Las dimensiones económicas personales y las públicas
normalmente son separadas por un abismo.
Una persona “rica”, en nuestros pagos, lo es por contar con
un patrimonio y con ingresos que multiplican por tres o cuatro dígitos los de
alguien que no lo es. Entre una familia de clase media porteña cuyo capital es
su departamento, un auto y algunos ahorros –digamos, por ejemplo, entre USD
50.000 Y 300.000- con un ingreso mensual de $ 15.000/20.000, y una familia “rica”
–digamos, con un capital de USD 5.000.000 a USD 30.000.000, y un ingreso de
mensual de $ 100.000/200.000- la relación es de cien a uno. Es enorme, pero es
concebible. Hay extremos muchísimos más graves, que tienden al infinito, pero
no son los estadísticamente predominantes.
La riqueza personal y la pública pertenecían entonces a dos
dimensiones diferentes. Aún el más rico de los argentinos no podía compararse
con el flujo de ingresos –no ya con el capital acumulado- del sector público.
El primero contaba sus millones “de a uno”. El segundo, por miles. El más rico
de los argentinos publicado en FORBES tiene una riqueza de 3.000 millones de
dólares, y un ingreso anual de alrededor de 300. El país se calcula que tiene
una riqueza acumulada –sin contar sus recursos naturales mineros, que son
propiedad pública- de tres billones (o sea, tres millones de millones) de
dólares y un flujo de riqueza anual de 450.000 millones.
Esos números muestran el abismo entre ambas dimensiones, que
no en vano son estudiadas por ramas diferentes de la ciencia económica, la
macro y la micro economía, cuyos principios son diferentes tanto en sus núcleos
conceptuales básicos como en su funcionamiento.
Hasta que llegó el kirchnerismo.
Las últimas revelaciones están mostrando un contacto entre
ambas dimensiones de la economía que hubieran resultado inconcebibles en la
Argentina histórica. La operatoria de la apropiación de impuestos, por ejemplo,
realizada por el grupo INDALO de Cristóbal López, alcanzó una dimensión
originaria de 8.000 millones de pesos, que actualizados y pasados a divisa
fuerte –para permitir una comparación objetiva- oscila en 1.200 millones de
dólares. Esa suma es superior al presupuesto anual de quince provincias
argentinas.
Tal vez no pueda ubicarse en el mismo criterio comparativo
la operatoria del “dólar futuro”, que le hizo perder al BCRA –o sea, a todos
los argentinos que pagan impuestos- Setenta y cinco mil millones de pesos, o
sea alrededor de 5.000 millones de dólares, porque en este caso no está probado
que esa riqueza se transfiriera al patrimonio personal de una persona, sino de
un grupo de empresas, bancos e individuos más “repartidos”. Fue, sin embargo,
dinero público transferido alegremente a patrimonios privados en un tiempo
sustancialmente menor, menos de seis meses.
Pero sí puede cuantificarse el monto de la apropiación privada
de recursos públicos realizada en la última década mediante los diferentes
mecanismos utilizados principalmente por el Ministerio de Planificación
Federal. Los cálculos de quienes están investigando el tema estiman esta suma
entre 10.000 y 15.000 millones de dólares, superior al presupuesto anual –por ejemplo-
de la República del Paraguay (11.500 millones de USD). Es superior al presupuesto
de la Ciudad de Buenos Aires –alrededor de 7.500 millones de USD- de la
provincia de Santa Fe –aproximadamente 5.000 millones de dólares-, o más de la
mitad del presupuesto de la provincia de Buenos Aires -22.000 millones de
dólares- o de la República Oriental del Uruguay –alrededor de 25.000 millones
de la misma moneda-.
Son cifras escalofriantes para evaluarlas con los principios
de la “microeconomía”, números que se corresponden más con los cálculos de las
finanzas públicas que con los números de los patrimonios particulares.
Sin embargo, “no fue magia”. Ocurrió, y es la causa de gran
parte del estancamiento, inflación, deuda y pobreza que hoy debe enfrentar el
país. Recursos que se extrajeron del sector público –o sea, de salud,
educación, seguridad, infraestructura, políticas sociales, defensa- para
pasarlos a patrimonios privados.
Por eso, no está mal que la justicia, de una vez por todas,
investigue. Pero también que la política debata sobre estos temas. Todo esto pasó
porque la Justicia no cumplió su obligación a tiempo, porque los dirigentes
políticos –especialmente los oficialistas- apoyaron en forma acrítica lo que se
les indicara sin analizar en profundidad sus consecuencias y los opositores
privilegiaron demasiado tiempo sus matices partidarios por sobre el interés del
conjunto; y porque gran parte del periodismo y “la cultura” contribuyeron a
crear un clima de época en el que cualquier voz disonante era arrinconada en
una especie de “disidencia” con graves consecuencias, fundamentalmente
económicas, para el que se atreviera a oponerse.
Porque también es bueno recordar que durante toda la década
hubo voces –de políticos y periodistas, de jueces e intelectuales- que con
valentía gritaban sus verdades, sufriendo escarnio, persecuciones,
ridiculizaciones y marginalidad por los gozosos beneficiarios del relato feliz.
Por último, aunque tal vez lo más importante, esto ocurrió porque
la mayoría de los ciudadanos, -entre los cuales se destacaban otrora respetados
intelectuales argentinos- apoyaron alegremente la banalidad de un discurso
rudimentario elaborado como escudo exculpatorio de un latrocinio que nunca habíamos
vivido pero que nos conducía inexorablemente a este final. Y lo sostuvieron con
su voto en cinco elecciones consecutivas, hasta que se acabó lo que se daba.
Es cierto entonces que hoy toca sufrir. No es malo, sin
embargo, recordar que es porque como país nos la buscamos y como ciudadanos no
reaccionamos antes.
Ricardo Lafferriere
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