Es un tiempo de cambios. Verdad de Perogrullo.
Sin embargo, esos cambios puntuales que se dan en diferentes
ámbitos de la sociedad se organizan en forma que terminan generando cambios
globales en la forma en que funciona el mundo. Entre ellos, se destaca la
tendencia virtualmente inexorable hacia la robotización, la automatización y la
inteligencia artificial.
No es un debate lejano: estamos en él. Lo tienen las
sociedades desarrolladas y se asoma a la nuestra. El crecimiento industrial no
genera el trabajo humano como lo hacía –la agricultura ya no lo hace desde un
siglo atrás-.
Hasta hace poco tiempo era común oír que los puestos nuevos
se encontraban en el área de los servicios. La noticia no tan buena es que los
servicios tampoco están generando empleos, ya que la automatización, la
sociedad de la información y la creciente configuración de un mercado automatizado
también desplaza trabajo en este sector.
El comercio electrónico y virtual está desplazando a los
empleados de comercio y al comercio minorista. Los viajantes de comercio hace
tiempo ven reducir su número casi hasta la extinción, reemplazados por los
pedidos por red.
Los médicos ven reemplazar gran parte de su trabajo por
sistemas de salud que, en busca de maximizar ganancias, privilegian a los
jóvenes en sus campañas de marketing, para atender los cuales les alcanza con
contratar profesionales nuevos, a los que se envía a domicilio en vehículos
comunes o hasta en motocicletas. Su ganancia no proviene del servicio sino del
“no-servicio” médico, que es cobrado por
“el sistema” de cobranzas automatizado para el que requiere muy pocos
empleados y eficientes programas informáticos de facturación y control.
Las librerías enfrentan con ansiedad el peligro del
desplazamiento del interés lector hacia los e-books, que se consiguen desde el
hogar en tiempo real con un simple “click” y evitan horas y días de búsqueda y
tiempo muerto. La reflexión –filosófica- sobre la superioridad de los libros en
papel no empaña el hecho que las ventas de libros electrónicos en las
sociedades más desarrolladas supera aceleradamente la de libros impresos.
Los talleres mecánicos reemplazan los tradicionales operarios
“todoterreno” por sistemas de control computarizado y por kits de reemplazo que
requieren apenas algunos trabajos sin especialización.
Se anuncia el desarrollo de vehículos sin conductor, que ya
funcionan en el área rural: tractores sin tractoristas, sembradoras y
cosechadoras sin conductores, terminan con la expulsión de trabajadores de un
sector cada vez más sofisticado y menos “primario”. La tendencia llegará a los
conductores de camiones en primer término –ya existe en algunos Estados
norteamericanos- y luego a los vehículos de pasajeros. Los trenes, por su
parte, hace tiempo que reemplazaron los tradicionales “guardas” y equipos de
maquinistas por sistemas expertos y complejas redes de control y gestión.
Era usual hasta hace un par de décadas escuchar que los
trabajos desplazados por las máquinas eran sustituidos por nuevas actividades
que mejoraban la productividad general y su propia vida, que conseguían empleos
de mayor sueldo, estabilidad y confort. La novedad, sin embargo, es la rapidez
del cambio. Antes permitía el readiestramiento, porque su ritmo era de lustros
o décadas. Hoy, se realiza en tiempo real. No hay tiempo de adiestrar a los
desocupados y ni siquiera se sabe para qué, porque no existe demanda de
actividades pagas equivalentes.
Ello está llevando a un contrasentido de fondo: la
tecnología en lugar de mejorar la vida de las personas, puede crearles un
infierno existencial al dejarlas sin ingresos. Pero también genera una
disfuncionalidad que terminará con el propio sistema: al no haber ingresos, no
habrá consumidores de bienes y servicios producidos en forma automatizada. Y
eso pone la reflexión justo en su punto de perpectiva: el salario.
El salario fue la forma moderna de distribuir riqueza,
premiar el trabajo, garantizar la inclusión y arrancar de la pobreza a decenas
de millones de personas condenadas antes a las inclemencias de una vida
campesina embrutecedora o una vida ciudadana marginal. La desaparición del
salario no puede significar regresar la historia a esos tiempos, sino su
superación. La respuesta no puede ser el “neo-ludismo” que lleve a impugnar los
avances, sino a estudiar una nueva forma de distribuir la riqueza de acuerdo a
las nuevas formas productivas.
En el otro extremo, la tendencia hacia una producción
extremadamente “capital-intensiva” marca la necesidad de nuevos enfoques
fiscales, alejados de los sistemas impositivos diseñados hace un siglo, en
tiempos del capitalismo liberal. Las nuevas y gigantescas concentraciones
económicas-tecnológicas generan super-ingresos, algunos de los cuales alimentan
y reproducen el crecimiento hacia formas más sofisticadas de producción, pero
otros van conformando una burbuja financiera que ha llegado ya a una dimensión
peligrosamente explosiva. Deben reglamentarse, contenerse y gravarse
globalmente, ya que ningún Estado –ni aún los más poderosos- está en
condiciones de formalizar “islotes” de control en un mar global de anomia.
En esta reflexión se han sugerido varios caminos. Por el
lado del vacío dejado por el ingreso salarial, las respuestas van desde el
“salario social” hasta el “ingreso universal”, desde la reducción de la jornada
de trabajo para distribuir el empleo residual entre más cantidad de personas
hasta el trabajo voluntario o familiar pago. Todos son caminos posibles.
En los hechos, el camino del ingreso universal –que muchos
cuestionan por su connotación populista- en realidad ordenaría la sumatoria
anárquica de subsidios de toda clase que todas las sociedades asignan a quienes
estiman que los necesitan, sea vía servicios gratuitos como la educación o la
salud, sea vía tarifas ´de servicios públicos subsidiadas para determinados
agregados poblacionales, sea mediante créditos blandos con respaldo fiscal para
viviendas, sea vía asignaciones impositivas que mejoren los ingresos de los
pensionados y retirados más allá de lo ahorrado por ellos durante su vida
activa, etc. etc.
Lo que está claro –como lo sugiere Sigmund Bauman – es que es
necesario establecer un piso social de dignidad humana, que signifique el
límite mínimo debajo del cual ningún ser humano deba ubicarse, pero que a la
vez deje el camino abierto a los ingresos que cada uno pueda lograr mediante su
inversión, su trabajo, su capacitación o su esfuerzo. Aunque el progreso se
vincule con el salario, la subsistencia debe estar garantizada aún sin él. Es
necesario separar la subsistencia del trabajo.
Por el lado del capital, es imprescindible actuar para
desinflar el globo de la riqueza virtual que gira en tiempo real generando ingresos
ficticios, sometiendo a la economía global a una tensión existencial de muy
difícil previsión. Si en tiempos de la segunda posguerra la cantidad de transacciones
financieras iba de la mano en paridad con el comercio internacional, hoy la
relación es de varios cientos de veces a uno.
La riqueza virtual que gira en
tiempo real en las operaciones de pase alcanza a Setecientos billones de
dólares, diez veces el PBI mundial global. Sin embargo, hay una diferencia:
mientras el PBI global es una cuenta que refleja un agregado anual, el capital
financiero gira durante todo el año, 24 horas al día, en bolsas que se
encuentran en todo el planeta. Crea riqueza sobre riqueza en papeles e impulsos
electrónicos, pero todo ese globo se asienta, como una pirámide invertida, en
una producción real decenas de veces menor.
Por eso se abre paso la percepción que sin una
reglamentación global será muy difícil encontrar respuestas eficaces. Un punto
está claro: el problema pertenece a la decisión racional de la sociedad, a
través de la política. No es alzándose de hombros como se solucionará, ni
actuando como si éste existiera.
El tema
forma parte de la nueva agenda –como la de la preservación del planeta, la
necesidad de la normativa global que persiga las redes delictivas, el
terrorismo o el narcotráfico-. Necesita conversarse. No hacerlo nos enfrentará
diariamente a eclosiones inesperadas, como la del terrorismo, las migraciones,
los refugiados, las crisis abruptas de los precios de materias primas, el
deterioro de la habitabilidad del planeta, el agotamiento de los recursos renovables
e incluso del agua potable y el aire que respiramos.
Gran tarea, entonces, para la gobernabilidad global. Coloca
en la agenda una nueva visión de las relaciones con el mundo, que en rigor hoy
deberían definirse como “acciones en el mundo” porque ese planeta que antes era
sólo un escenario en el que desarrollábamos el drama de la “comunidad de
naciones” hoy es un protagonista que, aún en sus lugares más recónditos, está
imbricado con cada actitud que tomemos.
Ricardo Lafferriere
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