Se ha repetido hasta el cansancio: para reiniciar el
crecimiento es imprescindible reforzar la institucionalidad y el estado de
derecho.
El poder presidencial ha concentrado la enorme mayoría de
las potestades políticas que la Constitución distribuía entre el presidente, el
Congreso, la Justicia y los gobiernos de provincia.
Reforzar la institucionalidad y el estado de derecho se
identifica entonces, en el actual estado de la Argentina, en un objetivo
central: desmantelar la dimensión obscena que ha alcanzado el poder
presidencial. No hay otra forma de recuperar el estado de derecho y la
institucionalidad.
Eso muy difícilmente pueda hacerlo un peronista, ni viejo ni
nuevo. Un dirigente peronista nunca renunciará a poderes mayores, ni por
historia, ni por convicciones. No es ni bueno ni malo: está en su genética.
Eso no quiere decir que el peronismo no tenga lugar en el
juego democrático. Como también lo dice la historia es un protagonista central
del juego político argentino. Pero la tarea imprescindible para esta etapa del
país es incompatible con un rasgo central de su identidad política.
El país debe acreditar en el peronismo un aporte importante
en el desarrollo de los derechos sociales, en políticas inclusivas –aún con sus
desvíos clientelares- y en la dignificación de los compatriotas más
necesitados. Pero también debe decir que sus convicciones sobre el ejercicio
del poder y sobre el juego respetuoso entre los derechos y garantías de los
ciudadanos frente al poder del Estado no se encuentran entre sus virtudes más
destacadas. Y sin ellas, el retomar el crecimiento es imposible.
La nueva etapa argentina contendrá el desafío de romper con
los lastres más negativos de la herencia ideológica del siglo XX. Deberá sumar
a nuestro país a la construcción de una comunidad global plural, democrática,
pujante, defensora de la sustentabilidad ambiental y respetuosa de los derechos
humanos. Y deberá hacerlo sin dogmatismos ni ataduras a cosmovisiones
superadas.
El comienzo está en reconstruir plenamente la democracia
republicana, inclusiva y justa, como piso para la pujanza emprendedora, las
inquietudes de los ciudadanos con vocación transformadora, la convocatoria a la
inversión y la convivencia plural en paz y respeto reciproco.
Ese objetivo es el que demanda los grandes acuerdos. El electoral,
para abrir un período de recuperación del estado de derecho, sin
el cual difícilmente se logrará traspasar el poder presidencial al campo
democrático republicano. Un acuerdo para abrir una puerta en que
atravesarán todos y que no puede implicar unanimidad sino al contrario, un
claro pluralismo.
Y el estratégico
de largo plazo, que necesita de ambas grandes “corrientes” de la identidad
nacional y deberá formular el próximo gobierno, para llevar el país hacia un
nuevo destino, articulado con la comunidad global y acorde a los desafíos de la
agenda del siglo XXI.
Ni la confusión sobre los tiempos ni el sectarismo para el
futuro. Simplemente, confluencias naturales de una Argentina plural que desea
retomar su marcha.
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