El presidente es una figura central en la estructura
constitucional. Representa a la Nación y a su soberanía, “de cara al mundo”.
De cara al país, es el Jefe de la Administración. La
soberanía reside en el Congreso, representante del pueblo –o sea, de los
ciudadanos- y de las provincias. Unos –los ciudadanos- y otras –las provincias-
son anteriores a la Nación y a la propia Constitución.
Este es el juego de realidades y ficciones sobre las que se
edifica y funciona la estructura política que enmarca nuestra convivencia como
pueblo.
Cuando la Constitución reglamenta las condiciones de
ejercicio de la presidencia, lo hace en forma armónica y teniendo en cuenta
estos supuestos –que incluyen además la autonomía de las provincias, la
independencia de la justicia, los derechos y garantías de los ciudadanos-.
Así ocurre en caso de cese, destitución o incapacidad del
presidente de la Nación, como de todos los funcionarios –legisladores y jueces-.
Ninguno es más que otros. Todos se deben al conjunto.
El presidente debe estar plenamente en condiciones físicas e
intelectuales para ejercer el cargo (debe tener “ideoneidad”) y residir en la
Capital de la Nación. En caso de ausencia (el Congreso debe autorizarlo para
salir de la Capital) lo reemplaza el Vicepresidente.
En otros tiempos, cada viaje presidencial implicaba un
debate parlamentario. En los tiempos modernos, en que los viajes son
virtualmente constantes, se cumple con el recaudo constitucional con una ley
que autoriza al presidente a viajar cuando lo considere necesario, en el
transcurso del año parlamentario. Pero –destaco- el que autoriza es siempre el
Congreso, a través de una ley especial.
En caso de destitución, el procedimiento está establecido en
las normas del juicio político, que deben respetarse escrupulosamente. En ese
caso, también es el Congreso el que toma la decisión, dividiendo las funciones
entre una Cámara acusadora –la de Diputados- y una Cámara de Sentencia, presidida
no ya por el Vicepresidente sino por el Presidente de la Corte Suprema de
Justicia. En ambas etapas se requiere una mayoría especial.
En caso de enfermedad o incapacidad, el procedimiento es
similar. Quien decide la transferencia del poder es el Congreso. No es una
atribución presidencial, o una decisión del Vicepresidente. Si el presidente
cae en la situación prevista, debe pedir una licencia al Congreso por motivo de
enfermedad, y éste debe otorgarla –así como otorga anualmente los permisos para
viajar-. De otra forma, se dejaría en la voluntad de uno de los órganos -el Poder Ejecutivo- la
capacidad de modificar eventualmente las votaciones parlamentarias extrayendo
al Vicepresidente del cuerpo que preside, lo que es contradictorio con el
mecanismo de relojería establecido en la Carta Magna.
La delegación del mando en el Vicepresidente, sin
autorización del Congreso y sin una ley especial que otorgue la licencia es de
una endeblez institucional notoria. No está claro, incluso, si tiene validez
para tomar decisiones del nivel presidencial, porque la delegación no ha sido
autorizada por el órgano político correspondiente.
En notas anteriores hemos expresado que el mayor daño que ha
realizado al país el kirchnerismo en estos años ha sido el desmantelamiento
sistemático de sus instituciones. Superan incluso a la errática política
exterior, o al vaciamiento económico.
Ésta es una nueva demostración de ese ninguneo. Ni siquiera en
una situación extrema como la que se vive, cuando la señora presidenta recibe
la simpatía y benevolencia de todos sus compatriotas que inclinan sus banderías
en señal de respeto, se respeta a las instituciones del país.
Una vez más, y sin necesidad ninguna, se prefiere el atajo.
Como una demostración más de soberbia e indiferencia ante el ordenamiento de un
país que ya los ha tolerado demasiado, ha entronizado al Vicepresidente
marginando las formas establecidas. Formas por las que, cuando asumió, juró
respetar poniendo por testigo “a Dios y los Santos Evangelios”.
Una lástima, porque nada impedía actuar como se debe.
Por lo demás, nos sumamos al deseo de éxito en la operación
a que será sometida por los mejores médicos argentinos. La necesitamos fuerte,
tanto para que defienda con pasión sus convicciones como lo ha hecho estos años,
como para poder cuestionarla sin atenuantes y con la misma pasión cuando
discrepamos.
Ricardo Lafferriere
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