No es un lapso grande. Sin embargo, sirve para notar el
rumbo.
Terminados los ruidos de la campaña, observada la
orientación de los primeros pasos y analizado el metamensaje del discurso del
nuevo gobierno, un nuevo horizonte parece estar dibujándose para esta Argentina
que durante más de ocho décadas insistió en luchar contra molinos de viento, en
lugar de levantar las velas para disputar los primeros puestos en la “regata del
mundo”, como lo había hecho en las cinco décadas anteriores, las que fueron de
1880 a 1930.
El futuro es opaco. No podemos saber si la propuesta será
exitosa. No obstante, está claro que las convicciones del equipo gobernante y
del presidente son las que más se han acercado al “cutting edge” global de su
respectiva época, en toda la historia argentina. Este es un dato positivo,
porque nos ubica “en el sentido de la historia”, como solía decirse en los
ideologizados cenáculos de otros tiempos. Y porque vale la pena trabajar por su
éxito.
Tal vez el gobierno desarrollista de 1958 a 1962 sería el
que, en estos términos, más se le acerque. Sin embargo, la complicada política
de los tempranos sesenta –los coletazos de la “Revolución Libertadora”, la
proscripción del peronismo, la instalación en el continente de la Guerra Fría
con sus libretos de insurgencia y contrainsurgencia y la endeblez de las
democracias- frustró un proceso que, a pesar de su brevedad, impregnó el debate
argentino durante varias décadas hasta ser visto como una nubosa utopía por
gran parte de la dirigencia nacional desde entonces.
Hoy la situación también es complicada, pero cuenta a su
favor con una vibrante democracia, que aunque imperfecta en sus paredes, se
afirma en los sólidos cimientos que supo edificar la generación que la
recuperó, con el liderazgo de Raúl Alfonsín en 1983. No hay espacio entre
nosotros para aventuras que renieguen de la institucionalidad, que pudo
soportar desde las hiperinflaciones de 1989 y 1990 hasta la conmocionante
crisis de cambio de siglo.
Hoy se trata de aclarar el rumbo. Para ello, nada mejor que
levantar la mirada sin dejarse confundir por los ruidosos conflictos de la
coyuntura. En el horizonte puede ya verse un resplandor, que exige tanto
conservar la mirada en él como transitar con extrema prudencia y equilibrio una
transición llena de trampas, pero que tiene a su favor la claridad estratégica
del grupo gobernante y, en sus trazos básicos, la evidente solidaridad de la
mayoría de la población.
Ese respaldo marca la esperanza y la confianza de los
ciudadanos, pero también un cambio cualitativo en la práctica política del
“escenario”. Pocos, en efecto, hubieran apostado hace apenas cuatro meses que
el peronismo fuera del poder daría la demostración que está brindando, de
debate interno, madurez y –por qué no reconocerlo- conciencia de la necesaria
solidaridad nacional. Es un partido de gobierno volcado a la oposición, pero
con deseos y vocación de volver. Y sabe leer la realidad como pocos. Eso es
bueno para la sana política porque obliga al mejoramiento permanente de unos y
otros.
Obviamente no hay unanimidades. No las hay en la oposición y
tampoco en el frente de gobierno. Sin embargo, la práctica del diálogo que
privilegia resultados se está abriendo camino en un escenario en el que el
colorido de la sociedad argentina está aceptablemente representado.
Como lo predicamos durante una década desde esta humilde
columna y como lo destacamos hace pocas semanas, el país está volviendo al
mundo. Busca su lugar y se encuentra con que ese mundo que llegó a parecernos
tan lejano hasta hace apenas pocos meses nos abre sus brazos, como si la voz
argentina se extrañara. Y los pasos de reingreso se están dando con la misma
cadencia de aquellos de la Argentina histórica, de amistad con todos, de
inserción regional, de solidaridad con grandes y chicos, con diálogo plural y
reclamo de una convivencia pacífica y virtuosa basada en las normas.
No estamos inventando la pólvora. Estamos en el mismo camino
de los fundadores del país, de la Constitución con la convocatoria a “todos los
hombres del mundo”, de “América para la Humanidad”, de “los hombres sagrados
para los hombres y los pueblos para los pueblos”, de la neutralidad activa y la
mano tendida a los perseguidos cuyos derechos son violados en el lugar del
mundo que lo sean, por el motivo que se invoque. Derechos humanos, imperio de
la ley, respeto a la palabra, solución pacífica de los conflictos, apertura a
las corrientes más dinámicas de comercio, ciencia, tecnología, finanzas,
comunicaciones, producción.
Volvemos al mundo y empezamos a ordenar la casa. Un
desequilibrio enfermizo debe superarse con sentido social, firmeza estratégica
y diálogo constante. El camino tiene piedras, pozos, acechanzas. No deberían
llevarnos a cambiar el rumbo sino, en todo caso, a mejorar la marcha.
En el horizonte comienza a dibujarse la posibilidad del país
de la utopía, el que durante tantas veces hemos señalado desde esta columna
como un sueño. Abierto y plural, solidario y dinámico, moderno y equitativo,
basado en la ley y apoyado en el esfuerzo creador de su gente. Sus productores,
pero también sus científicos y técnicos, sus empresarios con vocación pionera,
un manejo decente de las finanzas públicas –bandera que, entre otras, detonó la
revolución de 1890-, una vida municipal intensa, un federalismo fundado en
recursos autónomos y en políticas sanas, y una constante voluntad de superación
y progreso.
El mundo que se está construyendo, “la ciudad del futuro”
–como lo definiera alguna vez Marcelo T. de Alvear- puede volver a contar a la
Argentina como una de sus piezas fundamentales. Estamos en capacidad de serlo.
Sólo hay que tener confianza en los compatriotas, en su respeto recíproco, en
su vocación por la capacitación y su natural predisposición a absorber
rápidamente las novedades.
Se trata de un “cambio cultural”, diría el presidente. En mi
caso lo matizaría agregando que se trata además de volver a las fuentes. Porque
así nacimos y si este proceso iniciado hace cien días resulta exitoso, habremos
vuelto a encarrilar nuestra marcha en el sentido que inspiró a tantas
generaciones de compatriotas que hicieron el país que tenemos.
Ricardo Lafferriere
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