"Inexplicable. ¿Cómo lo van a absolver si nosotros ya
lo habíamos condenado?"
Tal pareciera ser la desconcertada y coincidente reacción de
voces tan respetables como las de Joaquín Morales Solá, Elisa Carrió, Graciela
Ocaña, Hugo Moyano y Alberto Amato, entre otros, al cuestionar el contundente
fallo que absolvió al ex presidente Fernando de la Rúa de la acusación de
cohecho en oportunidad de tratarse, durante su gobierno, la ley de
reforma laboral.
La coincidencia no lo fue sólo de la condena al
pronunciamiento judicial. Ninguno de ellos realizó un juicio crítico del fallo,
ni analizó el meduloso razonamiento de los jueces -por otra parte, los más
prestigiosos e independientes del fuero penal- que desvirtuaron una a una las
pruebas, reducidas al final a la sola afirmación del presunto arrepentido,
luego de una entrevista reservada con el entonces Jefe de Gabinete Alberto
Fernández y Aníbal Ibarra, entonces alineado con el kirchnerismo, entrevista
por la que cobró, según él mismo lo confesó en la causa.
La "política-espectáculo", de fuerte resonancia en
los tiempos que corren, tiene sus propias reglas, que en este caso han
confundido a algunos de sus inteligentes protagonistas que, sin embargo, se
equivocan al asumir como "verdad absoluta" las deducciones instaladas
sin el rigor de los jueces probos buscando la verdad.
Este juicio expone la superioridad ética del estado de
derecho y de la justicia independiente. Aquí no se manipularon pruebas, no se
alteraron fiscales, no se cambiaron los jueces, no se presionaron testigos y no
se coartó la investigación.
Más de 300 testigos -entre los cuales los había del nivel de
un ex Vicepresidente de la Nación (Álvarez), un ex Presidente (Duhalde), un ex
Jefe de Gabinete (Terragno) decenas de ex legisladores y funcionarios-, peritos
expertos, arqueos contables de organismos públicos y patrimonios privados de
los imputados, cotejos de llamadas e inspecciones oculares a los espacios
públicos citados (despacho presidencial, ex SIDE, etc.) se enfrentaron a un
imputado que asumió gran parte de su propia defensa y demostraron que, como lo
dice el impecable texto de la sentencia, toda la causa está montada sólo en
"la disparatada versión de un fabulador". Ni una sola prueba que no
sea esta fábula relaciona al ex presidente con el hecho imputado, que tampoco
resulta probado.
Funcionó la justicia, que mostró la entereza de los jueces
fallando según su criterio, superando el presunto "clamor popular"
fabricado por oportunos titulares y los desbordes de las pasiones -o las
conveniencias- políticas de bajo vuelo.
Ninguna vinculación tiene esta causa con la evaluación
definitiva de la gestión de Fernando de la Rúa, que hará la historia. Los
momentos que estamos viviendo y los que se avizoran, los muertos que se suceden
y la impotencia oficial frente a la crisis están demostrando, por otra parte,
que no es lo mismo conducir un país en auge que hacerlo en situación de
carencias extremas.
La conveniente demonización de su figura, y esta propia
causa, sirvieron durante varios años al kirchnerismo para edificar su mendaz
relato de progreso, y tal vez al propio radicalismo para evitar tener que
asumir más francamente la defensa de una gestión cuya demonización fuera objeto
de una impecable acción sicológica de sus rivales históricos.
Esta administración lleva ya más muertos en su haber que los
ocurridos en los desbordes del 2001, donde no había precisamente un gobierno
bonaerense e intendencias del conurbano conteniendo los saqueos sino más bien
instigándolos, como lo reconoció poco tiempo atrás la propia presidenta de la
Nación, con lo que eso significa para el mantenimiento de un mínimo de
ordenamiento social y estabilidad política. Y el proceso aún no ha terminado.
El fallo, contra los impostados rezongos de quienes se
consideran jueces sin serlo, es una bocanada de aire fresco para el estado de
derecho. No consagra ninguna "impunidad". Pero recuerda a todos que
el procedimiento penal correctamente aplicado es la forma superior de búsqueda
de la verdad, la que de cara a los derechos ciudadanos no suele estar en los
titulares de los diarios ni en las frases altisonantes de la política que
buscan convertirse en aquéllos.
Ricardo Lafferriere
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