domingo, 13 de diciembre de 2015

Una ley no puede limitar las facultades constitucionales del Presidente

Ni del Congreso. Ni de la Corte.

El diseño institucional es un mecanismo de relojería que asigna potestades –delegadas por el pueblo, a través de la Constitución- a órganos de gestión recíprocamente controlados por los procedimientos que sólo ella establece.

El jubileo de la banalidad jurídica kirchnerista en su ninguneo institucional -acompañado, es bueno reconocerlo, por una oposición en muchas ocasiones demasiado dócil, y jueces en demasiados casos lentos o complacientes- avanzó en una proliferación de normas en las que el delicado equilibrio constitucional fue llevado a sus límites y hasta ampliamente sobrepasado.

El caso de algunos organismos –como el AFSCA- es un ejemplo. Puede hasta ser discutible que en campos como el de las comunicaciones se constituya un organismo de seguimiento, con facultades consultivas, de conformación plural. Sin embargo, es claramente inconstitucional asignarle a ese organismo atribuciones que corresponden en exclusiva al Poder Ejecutivo.

Es el Poder Ejecutivo, en efecto, (y no el Congreso) el que tiene como responsabilidad constitucional esencial la de expedir “las instrucciones y reglamentos que sean necesarias para la ejecución de las leyes de la Nación, cuidando de no alterar su espíritu con excepciones reglamentarias” –art. 99, inc. 2-. Para eso está y ésa es su función primaria.

Es más: la atribución de designación de los funcionarios políticos del Estado es también suya, a través del Jefe de Gabinete de Ministros, al que “le corresponde: 1. Ejercer la administración general del país. 2. Expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que le atribuye este artículo y aquellas que les delegue el Presidente de la Nación, con el refrendo del ministro secretario del ramo al cual el acto o reglamento se refiera. 3. Efectuar los nombramientos de los empleados de la Administración, excepto los que correspondan al Presidente. …” –art. 100-.

Negar esas facultades al Presidente y al Jefe de Gabinete es claramente inconstitucional, y cualquier aceptación del Poder Ejecutivo de esas limitaciones sólo puede entenderse como una autolimitación, que se extiende hasta que cambie de idea o agote su mandato. De ninguna manera puede extenderse al presidente que lo suceda.

¿Qué ocurre si el Poder Ejecutivo sobrepasa sus facultades, por ejemplo avasallando derechos de terceros –como la estabilidad de los docentes, o los empleados públicos escalafonados, también de origen constitucional?- Pues es la Corte Suprema la que debe tomar cartas, previo debido proceso. Lo que enfrenta en forma flagrante a la Constitución es la pretensión de vaciar por ley las facultades que ésta asigna en forma clara y expresa al Poder Ejecutivo y asignarlas a otro u otros funcionarios.

Entenderlo de otra forma llevaría al absurdo aceptar que aprovechando una mayoría política circunstancial se sancionen, por ejemplo, leyes que le otorguen estabilidad a los Ministros, o transfieran potestades ejecutivas a organismos de creación legal a los que se dote de autonomía y estabilidad, pretendiendo que los presidentes deban gobernar con el gabinete o los funcionarios heredados. En realidad, no otra cosa es lo que conforman estos organismos de base híbrida y clara inconstitucionalidad con pretensiones de permanencia por encima de las normas constitucionales.

El dislate es tan incoherente como si se dictara una ley ordenando a la Corte a fallar de determinada manera en una causa sometida a su jurisdicción, o como si el Poder Ejecutivo dictara un decreto ordenando al Parlamento a sancionar determinadas leyes, por fuera del mecanismo de los DNU previsto en la Constitución Nacional.

Pero si esto ya de por sí es un absurdo, la pretensión de permanencia en esos organismos de los funcionarios asignados (¿?) a la representación del Poder Ejecutivo más allá del mandato de quién los designó supera la más alucinante de las falacias políticas. Podría hasta defenderse la continuación de los “delegados” del Congreso –organismo plural y permanente, en constante modificación en sus mayorías-, pero que la ley termine obligando al Poder Ejecutivo a que sus propios representantes sean quienes designó un Presidente que no existe, rompe las barreras del absurdo y se tranforma en un dislate. ¿A quién reportarán? ¿Al presidente que los designó (a quien, sea dicho de paso, los funcionarios renuentes expresan haber consultado sobre la actitud a seguir?) ¿A nadie? ¿Serán “funcionarios de gobierno no electos”, con estabilidad y sin responsabilidad?

El entuerto tiene dos salidas –y sólo dos-. La que mejor respondería a la Constitución y a la dignidad de los involucrados sería su renuncia, como cualquier funcionario político al terminar el mandato del presidente que los designó, como ocurre con los Embajadores políticos y como ha ocurrido con el jefe de la Unidad Anti-lavado o los integrantes de RTA designados por el Ejecutivo. O como el propio Presidente y Directores del Banco Central, que –ellos sí- en rigor no tendrían una obligación jurídica de hacerlo –aunque sí política, por la obvia mala praxis desarrollada en su gestión-, ya que cuenta entre sus funciones defender el valor de la moneda, atribución que la Constitución asigna al Congreso Nacional y que la complejidad y dinamismo de la economía moderna obliga a realizar en conjunto con el Poder Ejecutivo, a través del BCRA y su Carta Orgánica.

La otra es su remoción por un simple decreto del Poder Ejecutivo, que en ejercicio de facultades constitucionales directas puede nombrar y remover a los funcionarios de su gestión, lo que cada día que pase será más exigible como una demostración de ejercicio real del poder recibido de los ciudadanos. Tendría menos “estilo” pero tal vez sería mejor, al dar oportunidad al Poder Ejecutivo de ejercer un acto de autoridad institucional y claridad política.

Uno u otro camino sería bueno que ocurriera más temprano que tarde para que la nueva administración pueda comenzar a andar y cumplir en la respectiva área su programa de gobierno propuesto y elegido por el pueblo en comicios transparentes.

Ricardo Lafferriere

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