pujante y vigoroso, con la participación de todos en ese proceso mediante adecuadas políticas públicas de respeto a los derechos inversores, la estricta fiscalización impositiva debatida previamente en el Congreso, la distribución de los recursos públicos entre las jurisdicciones nacional, provinciales y municipales y el respeto impecable a la independencia de la justicia y el estado de derecho.

Eso están esperando los ciudadanos, para volver a sentirse integrantes de una Nación y no simples objetos de discursos de marketing. Esa es, por otra parte, la tarea y la justificación de la actividad política, cuya legitimidad se funda en el reconocimiento de la soberanía de los ciudadanos –no de los partidos, ni de los sindicatos, ni siquiera del Estado- como últimos depositarios de su libertad y titulares finales de cualquier acción pública.

Ricardo Lafferriere