El cambio de año trajo novedades.
No se trataron de noticias
relacionadas con explosiones económicas ni derrumbes estrepitosos. No hubo
estallido del consumo inducido artificialmente, como en la década pasada, ni
derrumbes cambiarios, como los que hemos tenido en otras épocas.
Tampoco se notaron saqueos –más allá de la natural
incomodidad y malestar que provocaron en miles de ciudadanos los piquetes
motorizados por el petardismo adolescente del kirchnerismo y sus agrupaciones
afines-.
La mayoría, la inmensa mayoría de los compatriotas de todos
los estratos sociales atravesó el cambio de año con expectativas de un futuro mejor.
Los argentinos, poco a poco, están entendiendo que mientras
se está arreglando la casa no es posible salir a comer afuera todos los fines
de semana. Y teníamos la casa destrozada.
Rutas, viviendas, agua potable, autovías, puertos, ferrocarriles,
defensas y desagües, comunicaciones, transporte público, energía… el esfuerzo
inversor que está realizando la Argentina para recuperarse del deterioro tiene
pocos antecedentes –si acaso hubiera alguno- en la historia nacional.
Las riquezas del país, que durante una década privilegiaron
el consumo inmediato y fugaz, se están dirigiendo a mejorar nuestro
equipamiento público. Eso tiene como contracara un comportamiento más austero,
y se nota.
La disminución del consumo cotidiano es una muestra, no
necesariamente relacionada con la caída de los ingresos –que está claro que
existió- sino con una nueva actitud frente a la economía.
Los argentinos estamos volcando los recursos del país a
obras, públicas y privadas. No es necesario abundar en las encaradas por el
Estado –nacional, provincial, municipales- que no necesitan más que mostrarse:
también comenzó a dinamizarse el mercado habitacional. Los últimos datos de
escrituraciones en la Ciudad de Buenos Aires muestran un síntoma: la cantidad
de escrituras en noviembre superó en más de un cuarenta por ciento a las del
mismo período del año anterior.
Los compatriotas más necesitados, por su parte, están siendo
atendidos por el Estado con la mayor asignación de recursos reales en toda la
historia. Los trabajadores formales pueden –y lo están haciendo con
responsabilidad- discutir sus condiciones de trabajo y salariales con las
patronales en un marco respeto total, sin una intervención estatal en las
discusiones como hace tiempo no se da en el país.
Los empresarios, liderados por el sector agropecuario,
comenzaron a advertir que se irá desmontando progresivamente el “país corralito”
donde cazaban libremente y que deberán focalizar sus esfuerzos en modernizar sus
plantas, conseguir mercados y detectar nichos donde su potencia competitiva
tenga mayores chances –que, al fin y al cabo, es su responsabilidad en la
economía-.
Estamos en el medio de los ruidos de la transformación. Hay
ecos del pasado que de a ratos pretenden renacer, pero son impotentes ante la
marcha de la realidad. Hace unos meses lo mostraron con el intento de Ley “antidespidos”
–cuya sanción constituía un perverso obstáculo a la recuperación económica del
país- y en las postrimerías del año con la estrambótica reforma del impuesto a
las ganancias, que dejaba sin financiamiento al presupuesto que esos mismos
legisladores habían votado apenas dos meses antes. Ambas iniciativas fueron
encarriladas por la conjunción de responsabilidades del gobierno nacional, de
los gobiernos provinciales y de las propias organizaciones gremiales.
Por eso el horizonte es promisorio. Quedan, por supuesto,
compatriotas que en el maremágnum de los debates se han retrasado y deben
atenderse, especialmente aquellos que no forman parte del mercado formal de
trabajo. Quienes viven de changas, de trabajos informales, de ocupaciones
esporádicas, necesitan mayor atención, especialmente si desenvuelven tareas
artesanales y de oficios y no pertenecen al colectivo receptor de ayudas
sociales.
Por último, también aquellos que desde esta columna hemos
considerado muchas veces los motores reales del crecimiento sostenible, los
emprendedores, deberán ser atendidos con políticas públicas que respeten,
defiendan y promuevan su esfuerzo. La mayoría de ellos son cuentapropistas o
pequeños empresarios y no es necesario recordar que la ideología predominante
en el país desde hace décadas los castiga por todos los flancos: fiscal,
financiero, reglamentario y aduanero. Hasta ahora han recibido un trato dual,
pero está claro que están lejos de recibir el trato público que se merecen. En
la nueva economía son los únicos creadores de actividades económicas masivas y
consistentes, más que las grandes inversiones de capitales tecnológicamente
intensivos, pero de escasa incidencia en el empleo masivo.
El balance final del primer año de Cambiemos es alentador.
Más allá de las políticas públicas puntuales en las diferentes áreas, que como
en cualquier gobierno muestran los claroscuros propios de cualquier actividad
humana, el rumbo global es el correcto. Lo que hubiera parecido difícil al
comenzar el gobierno –sortear el campo minado sin contar con mayorías
parlamentarias, sin fuerza gremial propia y con empresarios cultores de la
secular mentalidad rentística de más de ocho décadas- se está mostrando como
posible.
Falta mucho, especialmente en los reflejos polarizantes que
suelen olvidar los matices con los que se construye un país y que existen en
todos los espacios. Sin embargo, luego de varias décadas y a pesar de esos
reflejos que testimonian los coletazos del pasado, el saldo global se parece a
un país que está buscando, en su diversidad y en su forma de procesar
conflictos, el camino para volver a la normalidad de una democracia
funcionando.
Ricardo Lafferriere
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