martes, 18 de noviembre de 2014

Mayoría alternativa: dirigentes y ciudadanos

No enunciaríamos una novedad si reafirmamos desde esta columna la convicción que la actual gestión ha sido la que mayor daño ha causado al país desde la recuperación democrática.

Se suele mencionar en este campo la multiplicidad de daños provocados durante la década en el plano económico –desinterés por la infraestructura, endeudamiento interno, inflación creciente, liquidación de reservas, crisis energética, estancamiento, pérdida de posiciones en todos los indicadores frente a todos los países de la región, etc. etc. etc.-

Sin embargo, el mayor daño ha sido causado a la convivencia nacional y a la vigencia institucional.
Los tres grandes equilibrios diseñados hace más de un siglo y medio para reglar nuestra convivencia se han destrozado, en un proceso que lleva décadas pero que nunca tuvo un ritmo y un agravamiento como en la última década.

El primer equilibrio es el que se refiere a las personas frente al poder. Los derechos de los ciudadanos, que la Constitución consideró los más importantes al  punto de enunciarlos en su primera parte, perdieron posiciones en forma sistemática ante las decisiones del gobierno. El derecho a la vida, al libre tránsito, a la disposición de sus bienes, a su intimidad, a un ambiente sano, y en muchos casos a un juicio imparcial, han retrocedido ante la discrecionalidad de funcionarios que, desde la administración fiscal hasta la previsional, desde la hipócrita impostación de los derechos humanos hasta el espionaje de su vida privada o las decenas de muertes sin investigación entre las que se destacan las de diciembre de 2013 cambiaron totalmente el rumbo iniciado en 1983. La invocada “inclusión social” ha tenido como contracara el clientelismo más humillante, y tiene su límite en el deterioro económico que la está dejando progresivamente sin sustentabilidad.

El segundo equilibrio perdido es el que la Constitución establece entre el gobierno nacional y las provincias. El país federal ha sido reemplazado por una concentración de poder fiscal, financiero y administrativo en el Estado Nacional. Las provincias y municipios son meras reparticiones simbólicas, sin recursos para responder en forma autónoma a sus propias decisiones de gobierno. Esto ha reforzado la concentración poblacional, económica y financiera en el conurbano capitalino, sede de mafias y redes de narcotráfico cada vez más imbricadas con el poder.

El tercer equilibrio es el de los tres poderes del Estado entre sí. El poder ejecutivo se ha adueñado de facultades establecidas por la Constitución como privativas del Congreso, y el propio Congreso ha cedido facultades en abierta violación de la Constitución. No puede ignorarse que gran parte de esta deformación responde a la existencia de mayorías absolutas que no responden a una equivalente mayoría electoral, pero que permiten distorsionar la marcha del sistema por el simple capricho del jefe del ejecutivo cuando cuenta con una fuerza partidaria adocenada, acrítica y desinteresada en la limpieza institucional y en sus responsabilidades de gestión. La corrupción se agiganta asentada en la ausencia de control y su justificación en el relato oficial.

De ahí que hemos sostenido que el principal problema argentino, el que se encuentra en la base de todos los demás, es la recuperación de la vigencia institucional. No tiene que ver con “izquierdas” frente a “derechas”, ni a “progresistas” frente a “moderados”. Se trata de decidir si la Argentina reasume su condición de país democrático-republicano, o persiste en la decadencia mediante la profundización del populismo organicista y autoritario.

Un país con otra fuerte deformación, la personalista, obliga a las dirigencias políticas a articular coaliciones exitosas, amplias y pre-electorales. No es posible entre nosotros –como ocurre, por ejemplo, en Alemania- conformar esas coaliciones en el seno del parlamento, porque el parlamento no es la fuente de poder sino el propio voto popular eligiendo presidente. 

La recuperación institucional en el país viene de la mano de la formación de una gran coalición que le dispute al populismo la mayoría electoral, elija un presidente con vocación democrática y republicana y avance en la reconstrucción de un sistema que ha sido persistentemente carcomido por la vocación autoritaria y patrimonialista.

La tarea no es sencilla, porque la política es un “puzzle” que demanda reflexión, inteligencia, paciencia y patriotismo. Pero la recíproca es válida: si la razón principal que anima las decisiones políticas prioriza la lucha por el posicionamiento de proyectos partidistas, personales o de simbólicas posiciones parlamentarias, difícilmente pueda lograrse el cambio de orientación que detenga la decadencia y comience la reconstrucción.

De cualquier forma, si un logro aún no ha sido revertido de este proceso que lleva más de tres décadas es la convicción de que la legitimidad la otorga el voto ciudadano. Aquí afortunadamente aún coinciden populistas y demócratas. Cabe siempre la esperanza que lo que no logren articular las dirigencias en el escenario lo realicen los ciudadanos en las urnas.

Puede argumentarse que en la agenda ciudadana estos problemas no interesan, y que son desplazados por las urgencias que aparecen en las encuestas de opinión –seguridad, inflación, desocupación, educación-. Sin embargo, las grandes marchas del 2012 y 2013 parecen indicar lo contrario, mostrando que las amplias clases medias argentinas que fueron las principales protagonistas de esas gigantescas movilizaciones vincularon claramente esos problemas a la vigencia real del estado de derecho. En ellas confluyeron progresistas y moderados, socialdemócratas y liberales, independientes y simpatizantes de las diferentes fuerzas políticas.

Siempre será mejor que el proceso de recuperación democrática sea canalizado en forma inteligente y racional por las conducciones que, al fin y al cabo, se justifican si cumplen con su función dando madurez al juego político. Pero si ello no ocurre, las opciones parecen claras: la decadencia continuará, mediante un nuevo turno populista o los ciudadanos pasarán por encima de las conducciones que no adviertan sus demandas.

Ello significaría abrir un nuevo ciclo político en el que los antiguos alineamientos y divisas serán superados por nuevas alternativas que sepan interpretar los temas de la nueva agenda, los que requieren para tener una respuesta eficaz que el país vuelva al cauce de sus instituciones, recuerde y respete a los derechos ciudadanos y reconstruya el Estado sobre los cimientos de una democracia representativa, republicana y federal.


Ricardo Lafferriere

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