lunes, 11 de abril de 2016

Macro, micro y culpas

Las dimensiones económicas personales y las públicas normalmente son separadas por un abismo.

Una persona “rica”, en nuestros pagos, lo es por contar con un patrimonio y con ingresos que multiplican por tres o cuatro dígitos los de alguien que no lo es. Entre una familia de clase media porteña cuyo capital es su departamento, un auto y algunos ahorros –digamos, por ejemplo, entre USD 50.000 Y 300.000- con un ingreso mensual de $ 15.000/20.000, y una familia “rica” –digamos, con un capital de USD 5.000.000 a USD 30.000.000, y un ingreso de mensual de $ 100.000/200.000- la relación es de cien a uno. Es enorme, pero es concebible. Hay extremos muchísimos más graves, que tienden al infinito, pero no son los estadísticamente predominantes.

La riqueza personal y la pública pertenecían entonces a dos dimensiones diferentes. Aún el más rico de los argentinos no podía compararse con el flujo de ingresos –no ya con el capital acumulado- del sector público. El primero contaba sus millones “de a uno”. El segundo, por miles. El más rico de los argentinos publicado en FORBES tiene una riqueza de 3.000 millones de dólares, y un ingreso anual de alrededor de 300. El país se calcula que tiene una riqueza acumulada –sin contar sus recursos naturales mineros, que son propiedad pública- de tres billones (o sea, tres millones de millones) de dólares y un flujo de riqueza anual de 450.000 millones.

Esos números muestran el abismo entre ambas dimensiones, que no en vano son estudiadas por ramas diferentes de la ciencia económica, la macro y la micro economía, cuyos principios son diferentes tanto en sus núcleos conceptuales básicos como en su funcionamiento.

Hasta que llegó el kirchnerismo.

Las últimas revelaciones están mostrando un contacto entre ambas dimensiones de la economía que hubieran resultado inconcebibles en la Argentina histórica. La operatoria de la apropiación de impuestos, por ejemplo, realizada por el grupo INDALO de Cristóbal López, alcanzó una dimensión originaria de 8.000 millones de pesos, que actualizados y pasados a divisa fuerte –para permitir una comparación objetiva- oscila en 1.200 millones de dólares. Esa suma es superior al presupuesto anual de quince provincias argentinas.

Tal vez no pueda ubicarse en el mismo criterio comparativo la operatoria del “dólar futuro”, que le hizo perder al BCRA –o sea, a todos los argentinos que pagan impuestos- Setenta y cinco mil millones de pesos, o sea alrededor de 5.000 millones de dólares, porque en este caso no está probado que esa riqueza se transfiriera al patrimonio personal de una persona, sino de un grupo de empresas, bancos e individuos más “repartidos”. Fue, sin embargo, dinero público transferido alegremente a patrimonios privados en un tiempo sustancialmente menor, menos de seis meses.

Pero sí puede cuantificarse el monto de la apropiación privada de recursos públicos realizada en la última década mediante los diferentes mecanismos utilizados principalmente por el Ministerio de Planificación Federal. Los cálculos de quienes están investigando el tema estiman esta suma entre 10.000 y 15.000 millones de dólares, superior al presupuesto anual –por ejemplo- de la República del Paraguay (11.500 millones de USD). Es superior al presupuesto de la Ciudad de Buenos Aires –alrededor de 7.500 millones de USD- de la provincia de Santa Fe –aproximadamente 5.000 millones de dólares-, o más de la mitad del presupuesto de la provincia de Buenos Aires -22.000 millones de dólares- o de la República Oriental del Uruguay –alrededor de 25.000 millones de la misma moneda-.
Son cifras escalofriantes para evaluarlas con los principios de la “microeconomía”, números que se corresponden más con los cálculos de las finanzas públicas que con los números de los patrimonios particulares.

Sin embargo, “no fue magia”. Ocurrió, y es la causa de gran parte del estancamiento, inflación, deuda y pobreza que hoy debe enfrentar el país. Recursos que se extrajeron del sector público –o sea, de salud, educación, seguridad, infraestructura, políticas sociales, defensa- para pasarlos a patrimonios privados.

Por eso, no está mal que la justicia, de una vez por todas, investigue. Pero también que la política debata sobre estos temas. Todo esto pasó porque la Justicia no cumplió su obligación a tiempo, porque los dirigentes políticos –especialmente los oficialistas- apoyaron en forma acrítica lo que se les indicara sin analizar en profundidad sus consecuencias y los opositores privilegiaron demasiado tiempo sus matices partidarios por sobre el interés del conjunto; y porque gran parte del periodismo y “la cultura” contribuyeron a crear un clima de época en el que cualquier voz disonante era arrinconada en una especie de “disidencia” con graves consecuencias, fundamentalmente económicas, para el que se atreviera a oponerse.

Porque también es bueno recordar que durante toda la década hubo voces –de políticos y periodistas, de jueces e intelectuales- que con valentía gritaban sus verdades, sufriendo escarnio, persecuciones, ridiculizaciones y marginalidad por los gozosos beneficiarios del relato feliz.

Por último, aunque tal vez lo más importante, esto ocurrió porque la mayoría de los ciudadanos, -entre los cuales se destacaban otrora respetados intelectuales argentinos- apoyaron alegremente la banalidad de un discurso rudimentario elaborado como escudo exculpatorio de un latrocinio que nunca habíamos vivido pero que nos conducía inexorablemente a este final. Y lo sostuvieron con su voto en cinco elecciones consecutivas, hasta que se acabó lo que se daba.

Es cierto entonces que hoy toca sufrir. No es malo, sin embargo, recordar que es porque como país nos la buscamos y como ciudadanos no reaccionamos antes.

Ricardo Lafferriere


lunes, 4 de abril de 2016

¿“Macrismo” o Cambiemos?

En el “espacio” de gobierno subyace desde el comienzo una tensión, que seguramente persistirá hasta derivar en uno u otro de los imaginarios sobre la confluencia de opiniones que permitió el fin del kirchnerismo-gobierno. No necesariamente se trata de un conflicto, y hasta puede continuar sin eclosionar indefinidamente. No obstante, se trata de un equilibrio que le resta estabilidad conceptual y política limitando sus posibles proyecciones hacia el futuro.

Se trata de la diferente idea sobre la política que tienen dos grupos centrales de protagonistas: quienes se han formado en la idea –aún con sus deformaciones y vicios- de la política apoyada en los partidos, como intermediadores especializados entre los ciudadanos y el poder por un lado. Y los que ven a la política como se la entiende en los cenáculos “posmodernos”, cuya identidad es más lábil, se apoya en la adhesión lejana y mediática de los ciudadanos, que puede “sentirse” cercana por las redes sociales, pero en la que el ciudadano real ha perdido poder real, en tributo a quienes aparecen “liderando” campañas mediáticas o construcciones iniciadas desde la superestructura del “escenario”.

La primera es más lenta, requiere años de “carreras políticas”, someterse a pruebas infinitas en cada batalla por la representación como autoridad partidaria, como integrante del respectivo gobierno local, luego en el escalón provincial o distrital y por último en el espacio nacional. Son carreras normalmente iniciadas en los años jóvenes, integrando alguna agrupación estudiantil, gremial o juvenil, donde debe abrirse su espacio de representación, someterse a escrutinios infinitos de propios y rivales, acreditar gestiones exitosas, garantizar permanencia y compromiso y testimoniar en forma adecuada, durante toda su vida, los valores que sus respectivos electorados esperan de su gestión. Vivir –como alguna vez dijera Alem en su polémica con Pellegrini- “en casa de cristal”. El mensaje son los programas, aprobados en Convenciones, Congresos o agrupaciones articulando racionalmente intereses tan diversos como los que representa la respectiva fuerza.

La segunda es más rápida. Puede eclosionar a raíz de algún episodio de repercusión mediática, en la habilidad comunicacional, en el respaldo económico o sectorial que potencie un mensaje, en la elaboración casi exclusiva del mensaje electoral sobre la base de los requerimientos circunstanciales del electorado en el momento en que es convocado a elegir. Su vigencia es más etérea y lábil. También menos sólida. Se apoya exclusivamente en el encanto o desencanto de la opinión pública, que en momentos de raquitismo de la conciencia política ciudadana –que son los más- puede variar abruptamente y convertir dioses en demonios –y viceversa- tal vez en un par de días. El mensaje es el candidato, el liderazgo es “el hombre”.

Estas descripciones son caricaturas y marcan los extremos. La realidad es una mixtura de ambos componentes. Así ocurre en Cambiemos, sin que ninguna de ambas características sea exclusiva de uno u otro de sus componentes. Hay búsqueda de “liderazgos carismáticos” en el Pro, en la CC y en el radicalismo, así como reclamos de programas racionales explícitos en los tres espacios.

Ambos componentes tienen “pros y contras”. Los liderazgos catalizan opinión más allá de las propias fuerzas, entusiasman a seguidores, simplifican la participación emocional. Pero a la vez, potencian las brechas, endurecen los debates y le quitan grises a la gestión. Las estructuras incorporan la infinidad de matices de la vida social, son más reticentes a las adhesiones personales, le quitan agilidad a la toma de decisiones y pueden trabar, si funcionan en forma inadecuada, decisiones urgentes. Pero a la vez, dan estabilidad, los consolidan en forma de proyectos integrales, son más indemnes al deterioro de los liderazgos personales y son más compatibles con sociedades complejas, plenas de matices e intereses parciales.

¿En qué categoría ubicamos al actual gobierno? Los considerados comunmente como “Pro-puros”, sector interno del PRO que conformó su núcleo fundacional, seguramente lo ven como el resultado de una convocatoria personal del presidente Macri. Desde algunos sectores de la CC se escucha el convencimiento que “sin Lilita, no hubiera existido Cambiemos”. Otros sectores del PRO y los  radicales se motivan con la ilusión de pertenecer a una coalición madura de gobierno, con un proyecto definido y sin liderazgos hegemónicos.

Parece claro que la personalidad presidencial es decisiva en la catalización que requiere cualquier cotejo electoral exitoso y ello pareciera darle algo de razón a los “posmodernos”. Y la tienen. Pero esta convicción debe matizarse a un punto que cambia su esencia: sin Cambiemos, no hubiera existido Presidente Macri. La sociedad ideal aún no existe, y todo presente es una superposición de coyunturas en las que juegan visiones diversas, en este caso entre la idea diferente de la política de muchos quienes integran la Coalición, la de sus opositores y –lo que es más importante- la que tiene la propia sociedad, que tampoco es unívoca sino que está atravesada por infinidad de matices entre los propios, los extraños y los neutrales en permanente desplazamiento.

Por lo pronto, un dato se impone: la urgencia de la recuperación institucional plena. Justicia independiente, prensa libre, debate horizontal, superación de tabúes, desconcentración del poder hacia los escalones y con las mediaciones constitucionales y legales son necesarios para que cada tema de agenda no se convierta en una pelea “de vida o muerte” para nadie. La superación de los coletazos de la última década de latrocinio populista, sobre la que deberemos en algún momento correr la página, nos despejará la vista del camino hacia adelante y de los debates necesarios de cara al futuro. Mientras tanto, es necesario el presidente Macri y es necesario Cambiemos. No es posible por el momento prescindir ni de uno ni de otro.

El futuro –opaco- dirá hacia dónde se termina inclinando la balanza. Si es hacia el “macrismo”, Cambiemos será una experiencia efímera, aun siendo exitosa, limitada por la biología o aún por las veleidades inexorables del devenir político. Si es hacia “Cambiemos”, habremos iniciado la reconstrucción estratégica de una organización política plural, seguramente protagonista central –junto a otras- de los años que vienen.


Ricardo Lafferriere

viernes, 1 de abril de 2016

Estado, mercado, política: más necesarios que nunca


El salario como institución está condenado a reducirse hasta la insignificancia. Tal es la afirmación que explorábamos en una nota anterior, haciendo referencia a la inexorable reducción del empleo agropecuario, industrial y de servicios que se ha convertido en tendencia en todo el mundo.

No se trata de un fenómeno del mundo desarrollado: comienza a impregnar toda la economía global. 

Otra información, ésta de hace pocos meses, hacía referencia al objetivo de lograr una ciudad totalmente robotizada, propuesta por el Alcalde de Dongguang, ciudad china conocida como “la fábrica del mundo”, que aspira a convertirse en una ciudad robotizada. Ha comenzado, reemplazando los trabajadores por robots controlados por sofisticados sistemas de inteligencia artificial. La noticia fue reproducida por el diario español “El Mundo” en su edición del 7/9/2015. 
(http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html)

La propia salida de la crisis global del 2009 está mostrando que aún en Estados Unidos, que está saliendo de la crisis en forma lenta, aunque sostenida, crece el producto pero no el empleo, en la medida en que sería esperable. La revolución de la “productividad” agrega automatización e inteligencia, lo que reduce “costos salariales” dándole competitividad a la producción americana, pero no crea equivalentes fuentes de trabajo. La consecuencia es la ampliación de la brecha entre las clases trabajadora y media que mantienen su nivel salarial virtualmente congelado, frente a un nivel gerencial alto que multiplica sus ingresos por cifras exorbitantes.

¿Es éste un fenómeno que también se producirá en Argentina? La mirada aldeana que nos dominó en la última década alargó la agonía de un sistema económico obsoleto apoyado en la apropiación de rentas agropecuarias en un excepcional ciclo alcista, que no son permanentes ni inherentes a un crecimiento sostenido. Aún con esos excedentes, la “ocupación” de la economía nacional no creció ni siquiera en el sector agropecuario reactivado –cuando lo estuvo- sino en la transferencia de gran parte de esos ingresos expropiados hacia ocupaciones públicas de escaso aporte de valor agregado, en su mayoría subsidios disfrazados a la falta de ocupación en empleos productivos.

Terminadas las rentas, en primer lugar porque se redujeron los precios y en segundo lugar porque ponía a las producciones al borde de su quebranto, el sistema hizo crisis y su expresión fue el estallido de un déficit público incontrolable. Emisión, inflación y endeudamiento llevaron al país a un estrecho y peligroso andarivel –del que aún no ha salido- bordeando la hiperinflación.

La recuperación económica del país seguramente se dará como está previsto pero, aún en su pleno éxito, difícilmente genere los empleos que necesitamos. Habrá inversiones, se dinamizará la producción, se modernizarán las fábricas, llegarán los nuevos y sofistificados servicios que ya existen en el mundo desarrollado y es probable que el impulso al PBI sea notable a partir de dentro de pocos meses. El interrogante, sin embargo, no nos abandona sino que nos obliga a enfrentar el mismo problema de las sociedades centrales: ¿crecerá el empleo?

En intuición de quien esto escribe, será difícil que esto ocurra en la medida tradicional y que alcance para “dar trabajo a todos”. Así está pasando en el mundo. Ello no significa fracaso, sino traer a escena la reflexión de cómo distribuir eficazmente el creciente ingreso nacional cuando el país recupere su ritmo de crecimiento. Allí es donde se opera la necesidad de mejorar sustancialmente el Estado.

Una sociedad con menor cantidad de salarios debe tomar conciencia que éste no podrá ser considerado más como el articulador de la distribución del ingreso, sino que debe buscar otros mecanismos que permitan lograr que el crecimiento a raíz de la modernización económica, del desarrollo tecnológico y de la inversión en infraestructura no sea apropiado por un sector de la sociedad sino que beneficie al conjunto. En esta tarea los servicios prestados por el Estado son más centrales que nunca.

No se trata ya del arcaico Estado-empresario, sino del Estado nivelador e integrador, tal vez más próximo al de los Estados de bienestar de mediados del siglo XX, aunque debidamente gestionados para evitar sus deformaciones inflacionarias y populistas. Un Estado que debe garantizar el piso de equidad prestando servicios de excelencia en educación y en salud, en transportes y en vivienda, en seguridad y justicia.

Ese Estado deberá avanzar hacia el establecimiento de un ingreso universal, que organice racionalmente la asignación de gasto social que hoy realiza a través de una red anárquica de asignaciones que han surgido como producto histórico de diferentes luchas y reivindicaciones. El aporte público al sistema previsional, el apoyo social a quienes carecen de ingresos o se encuentran en situaciones vulnerables, las asignaciones familiares, la organización de los diferentes subsistemas de salud, el subsidio a la tasa de interés para inversiones sociales –como vivienda- que requieran largo plazo de repago, el subsidio parcial al transporte, etc.  fueron respuestas parciales y hasta anárquicas. Deben transformarse en la inteligente construcción de un piso de ciudadanía, garantizando las necesidades básicas de la condición humana sin limitar la posibilidad de sumar ingresos por capacitación, trabajo o inversión para quien así lo desee.

Pero también un Estado que tome conciencia que la otra gran columna de la inclusión será edificada por los emprendedores. A tal fin deberá considerarlo un sector social estratégico y protegerlo debidamente. La gran empresa realizará inversiones, la mayoría de las cuales serán capital-intensivas y facilitarán la incorporación del país en las cadenas globales de comercio e inversión, que ocurren en gran medida por dentro de sus propios flujos de riqueza. Son imprescindibles para el relanzamiento nacional. Sin embargo, no generarán suficientes empleos.

Las ocupaciones productivas se desplazarán con más fuerza que nunca a las iniciativas individuales y de pequeñas empresas. Su promoción y protección exigirá una revolucionaria reforma en la fiscalidad, invirtiendo el absurdo trato impositivo a los emprendedores, castigados en forma salvaje por escalas de tributación que parecieran haberles declarado la guerra. Un taller mecánico, una fábrica de bicicletas o una pequeña imprenta, un profesional, un periodista independiente, un generador de contenidos audiovisuales o redactor de programas informáticos debe abonar proporcionalmente a sus ingresos más impuestos que el CEO de una gran multinacional. El cambio en este aspecto debe ser copernicano.

La kafkiana situación de los monotributistas relacionada con la salud ejemplifica el trato estatal hacia los emprendedores. Abonan –como ciudadanos- los impuestos generales con los que se sostiene la salud pública. Abonan, incorporado en su aporte mensual, una suma destinada a financiar alguna misteriosa “obra social” que virtualmente no utilizan, ante la imposibilidad de acceder con ella a algún servicio razonable. Y deben pagar, para tener efectivamente cobertura de salud, su membrecía en alguna “prepaga” que no tiene control público alguno pero que absorbe un porcentaje importante de su ingreso. De la misma forma ocurre con la educación de sus hijos, donde por una parte contribuyen a sostener con sus impuestos una educación pública en deterioro terminal y por la otra deben destinar otra parte sustancial de sus ingresos al pago de la educación privada, que termina brindándoles en muchos casos un umbral superior al de la educación estatal.

Similar reflexión genera el diferente "mínimo no imponible" del impuesto a las ganancias, fijando para los independientes un monto sustancialmente inferior al de los trabajadores asalariados. La recuperación de ingresos que se produciría para estas personas si pudieran confiar en servicios públicos de excelencia en salud y educación no necesita ser destacada. A ello nos referimos con “más Estado”, con el beneficio que implicaría para los emprendedores y la reducción de costos para la productividad de la economía nacional en su conjunto.

Un Estado que privilegie la integración social debe convertir a la educación pública en la mejor del sistema y a la salud pública en la prestadora natural, de excelencia y calidad, de la mayoría de la población superando la arcaica concepción del hospital y la escuela públicos como el espacio para atender a “los pobres”. Debe contar con programas de estímulo al inicio profesional y empresarial. Debe apoyar con becas el desarrollo de la investigación y la excelencia.

Luego de la destrucción lastimosa del Estado en la última década, se impone su reconstrucción. Recuperar su prestigio y su respetabilidad. Reconvertirlo en una herramienta que los ciudadanos consideren a su servicio, porque ellos lo financian, desplazando la corrupción de corporaciones, proveedores y camarillas profesionales, gremiales o empresariales que lo han cooptado. Este Estado reconstruido sobre bases modernas, de gestión absolutamente transparente y profesional, con mecanismos de control profesional y social sobre su funcionamiento, será la forma de reemplazar el viejo papel socialmente articulador del salario que será cada vez más reducido hasta hacer imposible apoyar en él lo que antes se apoyaba: obras sociales, jubilación, salario familiar, indicador de capacidad de repago para créditos, etc.

Seguramente este debate demandará polémicas con vocación de síntesis, porque significa un cambio de rumbo en lo que fue el espíritu de “los 90”, cuando la implosión del bloque socialista y de los “estados empresarios” convertidos en elefantiásticos aventureros empresariales llevó el péndulo al otro extremo, pero también un cambio del paradigma sobre el que se edificaron los núcleos conceptuales de las fuerzas políticas del siglo XX, centralmente apoyadas en los empleos estables, los salarios escalafonados y las empresas con horizontes de largo plazo.

Es, sin embargo, un debate necesario que debe dar una política modernizada y virtuosa, depurada de las prácticas de corrupción que han crecido en su seno distorsionando decisiones públicas y recreando su relación íntima con los ciudadanos.

El mercado es un mecanismo de crecimiento económico irreemplazable e insuperable. Sin embargo, no tiene por definición el papel de inclusión social ni de equidad. Su tarea es producir más y mejor y así debe hacerlo, dentro de las normas fijadas por la sociedad a través de una política virtuosa, que también es irreemplazable. Es ésta la que debe fijar las normas ambientales, laborales, societarias, impositivas, que lo regulen según el perfil de cada sociedad, sus posibilidades y sus metas. Un mercado sin política es la selva.

Una política sin mercado, a su vez, es el languidecimiento eterno, la condena al estancamiento secular, la corrupción, la retracción de la inversión y de la capacidad de iniciar desafíos.
Uno y otra deben ser controladas por ciudadanos activos y conscientes, funcionando en el marco de un sistema institucional sólido, la prensa libre y la justicia independiente.

Una vez más debe encontrarse la síntesis virtuosa para la época sobre las bases de la tecnología, el capital, las limitaciones y los problemas actuales. Gran desafío para los pensadores, que tienen la oportunidad de comenzar a sumarse a la agenda que discuten sus colegas en el mundo, abandonando el consignismo esclerótico y arriesgando ideas para abrir rumbos.


Ricardo Lafferriere