viernes, 1 de abril de 2016

Estado, mercado, política: más necesarios que nunca


El salario como institución está condenado a reducirse hasta la insignificancia. Tal es la afirmación que explorábamos en una nota anterior, haciendo referencia a la inexorable reducción del empleo agropecuario, industrial y de servicios que se ha convertido en tendencia en todo el mundo.

No se trata de un fenómeno del mundo desarrollado: comienza a impregnar toda la economía global. 

Otra información, ésta de hace pocos meses, hacía referencia al objetivo de lograr una ciudad totalmente robotizada, propuesta por el Alcalde de Dongguang, ciudad china conocida como “la fábrica del mundo”, que aspira a convertirse en una ciudad robotizada. Ha comenzado, reemplazando los trabajadores por robots controlados por sofisticados sistemas de inteligencia artificial. La noticia fue reproducida por el diario español “El Mundo” en su edición del 7/9/2015. 
(http://www.elmundo.es/economia/2015/09/07/55e9d2f4ca4741547e8b4599.html)

La propia salida de la crisis global del 2009 está mostrando que aún en Estados Unidos, que está saliendo de la crisis en forma lenta, aunque sostenida, crece el producto pero no el empleo, en la medida en que sería esperable. La revolución de la “productividad” agrega automatización e inteligencia, lo que reduce “costos salariales” dándole competitividad a la producción americana, pero no crea equivalentes fuentes de trabajo. La consecuencia es la ampliación de la brecha entre las clases trabajadora y media que mantienen su nivel salarial virtualmente congelado, frente a un nivel gerencial alto que multiplica sus ingresos por cifras exorbitantes.

¿Es éste un fenómeno que también se producirá en Argentina? La mirada aldeana que nos dominó en la última década alargó la agonía de un sistema económico obsoleto apoyado en la apropiación de rentas agropecuarias en un excepcional ciclo alcista, que no son permanentes ni inherentes a un crecimiento sostenido. Aún con esos excedentes, la “ocupación” de la economía nacional no creció ni siquiera en el sector agropecuario reactivado –cuando lo estuvo- sino en la transferencia de gran parte de esos ingresos expropiados hacia ocupaciones públicas de escaso aporte de valor agregado, en su mayoría subsidios disfrazados a la falta de ocupación en empleos productivos.

Terminadas las rentas, en primer lugar porque se redujeron los precios y en segundo lugar porque ponía a las producciones al borde de su quebranto, el sistema hizo crisis y su expresión fue el estallido de un déficit público incontrolable. Emisión, inflación y endeudamiento llevaron al país a un estrecho y peligroso andarivel –del que aún no ha salido- bordeando la hiperinflación.

La recuperación económica del país seguramente se dará como está previsto pero, aún en su pleno éxito, difícilmente genere los empleos que necesitamos. Habrá inversiones, se dinamizará la producción, se modernizarán las fábricas, llegarán los nuevos y sofistificados servicios que ya existen en el mundo desarrollado y es probable que el impulso al PBI sea notable a partir de dentro de pocos meses. El interrogante, sin embargo, no nos abandona sino que nos obliga a enfrentar el mismo problema de las sociedades centrales: ¿crecerá el empleo?

En intuición de quien esto escribe, será difícil que esto ocurra en la medida tradicional y que alcance para “dar trabajo a todos”. Así está pasando en el mundo. Ello no significa fracaso, sino traer a escena la reflexión de cómo distribuir eficazmente el creciente ingreso nacional cuando el país recupere su ritmo de crecimiento. Allí es donde se opera la necesidad de mejorar sustancialmente el Estado.

Una sociedad con menor cantidad de salarios debe tomar conciencia que éste no podrá ser considerado más como el articulador de la distribución del ingreso, sino que debe buscar otros mecanismos que permitan lograr que el crecimiento a raíz de la modernización económica, del desarrollo tecnológico y de la inversión en infraestructura no sea apropiado por un sector de la sociedad sino que beneficie al conjunto. En esta tarea los servicios prestados por el Estado son más centrales que nunca.

No se trata ya del arcaico Estado-empresario, sino del Estado nivelador e integrador, tal vez más próximo al de los Estados de bienestar de mediados del siglo XX, aunque debidamente gestionados para evitar sus deformaciones inflacionarias y populistas. Un Estado que debe garantizar el piso de equidad prestando servicios de excelencia en educación y en salud, en transportes y en vivienda, en seguridad y justicia.

Ese Estado deberá avanzar hacia el establecimiento de un ingreso universal, que organice racionalmente la asignación de gasto social que hoy realiza a través de una red anárquica de asignaciones que han surgido como producto histórico de diferentes luchas y reivindicaciones. El aporte público al sistema previsional, el apoyo social a quienes carecen de ingresos o se encuentran en situaciones vulnerables, las asignaciones familiares, la organización de los diferentes subsistemas de salud, el subsidio a la tasa de interés para inversiones sociales –como vivienda- que requieran largo plazo de repago, el subsidio parcial al transporte, etc.  fueron respuestas parciales y hasta anárquicas. Deben transformarse en la inteligente construcción de un piso de ciudadanía, garantizando las necesidades básicas de la condición humana sin limitar la posibilidad de sumar ingresos por capacitación, trabajo o inversión para quien así lo desee.

Pero también un Estado que tome conciencia que la otra gran columna de la inclusión será edificada por los emprendedores. A tal fin deberá considerarlo un sector social estratégico y protegerlo debidamente. La gran empresa realizará inversiones, la mayoría de las cuales serán capital-intensivas y facilitarán la incorporación del país en las cadenas globales de comercio e inversión, que ocurren en gran medida por dentro de sus propios flujos de riqueza. Son imprescindibles para el relanzamiento nacional. Sin embargo, no generarán suficientes empleos.

Las ocupaciones productivas se desplazarán con más fuerza que nunca a las iniciativas individuales y de pequeñas empresas. Su promoción y protección exigirá una revolucionaria reforma en la fiscalidad, invirtiendo el absurdo trato impositivo a los emprendedores, castigados en forma salvaje por escalas de tributación que parecieran haberles declarado la guerra. Un taller mecánico, una fábrica de bicicletas o una pequeña imprenta, un profesional, un periodista independiente, un generador de contenidos audiovisuales o redactor de programas informáticos debe abonar proporcionalmente a sus ingresos más impuestos que el CEO de una gran multinacional. El cambio en este aspecto debe ser copernicano.

La kafkiana situación de los monotributistas relacionada con la salud ejemplifica el trato estatal hacia los emprendedores. Abonan –como ciudadanos- los impuestos generales con los que se sostiene la salud pública. Abonan, incorporado en su aporte mensual, una suma destinada a financiar alguna misteriosa “obra social” que virtualmente no utilizan, ante la imposibilidad de acceder con ella a algún servicio razonable. Y deben pagar, para tener efectivamente cobertura de salud, su membrecía en alguna “prepaga” que no tiene control público alguno pero que absorbe un porcentaje importante de su ingreso. De la misma forma ocurre con la educación de sus hijos, donde por una parte contribuyen a sostener con sus impuestos una educación pública en deterioro terminal y por la otra deben destinar otra parte sustancial de sus ingresos al pago de la educación privada, que termina brindándoles en muchos casos un umbral superior al de la educación estatal.

Similar reflexión genera el diferente "mínimo no imponible" del impuesto a las ganancias, fijando para los independientes un monto sustancialmente inferior al de los trabajadores asalariados. La recuperación de ingresos que se produciría para estas personas si pudieran confiar en servicios públicos de excelencia en salud y educación no necesita ser destacada. A ello nos referimos con “más Estado”, con el beneficio que implicaría para los emprendedores y la reducción de costos para la productividad de la economía nacional en su conjunto.

Un Estado que privilegie la integración social debe convertir a la educación pública en la mejor del sistema y a la salud pública en la prestadora natural, de excelencia y calidad, de la mayoría de la población superando la arcaica concepción del hospital y la escuela públicos como el espacio para atender a “los pobres”. Debe contar con programas de estímulo al inicio profesional y empresarial. Debe apoyar con becas el desarrollo de la investigación y la excelencia.

Luego de la destrucción lastimosa del Estado en la última década, se impone su reconstrucción. Recuperar su prestigio y su respetabilidad. Reconvertirlo en una herramienta que los ciudadanos consideren a su servicio, porque ellos lo financian, desplazando la corrupción de corporaciones, proveedores y camarillas profesionales, gremiales o empresariales que lo han cooptado. Este Estado reconstruido sobre bases modernas, de gestión absolutamente transparente y profesional, con mecanismos de control profesional y social sobre su funcionamiento, será la forma de reemplazar el viejo papel socialmente articulador del salario que será cada vez más reducido hasta hacer imposible apoyar en él lo que antes se apoyaba: obras sociales, jubilación, salario familiar, indicador de capacidad de repago para créditos, etc.

Seguramente este debate demandará polémicas con vocación de síntesis, porque significa un cambio de rumbo en lo que fue el espíritu de “los 90”, cuando la implosión del bloque socialista y de los “estados empresarios” convertidos en elefantiásticos aventureros empresariales llevó el péndulo al otro extremo, pero también un cambio del paradigma sobre el que se edificaron los núcleos conceptuales de las fuerzas políticas del siglo XX, centralmente apoyadas en los empleos estables, los salarios escalafonados y las empresas con horizontes de largo plazo.

Es, sin embargo, un debate necesario que debe dar una política modernizada y virtuosa, depurada de las prácticas de corrupción que han crecido en su seno distorsionando decisiones públicas y recreando su relación íntima con los ciudadanos.

El mercado es un mecanismo de crecimiento económico irreemplazable e insuperable. Sin embargo, no tiene por definición el papel de inclusión social ni de equidad. Su tarea es producir más y mejor y así debe hacerlo, dentro de las normas fijadas por la sociedad a través de una política virtuosa, que también es irreemplazable. Es ésta la que debe fijar las normas ambientales, laborales, societarias, impositivas, que lo regulen según el perfil de cada sociedad, sus posibilidades y sus metas. Un mercado sin política es la selva.

Una política sin mercado, a su vez, es el languidecimiento eterno, la condena al estancamiento secular, la corrupción, la retracción de la inversión y de la capacidad de iniciar desafíos.
Uno y otra deben ser controladas por ciudadanos activos y conscientes, funcionando en el marco de un sistema institucional sólido, la prensa libre y la justicia independiente.

Una vez más debe encontrarse la síntesis virtuosa para la época sobre las bases de la tecnología, el capital, las limitaciones y los problemas actuales. Gran desafío para los pensadores, que tienen la oportunidad de comenzar a sumarse a la agenda que discuten sus colegas en el mundo, abandonando el consignismo esclerótico y arriesgando ideas para abrir rumbos.


Ricardo Lafferriere

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