miércoles, 4 de enero de 2017

¿Entrando en la normalidad?

El cambio de año trajo novedades. 

No se trataron de noticias relacionadas con explosiones económicas ni derrumbes estrepitosos. No hubo estallido del consumo inducido artificialmente, como en la década pasada, ni derrumbes cambiarios, como los que hemos tenido en otras épocas.

Tampoco se notaron saqueos –más allá de la natural incomodidad y malestar que provocaron en miles de ciudadanos los piquetes motorizados por el petardismo adolescente del kirchnerismo y sus agrupaciones afines-.

La mayoría, la inmensa mayoría de los compatriotas de todos los estratos sociales atravesó el cambio de año con expectativas de un futuro mejor.

Los argentinos, poco a poco, están entendiendo que mientras se está arreglando la casa no es posible salir a comer afuera todos los fines de semana. Y teníamos la casa destrozada.

Rutas, viviendas, agua potable, autovías, puertos, ferrocarriles, defensas y desagües, comunicaciones, transporte público, energía… el esfuerzo inversor que está realizando la Argentina para recuperarse del deterioro tiene pocos antecedentes –si acaso hubiera alguno- en la historia nacional.

Las riquezas del país, que durante una década privilegiaron el consumo inmediato y fugaz, se están dirigiendo a mejorar nuestro equipamiento público. Eso tiene como contracara un comportamiento más austero, y se nota.

La disminución del consumo cotidiano es una muestra, no necesariamente relacionada con la caída de los ingresos –que está claro que existió- sino con una nueva actitud frente a la economía.

Los argentinos estamos volcando los recursos del país a obras, públicas y privadas. No es necesario abundar en las encaradas por el Estado –nacional, provincial, municipales- que no necesitan más que mostrarse: también comenzó a dinamizarse el mercado habitacional. Los últimos datos de escrituraciones en la Ciudad de Buenos Aires muestran un síntoma: la cantidad de escrituras en noviembre superó en más de un cuarenta por ciento a las del mismo período del año anterior.

Los compatriotas más necesitados, por su parte, están siendo atendidos por el Estado con la mayor asignación de recursos reales en toda la historia. Los trabajadores formales pueden –y lo están haciendo con responsabilidad- discutir sus condiciones de trabajo y salariales con las patronales en un marco respeto total, sin una intervención estatal en las discusiones como hace tiempo no se da en el país.

Los empresarios, liderados por el sector agropecuario, comenzaron a advertir que se irá desmontando progresivamente el “país corralito” donde cazaban libremente y que deberán focalizar sus esfuerzos en modernizar sus plantas, conseguir mercados y detectar nichos donde su potencia competitiva tenga mayores chances –que, al fin y al cabo, es su responsabilidad en la economía-.

Estamos en el medio de los ruidos de la transformación. Hay ecos del pasado que de a ratos pretenden renacer, pero son impotentes ante la marcha de la realidad. Hace unos meses lo mostraron con el intento de Ley “antidespidos” –cuya sanción constituía un perverso obstáculo a la recuperación económica del país- y en las postrimerías del año con la estrambótica reforma del impuesto a las ganancias, que dejaba sin financiamiento al presupuesto que esos mismos legisladores habían votado apenas dos meses antes. Ambas iniciativas fueron encarriladas por la conjunción de responsabilidades del gobierno nacional, de los gobiernos provinciales y de las propias organizaciones gremiales.

Por eso el horizonte es promisorio. Quedan, por supuesto, compatriotas que en el maremágnum de los debates se han retrasado y deben atenderse, especialmente aquellos que no forman parte del mercado formal de trabajo. Quienes viven de changas, de trabajos informales, de ocupaciones esporádicas, necesitan mayor atención, especialmente si desenvuelven tareas artesanales y de oficios y no pertenecen al colectivo receptor de ayudas sociales.

Por último, también aquellos que desde esta columna hemos considerado muchas veces los motores reales del crecimiento sostenible, los emprendedores, deberán ser atendidos con políticas públicas que respeten, defiendan y promuevan su esfuerzo. La mayoría de ellos son cuentapropistas o pequeños empresarios y no es necesario recordar que la ideología predominante en el país desde hace décadas los castiga por todos los flancos: fiscal, financiero, reglamentario y aduanero. Hasta ahora han recibido un trato dual, pero está claro que están lejos de recibir el trato público que se merecen. En la nueva economía son los únicos creadores de actividades económicas masivas y consistentes, más que las grandes inversiones de capitales tecnológicamente intensivos, pero de escasa incidencia en el empleo masivo.

El balance final del primer año de Cambiemos es alentador. Más allá de las políticas públicas puntuales en las diferentes áreas, que como en cualquier gobierno muestran los claroscuros propios de cualquier actividad humana, el rumbo global es el correcto. Lo que hubiera parecido difícil al comenzar el gobierno –sortear el campo minado sin contar con mayorías parlamentarias, sin fuerza gremial propia y con empresarios cultores de la secular mentalidad rentística de más de ocho décadas- se está mostrando como posible.

Falta mucho, especialmente en los reflejos polarizantes que suelen olvidar los matices con los que se construye un país y que existen en todos los espacios. Sin embargo, luego de varias décadas y a pesar de esos reflejos que testimonian los coletazos del pasado, el saldo global se parece a un país que está buscando, en su diversidad y en su forma de procesar conflictos, el camino para volver a la normalidad de una democracia funcionando.


Ricardo Lafferriere

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